El Diablo de la Botella

Robert Louis Stevenson

Hab�a un hombre en la isla de Hawaii al que llamar� Keawe; porque la verdad es que a�n vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; le�a y escrib�a tan bien como un maestro de escuela, adem�s era un marinero de primera clase, que hab�a trabajado durante alg�n tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurri� que le gustar�a ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarc� con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, m�s en concreto, existe en esa ciudad una colina que est� cubierta de palacios. Un d�a, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. ��Qu� casas tan buenas!� iba pensando, �y �qu� felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del ma�ana!�. Segu�a a�n reflexionando sobre esto cuando lleg� a la altura de una casa m�s peque�a que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jard�n florec�an como guirnaldas y las ventanas resplandec�an como diamantes. Keawe se detuvo maravill�ndose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a trav�s de una ventana tan transparente que Keawe lo ve�a como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro ten�a una expresi�n pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.

De repente, el hombre sonri� moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reuni� con �l en la puerta de la casa.

—Es muy hermosa esta casa m�a—dijo el hombre, suspirando amargamente—. �No le gustar�a ver las habitaciones?

Y as� fue como Keawe recorri� con �l la casa, desde el s�tano hasta el tejado; todo lo que hab�a en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifest� gran admiraci�n.

—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasar�a el d�a riendo. �C�mo es posible, entonces, que no haga usted m�s que suspirar?

—No hay ninguna raz�n—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo semejante a �sta, y aun m�s hermosa, si as� lo desea. Posee usted alg�n dinero, �no es cierto?

—Tengo cincuenta d�lares—dijo Keawe—, pero una casa como �sta costar� m�s de cincuenta d�lares.

El hombre hizo un c�lculo.

—Siento que no tenga m�s —dijo—, porque eso podr�a causarle problemas en el futuro, pero ser� suya por cincuenta d�lares.

—�La casa?—pregunt� Keawe.

—No, la casa no—replic� el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jard�n, proceden de una botella en la que no cabe mucho m�s de una pinta. Aqu� la tiene usted.

Y abriendo un mueble cerrado con llave, sac� una botella de panza redonda con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior hab�a algo que se mov�a confusamente, algo as� como una sombra y un fuego.

—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando Keawe se ech� a re�r, a�adi�—: �No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.

De manera que Keawe cogi� la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cans�; porque rebotaba como una pelota y nada le suced�a.

—Es una cosa bien extra�a—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto se dir�a que es de cristal.

—Es de cristal—replic� el hombre, suspirando m�s hondamente que nunca—, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un hombre compra esta botella el diablo se pone a su servicio; todo lo que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como �sta o una ciudad como San Francisco, ser� suyo con s�lo pedirlo. Napole�n tuvo esta botella, y gracias a su virtud lleg� a ser el rey del mundo; pero la vendi� al final y fracas�. El capit�n Cook tambi�n la tuvo, y por ella descubri� tantas islas; pero tambi�n �l la vendi�, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella desaparecen el poder y la protecci�n; y a no ser que un hombre est� contento con lo que tiene, acaba por sucederle algo.

—Y sin embargo, �habla usted de venderla?—dijo Keawe.

—Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondi� el hombre—. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la vida; y, no ser�a justo ocult�rselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arder� para siempre en el infierno.

—S� que es un inconveniente, no cabe duda—exclam� Keawe—. Y no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que s� me importa much�simo, y es condenarme.

—No vaya usted tan deprisa, amigo m�o—contest� el hombre—. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderaci�n, venderla despu�s a alguna otra persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su vida c�modamente.

—Pues yo observo dos cosas—dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella demasiado barata.

—Ya le he explicado por qu� suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud est� empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barata, tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satan�s la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compr� por muchos millones de d�lares; pero s�lo puede venderse si se pierde dinero en la transacci�n. Si se vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se tratara de una paloma mensajera. De ah� se sigue que el precio haya ido disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la compr� a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y s�lo pagu� noventa d�lares. Podr�a venderla hasta por ochenta y nueve d�lares y noventa centavos, pero ni un c�ntimo m�s; de lo contrario la botella volver�a a m�. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta d�lares y pico, la gente supone que uno est� bromeando. Y segundo..., pero como eso no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan s�lo que tiene que venderla por moneda acu�ada.

—�C�mo s� que todo eso es verdad? —pregunt� Keawe.

—Hay algo que puede usted comprobar inmediata mente—replic� el otro—. Deme sus cincuenta d�lares, coja la botella y pida que los cincuenta d�lares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede as�, le doy mi palabra de honor de que considerar� inv�lido el trato y le devolver� el dinero.

—�No me est� enga�ando?—dijo Keawe.

El hombre confirm� sus palabras con un solemne juramento.

—Bueno; me arriesgar� a eso—dijo Keawe—, porque no me puede pasar nada malo.

Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pas� la botella.

—Diablo de la botella—dijo Keawe—, quiero recobrar mis cincuenta d�lares.

Y, efectivamente, apenas hab�a terminado la frase cuando su bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.

—No hay duda de que es una botella maravillosa —dijo Keawe.

—Y ahora muy buenos d�as, mi querido amigo, �que el diablo le acompa�e!—dijo el hombre.

—Un momento—dijo Keawe—, yo ya me he divertido bastante. Tenga su botella.

—La ha comprado usted por menos de lo que yo pagu� —replic� el hombre, frot�ndose las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo �nico que deseo es perderlo de vista cuanto antes.

Con lo que llam� a su criado chino e hizo que acompa�ar� a Keawe hasta la puerta.

Cuando Keawe se encontr� en la calle con la botella bajo el brazo, empez� a pensar. �Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un p�simo negocio�, se dijo a s� mismo. �Pero quiz� ese hombre me haya enga�ado.� Lo primero que hizo fue contar el dinero, la suma era exacta: cuarenta y nueve d�lares en moneda americana y una pieza de Chile. �Parece que eso es verdad�, se dijo Keawe. �Veamos otro punto.�

Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un barco, y aunque era mediod�a, tampoco se ve�a ning�n pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alej�. Dos veces mir� para atr�s, y all� estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el sitio donde la hab�a dejado. Mir� por tercera vez y despu�s dobl� una esquina; pero apenas lo hab�a hecho cuando algo le golpe� el codo, y �no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.

—Parece que tambi�n esto es verdad—dijo Keawe.

La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez all� intent� sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral sal�a otra vez y el corcho segu�a tan entero como al empezar.

—Este corcho es distinto de todos los dem�s—dijo Keawe, e inmediatamente empez� a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.

Camino del puerto vio una tienda donde un hombre vend�a conchas y mazas de islas salvajes, viejas im�genes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y Jap�n y todas esas cosas que los marineros llevan en sus ba�les. En seguida se le ocurri� una idea. Entr� y le ofreci� la botella al due�o por cien d�lares. El otro se ri� de �l al principio, y le ofreci� cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana hab�a soplado nunca un vidrio como aqu�l, ni cab�a imaginar unos colores m�s bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra m�s extra�a que la que daba vueltas en su centro; de manera que, despu�s de regatear durante un rato a la manera de los de su profesi�n, el due�o de la tienda le compr� la botella a Keawe por sesenta d�lares y la coloc� en un estante en el centro del escaparate.

—Ahora—dijo Keawe—he vendido por sesenta d�lares lo que compr� por cincuenta o, para ser m�s exactos, por un poco menos, porque uno de mis d�lares ven�a de Chile. En seguida averiguar� la verdad sobre otro punto.

As� que volvi� a su barco y, cuando abri� su ba�l, all� estaba la botella, que hab�a llegado antes que �l.

En aquel barco Keawe ten�a un compa�ero que se llamaba Lopaka.

—�Qu� te sucede—le pregunt� Lopaka—que miras el ba�l tan fijamente?

Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardar�a el secreto y se lo cont� todo.

—Es un asunto muy extra�o—dijo Lopaka—, y me temo que vas a tener dificultades con esa botella. Pero una cosa est� muy clara: puesto que tienes asegurados los problemas, ser� mejor que obtengas tambi�n los beneficios. Decide qu� es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te comprar� la botella porque a m� me gustar�a tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.

—No es eso lo que me interesa—dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un jard�n en la costa de Kona donde nac�; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jard�n, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas, exactamente igual que la casa donde estuve hoy; s�lo que un piso m�s alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir all� sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.

—Bien—dijo Lopaka—, volvamos con la botella a Hawaii; y si todo resulta verdad, como t� supones, te comprar� la botella, como ya he dicho, y pedir� una goleta.

Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regres� a Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas hab�an desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empez� a dar el p�same a Keawe.

—No s� por qu� me est�s dando el p�same—dijo Keawe.

—�Es posible que no te hayas enterado—dijo el amigo—de que tu t�o, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?

Keawe lo sinti� mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse, se olvid� de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se calm� un poco, le habl� as�:

—�No es cierto que tu t�o ten�a tierras en Hawaii, en el distrito de Ka�?

—No—dijo Keawe—; en Ka� no: est�n en la zona de las monta�as, un poco al sur de Hookena.

—Esas tierras, �pasar�n a ser tuyas?—pregunt� Lopaka.

—As� es—dijo Keawe, y empez� otra vez a llorar la muerte de sus familiares.

—No—dijo Lopaka—; no te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. �Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el sitio para hacer la casa.

—Si es as�—exclam� Keawe—, la botella me hace un flaco servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un sitio as� donde vi la casa con la imaginaci�n.

—La casa, sin embargo, todav�a no est� construida —dijo Lopaka.

—�Y probablemente no lo estar� nunca!—dijo Keawe—, porque si bien mi t�o ten�a algo de caf�, ava y pl�tanos, no ser� m�s que lo justo para que yo viva c�modamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.

—Vayamos al abogado—dijo Lopaka—. Porque yo sigo pensando lo mismo.

Al hablar con el abogado se enteraron de que el t�o de Keawe se hab�a hecho enormemente rico en los �ltimos d�as y que le dejaba dinero en abundancia.

—�Ya tienes el dinero para la casa!—exclam� Lopaka.

—Si est� usted pensando en construir una casa—dijo el abogado—, aqu� est� la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.

—�Cada vez mejor! —exclam� Lopaka—. Est� todo muy claro. Sigamos obedeciendo �rdenes.

De manera que fueron a ver al arquitecto, que ten�a diferentes proyectos de casas sobre la mesa.

—Usted desea algo fuera de lo corriente—dijo el arquitecto—. �Qu� le parece esto?

Y le pas� a Keawe uno de los dibujos.

Cuando Keawe lo vio, dej� escapar una exclamaci�n, porque representaba exactamente lo que �l hab�a visto con la imaginaci�n.

�Esta es la casa que quiero�, pens� Keawe. �A pesar de lo poco que me gusta c�mo viene a parar a mis manos, �sta es la casa, y m�s vale que acepte lo bueno junto con lo malo.�

De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quer�a, y c�mo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que hab�a que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y luego le pregunt� sin rodeos cu�nto le llevar�a por hacerlo todo.

El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogi� la pluma e hizo un c�lculo; y al terminar pidi� exactamente la suma que Keawe hab�a heredado.

Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asintieron con la cabeza.

�Est� bien claro�, pens� Keawe, �que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular m�s deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y m�s valdr� que acepte lo bueno junto con lo malo.�

De manera que lleg� a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque hab�an decidido entre ellos que no intervendr�an en absoluto, y dejar�an que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.

El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiraci�n, porque hab�a jurado que no formular�a m�s deseos, ni recibir�a m�s favores del diablo. Se hab�a cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se hab�a hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe ten�a en la cabeza.

La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque segu�a subiendo hasta las nubes que tra�an la lluvia; por debajo, la lava negra descend�a en riscos donde estaban enterrados los reyes de anta�o. Un jard�n florec�a alrededor de la casa con flores de todos los colores; hab�a un huerto de papayas a un lado y otro de �rboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, hab�an plantado el m�stil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un d�a soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres m�s hermosas y de los sitios m�s singulares; no hay en ning�n lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontr� colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad, relojes con carill�n y cajas de m�sica, hombrecillos que mov�an la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas m�s elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querr�a vivir en semejantes habitaciones, tan s�lo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sab�a qu� era lo que m�s le gustaba: si el porche de atr�s, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se pod�an ver los huertos y las flores, o el balc�n delantero, donde se pod�a beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la monta�a y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de pl�tanos.

Despu�s de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.

—Bien —pregunt� Lopaka—, �est� todo tal como lo hab�as planeado?

—No hay palabras para expresarlo—contest� Keawe—. Es mejor de lo que hab�a so�ado y estoy que reviento de satisfacci�n.

—S�lo queda una cosa por considerar—dijo Lopaka—; todo esto puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habr�a puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo s�; pero creo que no deber�as negarme una prueba m�s.

—He jurado que no aceptar� m�s favores—dijo Keawe—. Creo que ya estoy suficientemente comprometido.

—No pensaba en un favor—replic� Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qu� avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedar� convencido del todo. As� que accede a mi deseo y d�jame ver al diablo; el dinero lo tengo aqu� mismo y despu�s de eso te comprar� la botella.

—S�lo hay una cosa que me da miedo—dijo Keawe—. El diablo puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones ojo encima quiz� no tengas ya ninguna gana de quedarte con la botella.

—Soy una persona de palabra—dijo Lopaka—. Y aqu� dejo el dinero, entre los dos.

—Muy bien —replic� Keawe—. Yo tambi�n siento curiosidad. De manera que, vamos a ver: d�jenos mirarlo, se�or Diablo.

Tan pronto como lo dijo, el diablo sali� de la botella y volvi� a meterse, tan r�pido como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo; luego Lopaka empuj� el dinero hacia Keawe y recogi� la botella.

—Soy hombre de palabra —dijo—, y bien puedes creerlo, porque de lo contrario no tocar�a esta botella ni con el pie. Bien, conseguir� mi goleta y unos d�lares para el bolsillo; luego me deshar� de este demonio tan pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado muy abatido.

—Lopaka—dijo Keawe—, procura no pensar demasiado mal de m�; s� que es de noche, que los caminos est�n mal y que el desfiladero junto a las tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que he visto el rostro de ese diablo, no podr� comer ni dormir ni rezar hasta que te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella y cualquier cuadro o adorno de casa que te guste; despu�s quiero que marches inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.

—Keawe—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadar�an por una cosa as�; sobre todo despu�s de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la botella, y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces m�s peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una botella como �sta bajo el brazo. Pero como yo tambi�n estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me ir� ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.

De manera que Lopaka baj� de la monta�a; Keawe, por su parte, sali� al balc�n delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde est�n las tumbas de otras �pocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorc�a las manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado �l mismo de aquel peligro.

Pero al d�a siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan agradable que Keawe se olvid� de sus terrores. Fueron pasando los d�as y Keawe viv�a all� en perpetua alegr�a. Le gustaba sentarse en el porche de atr�s; all� com�a, reposaba y le�a las historias que contaban los peri�dicos de Honolulu; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para ense�arle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendi� por todas partes; la llamaban Ka-Hale Nui— la Casa Grande—en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe ten�a a su servicio a un chino que se pasaba todo el d�a limpiando el polvo y bru�endo los metales; y el cristal, y los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una ma�ana soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el coraz�n con la casa que no pod�a pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparec�a alg�n barco en el mar, izaba su estandarte en el m�stil.

As� iba pasando el tiempo, hasta que un d�a Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero �l se march� lo antes que pudo a la ma�ana siguiente y cabalg� muy deprisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, adem�s, la noche de aquel d�a era la noche en que los muertos de anta�o salen por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hac�a que Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco m�s all� de Honaunau, al mirar a lo lejos, advirti� la presencia de una mujer que se ba�aba a la orilla del mar; parec�a una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pens� mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la pon�a, y despu�s su holoku rojo; cuando Keawe lleg� a su altura la joven hab�a terminado de arreglarse y, alej�ndose del mar, se hab�a colocado junto al camino con su holoku rojo; el ba�o la hab�a revigorizado y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada m�s verla Keawe tir� de las riendas a su caballo.

—Cre�a conocer a todo el mundo en esta zona—dijo �l. �C�mo es que a ti no te conozco?

—Soy Kokua, hija de Kiano—respondi� la muchacha—, y acabo de regresar de Oahu. �Qui�n es usted?

—Te lo dir� dentro de un poco—dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera qui�n soy, como es posible que hayas o�do hablar de m�, quiz� al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: �est�s casada?

Al o�r esto Kokua se ech� a re�r.

—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, �est� casado?

—No, Kokua, desde luego que no—replic� Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aqu� junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi coraz�n se ha ido tras de ti tan veloz como un p�jaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de m�, dilo, y me ir� a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo tambi�n, y me desviar� para pasar la noche en casa de tu padre y ma�ana hablar� con el.

Kokua no dijo una palabra, pero mir� hacia el mar y se ech� a re�r.

—Kokua—dijo Keawe—, si no dices nada, considerar� que tu silencio es una respuesta favorable; as� que pong�monos en camino hacia la casa de tu padre.

Ella fue delante de �l sin decir nada; s�lo de vez en cuando miraba para atr�s y luego volv�a a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.

Cuando llegaron a la puerta, Kiano sali� a la veranda y dio la bienvenida a Keawe llam�ndolo por su nombre. Al o�rlo la muchacha se lo qued� mirando, porque la fama de la gran casa hab�a llegado a sus o�dos; y no hace falta decir que era una gran tentaci�n. Pasaron todos juntos la velada muy alegremente; y la muchacha se mostr� muy descarada en presencia de sus padres y estuvo burl�ndose de Keawe porque ten�a un ingenio muy vivo. Al d�a siguiente Keawe habl� con Kiano y despu�s tuvo ocasi�n de quedarse a solas con la muchacha.

—Kokua —dijo �l—, ayer estuviste burl�ndote de m� durante toda la velada; y todav�a est�s a tiempo de despedirme. No quise decirte qui�n era porque tengo una casa muy hermosa y tem�a que pensaras demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.

—No—dijo Kokua; pero esta vez no se ech� a re�r ni Keawe le pregunt� nada m�s.

As� fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todav�a m�s r�pida, las dos pueden dar en el blanco. Las cosas hab�an ido deprisa pero tambi�n hab�an ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginaci�n de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por aquel joven que s�lo hab�a visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo vol� por el camino de la monta�a bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de Keawe cantando, lleno de alegr�a, despertaban al eco en las cavernas de los muertos. Cuando lleg� a la Casa Resplandeciente todav�a segu�a cantando. Se sent� y comi� en el amplio balc�n y el chino se admir� de que su amo continuara cantando entre bocado y bocado. El sol se ocult� tras el mar y lleg� la noche; y Keawe estuvo pase�ndose por los balcones a la luz de las l�mparas en lo alto de la monta�a y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.

�Aqu� estoy ahora, en este sitio m�o tan elevado�, se dijo a s� mismo. �La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la monta�a; a mi alrededor, todo lo dem�s desciende. Por primera vez iluminar� todas las habitaciones, usar� mi ba�era con agua caliente y fr�a y dormir� solo en el lecho de la c�mara nupcial.�

De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras trabajaba en el s�tano o�a a su amo cantando alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empez� a estar caliente el criado chino se lo advirti� a Keawe con un grito; Keawe entr� en el cuarto de ba�o; y el criado chino le oy� cantar mientras la ba�era de m�rmol se llenaba de agua; y le oy� cantar tambi�n mientras se desnudaba; hasta que, de repente, el canto ces�. El criado chino estuvo escuchando largo rato, luego alz� la voz para preguntarle a Keawe si toda iba bien, y Keawe le respondi� �S��, y le mand� que se fuera a la cama, pero ya no se oy� cantar m�s en la Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo pasear sin descanso por los balcones.

Lo que hab�a ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para ba�arse, descubri� en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del l�quen sobre una roca, y fue entonces cuando dej� de cantar. Porque hab�a visto otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.

Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y tambi�n ser�a muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan c�moda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero �qu� es eso comparado con la situaci�n de Keawe, que hab�a encontrado su amor un d�a antes y lo hab�a conquistado aquella misma ma�ana, y que ve�a ahora quebrantarse todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?

Estuvo un rato sentado en el borde de la ba�era, luego se levant� de un salto dejando escapar un grito y corri� afuera; y empez� a andar por el balc�n, de un lado a otro, como alguien que est� desesperado.

�No me importar�a dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados�, se dec�a Keawe. �Sin gran pesar abandonar�a mi casa, la de las muchas ventanas, situada tan en lo alto, aqu� en las monta�as. No me faltar�a valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los leprosos y dormir all�, lejos de mis antepasados. Pero �qu� agravio he cometido, qu� pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokua cuando sal�a del mar a la ca�da de la tarde? �Kokua, la que me ha robado el alma! �Kokua, la luz de mi vida! Quiz� nunca llegue a casarme con ella, quiz� nunca m�s vuelva a verla ni a acariciarla con mano amorosa, esa es la raz�n, Kokua, �por ti me lamento!�

Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podr�a haber vivido durante a�os en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si ten�a que perder a Kokua. Hubiera podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ning�n da�o ni a exponerla a ning�n peligro.

Algo despu�s de la media noche se acord� de la botella. Sali� al porche y record� el d�a en que el diablo se hab�a mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.

�Esa botella es una cosa horrible�, pens� Keawe, �el diablo tambi�n es una cosa horrible y a�n m�s horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del infierno. Pero �qu� otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokua? �C�mo! �Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con �l para recobrar a Kokua?�.

Entonces record� que al d�a siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulu. �Primero tengo que ir all��, pens�, �y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas ten�a de perder de vista.�

No pudo dormir ni un solo momento; tambi�n la comida se le atragantaba; pero mand� una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada del vapor, se puso en camino y cruz� por delante del risco donde estaban las tumbas. Llov�a; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempl� las negras bocas de las cuevas y envidi� a los muertos que dorm�an en su interior, libres ya de dificultades; y record� c�mo hab�a pasado por all� al galope el d�a anterior y se sinti� lleno de asombro. Finalmente llego a Hookena y, como de costumbre, todo el mundo se hab�a reunido para esperar la llegada del vapor. En el cobertizo delante del almac�n estaban todos sentados, bromeando y cont�ndose las novedades; pero Keawe no sent�a el menor deseo de hablar y permaneci� en medio de ellos contemplando la lluvia que ca�a sobre las casas, y las olas que estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.

—Keawe, el de la Casa Resplandeciente, est� muy abatido—se dec�an unos a otros. As� era, en efecto, y no ten�a nada de extraordinario.

Luego lleg� el Hall y la gasolinera lo llev� a bordo. La parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que hab�an ido a visitar el volc�n como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Ka�; pero Keawe se sent� lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divis�, junto a la orilla, sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se ve�a un holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. ��Ah, reina de mi coraz�n�, exclam� Keawe para s�, �arriesgar� mi alma para recobrarte!�

Poco despu�s, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el d�a siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe segu�a dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.

Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe baj� en seguida a tierra y empez� a preguntar por Lopaka. Al parecer se hab�a convertido en propietario de una goleta—no hab�a otra mejor en las islas—y se hab�a marchado muy lejos en busca de aventuras, quiz� hasta Pola-Pola, de manera que no cab�a esperar ayuda por ese lado. Keawe se acord� de un amigo de Lopaka, un abogado que viv�a en la ciudad (no debo decir su nombre), y pregunt� por �l. Le dijeron que se hab�a hecho rico de repente y que ten�a una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquil� un coche y se dirigi� a casa del abogado.

La casa era muy nueva y los �rboles del jard�n apenas mayores que bastones; el abogado, cuando sali� a recibirle, parec�a un hombre satisfecho de la vida.

—�Qu� puedo hacer por usted?—dijo el abogado.

—Usted es amigo de Lopaka—replic� Keawe—, y Lopaka me compr� un objeto que quiz� usted pueda ayudarme a localizar.

El rostro del abogado se ensombreci�.

—No voy a fingir que ignoro de qu� me habla, m�ster Keawe—dijo—, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quiz� consiga averiguar algo.

A continuaci�n le dio el nombre de una persona que tambi�n en este caso ser� mejor no repetirlo. Esto sucedi� durante varios d�as, y Keawe fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y coches reci�n estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque, claro est�, cuando alguien alud�a al motivo de su visita, sus rostros se ensombrec�an.

�No hay duda de que estoy en el buen camino�, pensaba Keawe. �Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse despu�s de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros, sabr� que estoy cerca de la botella.�

Sucedi� que finalmente le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street. Cuando lleg� a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontr� con los t�picos indicios: nueva casa, jard�n reci�n plantado y luz el�ctrica tras las ventanas; y cuando apareci� el due�o un escalofr�o de esperanza y de miedo recorri� el cuerpo de Keawe, porque ten�a delante de �l a un hombre joven tan p�lido como un cad�ver, con marcad�simas ojeras, prematuramente calvo y con la expresi�n de un hombre en capilla.

�Tiene que estar aqu�, no hay duda�, pens� Keawe, y a aquel hombre no le ocult� en absoluto cu�l era su verdadero prop�sito.

—He venido a comprar la botella—dijo.

Al o�r aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la pared.

—�La botella!—susurr�—. �Comprar la botella!

Dio la impresi�n de que estaba a punto de desmayarse y, cogiendo a Keawe por el brazo, lo llev� a una habitaci�n y escanci� dos vasos de vino.

—A su salud—dijo Keawe, que hab�a pasado mucho tiempo con haoles en su �poca de marinero—. S�—a�adi�—, he venido a comprar la botella. �Cu�l es el precio que tiene ahora?

Al o�r esto al joven se le escap� el vaso de entre los dedos y mir� a Keawe como si fuera un fantasma.

—El precio—dijo—. �El precio! �No sabe usted cu�l es el precio?

—Por eso se lo pregunto—replic� Keawe—. Pero �qu� es lo que tanto le preocupa? �Qu� sucede con el precio?

—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compr�, Mr. Keawe—dijo el joven tartamudeando.

—Bien, bien; as� tendr� que pagar menos por ella —dijo Keawe—. �Cu�nto le cost� a usted?

El joven estaba tan blanco como el papel.

—Dos centavos—dijo.

—�C�mo? —exclam� Keawe—, �dos centavos? Entonces, usted s�lo puede venderla por uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podr�a venderla nunca y la botella y el diablo de la botella se quedar�an con �l hasta su muerte, y cuando muriera se encargar�an de llevarlo a las llamas del infierno

El joven de Beritania Street se puso de rodillas.

—�C�mprela, por el amor de Dios!—exclam�—. Puede quedarse tambi�n con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compr� a ese precio. Hab�a malversado fondos en el almac�n donde trabajaba; si no lo hac�a estaba perdido; hubiera acabado en la c�rcel.

—Pobre criatura—dijo Keawe—; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, �y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de m�? Tr�igame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me d� la vuelta de estos cinco centavos.

Keawe no se hab�a equivocado; el joven ten�a las cuatro monedas en un caj�n; la botella cambi� de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurr� que deseaba quedar limpio de la enfermedad Y, efectivamente, cuando se desnud� delante de un espejo en la habitaci�n del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un ni�o. Pero lo m�s extra�o fue que inmediatamente se oper� una transformaci�n dentro de �l y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sent�a inter�s por Kokua; no pensaba m�s que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las ve�a ya brillar delante de �l con los ojos de la imaginaci�n; su alma se encogi� y la luz se convirti� en tinieblas.

Cuando Keawe se recuper� un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Baj� a o�rla porque tem�a quedarse solo; y all�, entre caras alegres, pase� de un lado para otro, escuch� las melod�as y vio a Berger llevando el comp�s; pero todo el tiempo o�a crepitar las llamas y ve�a un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta toc� Hiki-ao-ao, una canci�n que �l hab�a cantado con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.

�Ya est� hecho�, pens�, �y una vez m�s tendr� que aceptar lo bueno junto con lo malo.�

Keawe regres� a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible se cas� con Kokua y la llev� a la Casa Resplandeciente en la ladera de la monta�a.

Cuando los dos estaban juntos, el coraz�n de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situaci�n, y o�a crepitar las llamas y ve�a el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se hab�a entregado a �l por completo; su coraz�n lat�a m�s deprisa al verlo, y su mano buscaba siempre la de Keawe, y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie pod�a verla sin alegrarse. Kokua era afable por naturaleza. De sus labios sal�an siempre palabras cari�osas. Le gustaba mucho cantar y cuando recorr�a la Casa Resplandeciente gorjeando como los p�jaros era ella el objeto m�s hermoso que hab�a en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la o�a embelesado y luego iba a esconderse en un rinc�n y lloraba y gem�a pensando en el precio que hab�a pagado por ella; despu�s ten�a que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los balcones, acompa��ndola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.

Pero lleg� un d�a en que Kokua empez� a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron menos frecuentes y ya no era s�lo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en la desesperaci�n que apenas not� el cambio, alegr�ndose tan s�lo de tener m�s horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un coraz�n enfermo bajo una cara sonriente Pero un d�a, andando por la casa sin hacer ruido, escuch� sollozos como de un ni�o y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando como los que est�n perdidos.

—Haces bien lament�ndote en esta casa, Kokua—dijo Keawe—. Y, sin embargo, dar�a media vida para que pudieras ser feliz.

—�Feliz!—exclam� ella—. Keawe, cuando viv�as solo en la Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hac�a lenguas de tu felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro resplandec�a como la aurora. Despu�s te casaste con la pobre Kokua y el buen Dios sabr� qu� es lo que le falta, pero desde aquel d�a no has vuelto a sonre�r. �Qu� es lo que me pasa? Cre�a ser bonita y sab�a que amaba a mi marido. �Qu� es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre �l?

—Pobre Kokua—dijo Keawe. Se sent� a su lado y trat� de cogerle la mano; pero ella la apart�—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. �Pobre ni�ita m�a! �Y yo que cre�a ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabr�s todo. As�, al menos, te compadecer�s del pobre Keawe; comprender�s lo mucho que te amaba cuando sepas que prefiri� el infierno a perderte; y lo mucho que a�n te ama, puesto que todav�a es capaz de sonre�r al contemplarte.

Y a continuaci�n, le cont� toda su historia desde el principio.

—�Has hecho eso por m�?—exclam� Kokua—. Entonces, �qu� me importa nada!—y, abraz�ndole, se ech� a llorar.

—�Querida m�a!—dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, �a m� s� que me importa!

—No digas eso—respondi� ella—; ning�n hombre puede condenarse por amar a Kokua si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvar� con estas manos o perecer� contigo. �Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no morir�a por salvarte?

—�Querida m�a! Aunque murieras cien veces, �cu�l ser�a la diferencia?—exclam� �l—. Servir�a �nicamente para que tuviera que esperar a solas el d�a de mi condenaci�n.

—T� no sabes nada—dijo ella—. Yo me eduqu� en un colegio de Honolulu; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvar� a mi amante. �No me has hablado de un centavo? �Ignoras que no todos los pa�ses tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. �Qu� l�stima! —exclam� en seguida—; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se condenar�a y �no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero tambi�n est� Francia; all� tienen una moneda a la que llaman c�ntimo y de �sos se necesitan aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. V�monos a las islas del Viento; salgamos para Tahit� en el primer barco que zarpe. All� tendremos cuatro c�ntimos, tres c�ntimos, dos c�ntimos y un c�ntimo: cuatro posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. �Vamos, Keawe m�o! B�same y no te preocupes m�s. Kokua te defender�.

—�Regalo de Dios! —exclam� Keawe—. �No creo que el Se�or me castigue por desear algo tan bueno!

Sea como t� dices; ll�vame donde quieras: pongo mi vida y mi salvaci�n en tus manos.

Muy de ma�ana al d�a siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Busc� el ba�l de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego coloc� sus mejores ropas y los adornos m�s bonitos que hab�a en la casa.

—Porque—dijo—si no parecemos gente rica, �qui�n va a creer en la botella?

Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un p�jaro; s�lo cuando miraba en direcci�n a Keawe los ojos se le llenaban de l�grimas y ten�a que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le hab�a quitado un gran peso de encima; ahora que alguien compart�a su secreto y hab�a vislumbrado una esperanza, parec�a un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligaci�n penosa. El terror sin embargo no andaba muy lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la esperanza mor�a dentro de �l y ve�a otra vez agitarse las llamas y el fuego abrasador del infierno.

Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo le pareci� una cosa extra�a, pero m�s extra�a les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu en el Hall y de all� a San Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en San Francisco se embarcaron en el bergant�n correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa m�s importante de las islas del sur. Llegaron all�, despu�s de un agradable viaje, cuando los vientos alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y c�mo el bergant�n se adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre �rboles verdes, y, por encima, las monta�as y las nubes de Tahit�, la isla prudente.

Consideraron que lo m�s conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada frente a la del c�nsul brit�nico; se trataba de hacer gran ostentaci�n de dinero y de que se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba f�cil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kokua era m�s atrevida que Keawe y siempre que se le ocurr�a, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien d�lares De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los delicados encajes de Kokua fueron tema de muchas conversaciones.

Se acostumbraron a la lengua de Tahit�, que es en realidad semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay que tener en cuenta que no era un tema f�cil de abordar; no era f�cil convencer a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrec�an por cuatro c�ntimos una fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario adem�s explicar los peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no cre�an nada en absoluto y se echaban a re�r, o se percataban sobre todo de los aspectos m�s sombr�os y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y de Kokua, consider�ndolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el mundo les evitaba; los ni�os se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa que a Kokua le resultaba insoportable; los cat�licos hac�an la se�al de la cruz al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parec�an estar de acuerdo en rechazar sus proposiciones.

Con el paso de los d�as se fueron sintiendo cada vez m�s deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa despu�s del d�a agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se romp�a el silencio era porque Kokua no pod�a reprimir m�s sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones ten�an miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sue�o y si uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la oscuridad o descubr�a que estaba solo, porque el otro hab�a hu�do de la casa y de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jard�n o para vagar por la playa a la luz de la luna.

As� fue como Kokua se despert� una noche y encontr� que Keawe se hab�a marchado. Toc� la cama y el otro lado del lecho estaba fr�o. Entonces se asust�, incorpor�ndose. Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Hab�a suficiente claridad en la habitaci�n para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hac�a gemir los grandes �rboles de la avenida mientras las hojas secas bat�an en la veranda. En medio de todo esto Kokua tom� conciencia de otro sonido; dif�cilmente hubiera podido decir si se trataba de un animal o de un hombre, pero s� que era tan triste como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokua se levant� sin hacer ruido, entreabri� la puerta y contempl� el jard�n iluminado por la luna. All�, bajo los bananos, yac�a Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.

La primera idea de Kokua fue ir corriendo a consolarlo; pero en seguida comprendi� que no deb�a hacerlo. Keawe se hab�a comportado ante su esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokua retrocedi�, volviendo otra vez al interior de la casa.

��Qu� negligente he sido, Dios m�o!�, pens�. ��Qu� d�bil! Es �l, y no yo, quien se enfrenta con la condenaci�n eterna; la maldici�n recay� sobre su alma y no sobre la m�a. Su preocupaci�n por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de s� las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ah� fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. �Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cu�l es mi deber, o quiz� vi�ndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto; ahora digo adi�s a la blanca escalinata del para�so y a los rostros de mis amigos que est�n all� esperando. �Amor por amor y que el m�o sea capaz de igualar al de Keawe! �Alma por alma y que la m�a perezca! �

Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogi� el cambio, los preciosos c�ntimos que siempre ten�an al alcance de la mano, porque es una moneda muy poco usada, y hab�an ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno. Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la luna. La ciudad dorm�a y la muchacha no sab�a hacia d�nde dirigirse hasta que oy� una tos que sal�a de debajo de un �rbol.

—Buen hombre —dijo Kokua—, �qu� hace usted aqu� solo en una noche tan fr�a?

El anciano apenas pod�a expresarse a causa de la tos, pero Kokua logr� enterarse de que era viejo y pobre y un extranjero en la isla.

—�Me har�a usted un favor?—dijo Kokua—. De extranjero a extranjera y de anciano a muchacha, �no querr� usted ayudar a una hija de Hawaii?

—Ah—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que tambi�n quieres perder mi alma. Pero he o�do hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada conseguir� contra m�.

—Si�ntese aqu�—le dijo Kokua—, y d�jeme que le cuente una historia.

Y le cont� la historia de Keawe desde el principio hasta el fin.

—Y yo soy su esposa—dijo Kokua al terminar—; la esposa que Keawe compr� a cambio de su alma. �Qu� debo hacer? Si fuera yo misma a comprar la botella, no aceptar�a. Pero si va usted, se la dar� gustos�simo; me quedar� aqu� esper�ndole: usted la comprar� por cuatro c�ntimos y yo se la volver� a comprar por tres. �Y que el Se�or d� fortaleza a una pobre muchacha!

—Si trataras de enga�arme —dijo el anciano—, creo que Dios te matar�a.

—�S� que lo har�a!—exclam� Kokua—. No le quepa duda. No podr�a ser tan malvada. Dios no lo consentir�a.

—Dame los cuatro c�ntimos y esp�rame aqu�—dijo el anciano.

Ahora bien, cuando Kokua se qued� sola en la calle todo su valor desapareci�. El viento rug�a entre los �rboles y a ella le parec�a que las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parec�an las manos engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habr�a echado a correr y de no faltarle el aliento habr�a gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se qued� temblando en la avenida como una ni�ita muy asustada.

Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.

—He hecho lo que me pediste—dijo al llegar junto a ella—. Tu marido se ha quedado llorando como un ni�o; dormir� en paz el resto de la noche.

Y extendi� la mano ofreci�ndole la botella a Kokua.

—Antes de d�rmela —jade� Kokua— aprov�chese tambi�n de lo bueno: pida verse libre de su tos.

—Soy muy viejo—replic� el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del demonio. Pero �qu� sucede? �Por qu� no coges la botella? �Acaso dudas?

—�No, no dudo!—exclam� Kokua—. Pero me faltan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en presencia de ese objeto maldito. �Un momento tan s�lo!

El anciano mir� a Kokua afectuosamente.

—�Pobre ni�a! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedar� yo con ella. Soy viejo y nunca m�s conocer� la felicidad en este mundo, y, en cuanto al otro...

—�D�mela! —jade� Kokua—. Aqu� tiene su dinero. �Cree que soy tan vil como para eso? Deme la botella.

—Que Dios te bendiga, hija m�a—dijo el anciano.

Kokua ocult� la botella bajo su holoku, se despidi� del anciano y ech� a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qu� direcci�n. Porque ahora todos los caminos le daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corr�a; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que hab�a o�do sobre el infierno le volv�a ahora a la imaginaci�n, contemplaba el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sent�a deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.

Poco antes del amanecer consigui� serenarse y volver a casa. Keawe dorm�a igual que un ni�o, tal como el anciano le hab�a asegurado. Kokua se detuvo a contemplar su rostro.

—Ahora, esposo m�o—dijo—, te toca a ti dormir. Cuando despiertes podr�s cantar y re�r. Pero la pobre Kokua, que nunca quiso hacer mal a nadie, no volver� a dormir tranquila, ni a cantar ni a divertirse.

Despu�s Kokua se tumb� en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que cay� al instante en un sopor profund�simo.

Su esposo se despert� ya avanzada la ma�ana y le dio la buena noticia. Era como si la alegr�a lo hubiera trastornado, porque no se dio cuenta de la aflicci�n de Kokua, a pesar de lo mal que ella la disimulaba. Aunque las palabras se le atragantaran, no ten�a importancia; Keawe se encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no prob� bocado, pero �qui�n iba a darse cuenta?, porque Keawe no dej� nada en su plato. Kokua lo ve�a y le o�a como si se tratara de un mal sue�o; hab�a veces en que se olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.

Mientras tanto Keawe com�a y charlaba, hac�a planes para su regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le dec�a que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe empez� a re�rse del viejo que hab�a sido lo suficientemente est�pido como para comprar la botella.

—Parec�a un anciano respetable—dijo Keawe—. Pero no se puede juzgar por las apariencias, porque �para qu� necesitar�a la botella ese viejo r�probo?

—Esposo m�o—dijo Kokua humildemente—, su intenci�n puede haber sido buena.

Keawe se ech� a re�r muy enfadado.

—�Tonter�as! —exclam� acto seguido—. Un viejo p�caro, te lo digo yo; y est�pido por a�adidura. Ya era bien dif�cil vender la botella por cuatro c�ntimos, pero por tres ser� completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina... —dijo Keawe, estremeci�ndose—. Es cierto que yo la compr� por un centavo cuando no sab�a que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa as�; nunca aparecer� otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se la llevar� consigo a la tumba.

—�No es una cosa terrible, esposo m�o dijo Kokua—, que la salvaci�n propia signifique la condenaci�n eterna de otra persona? Creo que yo no podr�a tomarlo a broma. Creo que me sentir�a abatido y lleno de melancol�a. Rezar�a por el nuevo due�o de la botella.

Keawe se enfad� a�n m�s al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de Kokua.

—�Tonter�as! —exclam�—. Puedes sentirte llena de melancol�a si as� lo deseas. Pero no me parece que sea �sa la actitud l�gica de una buena esposa. Si pensaras un poco en m�, tendr�a que darte verg�enza.

Luego sali� y Kokua se qued� sola.

�Qu� posibilidades ten�a ella de vender la botella por dos c�ntimos? Kokua se daba cuenta de que no ten�a ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ah� estaba su marido empe�ado en devolverla a toda prisa a un pa�s donde no hab�a ninguna moneda inferior al centavo. Y ah� estaba su marido abandon�ndola y recrimin�ndola a la ma�ana siguiente despu�s de su sacrificio.

Ni siquiera trat� de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limit� a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volv�a a esconderla llena de aborrecimiento.

A la larga Keawe termin� por volver y la invit� a dar un paseo en coche.

—Estoy enferma, esposo m�o—dijo ella—. No tengo ganas de nada. Perd�name, pero no me divertir�a.

Esto hizo que Keawe se enfadara todav�a m�s con ella, porque cre�a que le entristec�a el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua ten�a raz�n y se avergonzaba de ser tan feliz.

—�Eso es lo que piensas de verdad—exclam�—, y �se es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenaci�n eterna a la que se arriesg� por tu amor y �t� no tienes ganas de nada! Kokua, tu coraz�n es un coraz�n desleal.

Keawe volvi� a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el d�a por la ciudad. Se encontr� con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y all� siguieron bebiendo.

Uno de los que beb�an con Keawe era un brutal haole ya viejo que hab�a sido contramaestre de un ballenero y tambi�n pr�fugo, buscador de oro y presidiario en varias c�rceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los dem�s; y se empe�aba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba m�s dinero.

—�Eh, t�! —dijo el contramaestre—, siempre est�s diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tonter�a parecida.

—Si—dijo Keawe—, soy rico; volver� a la ciudad y le pedir� algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.

—Ese no es un buen sistema, compa�ero—dijo el contramaestre—. Nunca conf�es tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.

Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le hab�a enturbiado el cerebro.

�No me extra�ar�a que fuera falsa�, pens�. ��Por qu� tendr�a que entristecerle tanto mi liberaci�n? Pero voy a demostrarle que a m� no se me enga�a tan f�cilmente. La pillar� in fraganti.

De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidi� al contramaestre que le esperara en la esquina junto a la c�rcel vieja, y �l sigui� solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro hab�a una luz, pero no se o�a ning�n ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abri� con mucho cuidado la puerta de atr�s y mir� dentro.

Kokua estaba sentada en el suelo con la l�mpara a su lado; delante hab�a una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokua se retorc�a las manos.

Keawe se qued� mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido v�lida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto not� que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un r�o con los primeros rayos del sol. Despu�s se le ocurri� otra idea. Era una idea muy extra�a e hizo que le ardieran las mejillas

�Tengo que asegurarme de esto�, pens�.

De manera que cerr� la puerta, dio la vuelta a la casa y entr� de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abri� la puerta principal ya no se ve�a la botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en una silla y se sobresalt� como alguien que se despierta.

—He estado bebiendo y divirti�ndome todo el d�a —dijo Keawe—. He encontrado unos camaradas muy simp�ticos y vengo s�lo a por m�s dinero para seguir bebiendo y corri�ndonos la gran juerga.

Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

—Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo m�o —dijo ella con voz temblorosa.

—Ya s� que hago bien en todo—dijo Keawe, yendo directamente hacia el ba�l y cogiendo el dinero. Pero tambi�n mir� detr�s, en el rinc�n donde guardaba la botella, pero la botella no estaba all�.

Entonces el ba�l empez� a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendi� que estaba perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. �Es lo que me tem�a�, pens�; �es ella la que ha comprado la botella.�

Luego se recobr� un poco, alz�ndose de nuevo; pero el sudor le corr�a por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan fr�o como si fuera agua de pozo.

—Kokua—dijo Keawe—, esta ma�ana me he enfadado contigo sin raz�n alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compa�eros—a�adi�, riendo sin mucho entusiasmo—. Pero s� que lo pasar� mejor si me perdonas antes de marcharme.

Un momento despu�s Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras r�os de l�grimas corr�an por sus mejillas.

—�S�lo quer�a que me dijeras una palabra amable! exclam� ella.

—Ojal� que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro—dijo Keawe; acto seguido volvi� a marcharse.

Keawe no hab�a cogido m�s dinero que parte de la provisi�n de monedas de un c�ntimo que consiguieran nada m�s llegar. Sab�a muy bien que no ten�a ning�n deseo de seguir bebiendo. Puesto que su mujer hab�a dado su alma por �l, Keawe ten�a ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra cosa.

En la esquina, junto a la c�rcel vieja, le esperaba el contramaestre.

—Mi mujer tiene la botella—dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se habr�n acabado el dinero y la bebida por esta noche.

—�No querr�s decirme que esa historia de la botella va en serio?—exclam� el contramaestre.

—Pong�monos bajo el farol—dijo Keawe—. �Tengo aspecto de estar bromeando?

—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque est�s tan serio como si vinieras de un entierro.

—Esc�chame, entonces—dijo Keawe—; aqu� tienes dos c�ntimos; entra en la casa y ofr�ceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregar� inmediatamente. Tr�emela aqu� y yo te la volver� a comprar por un c�ntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te env�a.

—Compa�ero, �no te estar�s burlando de m�?—quiso saber el contramaestre.

—Nada malo te suceder�a aunque fuera as�—respondi� Keawe.

—Tienes raz�n, compa�ero—dijo el contramaestre.

—Y si dudas de m�—a�adi� Keawe—puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la casa, no tienes m�s que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobar�s en seguida el poder de la botella.

—Muy bien, kanaka—dijo el contramaestre—. Har� la prueba; pero si te est�s divirtiendo a costa m�a, te aseguro que yo me divertir� despu�s a la tuya con una barra de hierro.

De manera que el ballenero se alej� por la avenida; y Keawe se qued� esper�ndolo. Era muy cerca del sitio donde Kokua hab�a esperado la noche anterior; pero Keawe estaba m�s decidido y no tuvo un solo momento de vacilaci�n; s�lo su alma estaba llena del amargor de la desesperaci�n.

Le pareci� que llevaba ya mucho rato esperando cuando oy� que alguien se acercaba, cantando por la avenida todav�a a oscuras. Reconoci� en seguida la voz del contramaestre; pero era extra�o que repentinamente diera la impresi�n de estar mucho m�s borracho que antes.

El contramaestre en persona apareci� poco despu�s, tambale�ndose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y a�n tuvo tiempo de llev�rsela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el c�rculo iluminado.

—Ya veo que la has conseguido—dijo Keawe.

—�Quietas las manos! —grit� el contramaestre, dando un salto hacia atr�s—. Si te acercas un paso m�s te parto la boca. Cre�as que ibas a poder utilizarme, �no es cierto?

—�Qu� significa esto?—exclam� Keawe.

—�Qu� significa? —repiti� el contramaestre—. Que esta botella es una cosa extraordinaria, ya lo creo que s�; eso es lo que significa. C�mo la he conseguido por dos c�ntimos es algo que no sabr�a explicar; pero s� estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.

—�Quieres decir que no la vendes?—jade� Keawe.

—�Claro que no!—exclam� el contramaestre—. Pero te dejar� echar un trago de ron, si quieres.

—Has de saber—dijo Keawe—que el hombre que tiene esa botella terminar� en el infierno.

—Calculo que voy a ir a parar all� de todas formas —replic� el marinero—; y esta botella es la mejor compa��a que he encontrado para ese viaje. �No, se�or! —exclam� de nuevo—; esta botella es m�a ahora y ya puedes ir busc�ndote otra.

—�Es posible que sea verdad todo esto?—exclam� Keawe—. �Por tu propio bien, te lo ruego, v�ndemela!

—No me importa nada lo que digas—replic� el contramaestre—. Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomar� yo. �A tu salud y que pases buena noche!

Y acto seguido continu� andando, camino de la ciudad; y con �l tambi�n la botella desaparece de esta historia.

Pero Keawe corri� a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande fue su alegr�a aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus d�as en la Casa Resplandeciente.