Los Esp�ritus de la Naturaleza

 

por Frank Thomas Smith

Ilustraciones: Claudia L�pez

 

 

Nicol�s y Carolina estaban perdidos en el bosque y no sab�an hacia d�nde ir. No importaba qu� direcci�n tomaran, siempre parec�an perderse cada vez m�s. Por fin, se sentaron sobre las ra�ces de un �rbol y Carolina se ech� a llorar. Su hermano le dijo que no llorara, que ya iban a encontrar el camino, pero la verdad era que �l tambi�n ten�a ganas de llorar.

 

As� estaban cuando, de repente, les lleg� un d�bil sonido, como de alguien que se quejaba:

 

-�Ay, ay, ay�denme! �Ay, ay!

 

Los ni�os contuvieron la respiraci�n y esperaron. Otra vez se oy�: �Ay, ay!

 

-Tal vez s�lo sea el viento -dijo Nicol�s.

 

-No, es alguien pidiendo ayuda -replic� Carolina-. �Qu� vamos a hacer?

 

Nicol�s pens� unos instantes. El era el mayor, as� que deb�a tomar las decisiones.

 

-Vamos hacia el lugar desde donde viene el sonido. Si se trata s�lo del viento, no encontraremos nada. Y si alguien necesita ayuda, se la daremos, si podemos.

 

Los hermanitos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el sonido, que se repet�a a breves intervalos. Por fin, se toparon con un �rbol ca�do. Una pierna sal�a por debajo de �l. Los pedidos de ayuda proven�an de donde estaban las ramas. Los ni�os se miraron entre s�, y de nuevo miraron a la pierna que sal�a del �rbol.

 

-Debe haber un ni�o ah� abajo -dijo Nicol�s.

 

-No se queden ah� parados, �s�quenme de aqu�! -grit� una voz de hombre.

 

Los ni�os trataron de levantar el �rbol, pero era pesado y no pudieron sostenerlo.

 

-Espera, tengo una idea -dijo Nicol�s.

 

Muy cerca hab�a una enorme piedra redonda, y Nicol�s la hizo rodar hasta el �rbol.

 

-Cuando yo levante el �rbol haz rodar la piedra debajo -le pidi� a Carolina. Sujet� el tronco del �rbol con ambas manos y lo levant� con todas sus fuerzas-. �Ahora! -grit�.

 

Carolina, que estaba arrodillada, empuj� la piedra debajo del �rbol y Nicol�s la solt�.

 

-�S�quenme de aqu�! -se oy� la voz, nuevamente.

 

Nicol�s agarr� la pierna y tir� de ella. Apareci� otra pierna. Carolina la agarr� a su vez y, tirando los dos juntos, sacaron de debajo del �rbol a un extra�o hombrecillo.

 

Cuando se puso de pie y empez� a sacudirse la ropa, vieron que no era m�s alto que Nicol�s. Llevaba puesto un sombrero verde terminado en punta y casaca y pantalones tambi�n verdes. Estaba descalzo y ten�a una barba blanca que se prolongaba hasta la cintura.

 

-Deber�an ense�arles mejores modales a estos �rboles y no a caerse sobre uno cuando est� durmiendo -gru�� el hombrecillo.

 

-No fue culpa del �rbol -dijo Carolina.

 

El hombrecillo la mir� sorprendido.

 

-Pues tampoco m�a -le respondi�.

 

-�No nos va a agradecer? -pregunt� Carolina.

 

-No seas atrevida, Carolina -intervino Nicol�s.

 

El hombrecillo mir� a una y a otro y se pas� la mano por la barba.

 

-No, Carolina tiene raz�n -dijo al fin y, sac�ndose el sombrero, se inclin� casi hasta el suelo-. Les agradezco de todo coraz�n -agreg� luego.

 

Carolina dej� escapar una risita. El hombrecillo se enderez�, volvi� a ponerse el sombrero y ri� con ganas.

 

-Ahora, queridos m�os, cu�ntenme qu� est�n haciendo aqu� solos en la espesura del bosque.

 

-Estamos perdidos -respondi� Nicol�s.

 

-Conque perdidos, �eh? �Y c�mo fue que sucedi� tal cosa?

 

-Ibamos hacia la casa de t�a N�lida. Ten�amos que tomar el tren que rodea el bosque, pero en lugar de hacerlo, decidimos atravesar el bosque caminando y nos perdimos.

 

-�Lo hicieron para ahorrarse el pasaje?

 

-S�.

 

-�Son pobres?

 

-Oh, no -dijo Carolina-, vivimos en una linda casa.

 

-Tambi�n quisimos ver si �ramos capaces de hacerlo -agreg� Nicol�s.

 

-Mm, muy imprudente, hijo m�o, muy imprudente.

 

-�Puede decirnos c�mo llegar a casa de t�a N�lida? -pregunt� Carolina. -

 

El hombrecillo se acarici� la barba.

 

-Creo que puedo ayudarles en eso -dijo-, pero, primero, deben prometerme que no volver�n a internarse solos en el bosque, al menos hasta que sean mayores.

 

-�O, no, no lo haremos! -exclam� Carolina-. Mam� y pap� y la t�a N�lida van a estar muy preocupados.

 

El hombrecillo mir� a Nicol�s y dijo: -S� se�or.

 

-As� me gusta -respondi� el hombrecillo-. Ahora bien, yo no s� d�nde vive la t�a N�lida, pero tengo algunos amigos que podr�n indicarles.

Ay�denme ajuntar algo de le�a. Necesitaremos un fuego, de todos modos, si es que vamos a asar las casta�as que tengo en mi saco.

 

Juntaron ramas y hojas secas y, despu�s, el hombrecillo sac� de su casaca un f�sforo del tama�o de un l�piz y lo frot� contra la roca que a�n sosten�a el �rbol. Enseguida, se prendi� una fogata que ard�a vivamente.

 

-Ahora observen -dijo el hombrecillo. Se agach� y, tomando una ramita que hab�a ca�do de la fogata, dibuj� una figura en el suelo:

 

-�Est�s ah�, Manolo? -pregunt�-. �Ah, s�! Ah� est�s.

 

-�D�nde? -pregunt� Carolina, mirando a su alrededor.

 

-Mira dentro de la fogata.

 

Los ni�os miraron dentro del fuego y vieron una peque�a figura de llamas que les sonre�a.

 

-Ese es Manolo Salamandra -explic� el hombrecillo-. Dinos, Manolo, �d�nde vive la t�a N�lida?

 

Manolo extendi� el brazo -que era una lengua de fuego- hacia la derecha e inclin� la cabeza tres veces. Despu�s, desapareci�, o, al menos, no pudieron verlo m�s. Solamente llamas danzantes se ve�an en la fogata.

 

El hombrecillo mir� hacia donde hab�a se�alado Manolo Salamandra.

 

-El sudoeste -dijo-, donde estar� pronto el Sol. Despu�s de que comamos las casta�as, tomen esa direcci�n. S�lo sigan al Sol y pronto llegar�n a la casa de la t�a N�lida.

 

Volc� una pila de casta�as de su saco sobre el suelo, ensart� una con la ramita que ten�a en la mano y la sostuvo cerca del fuego.

 

-Consigan unas ramitas y ensarten algunas casta�as. �Son deliciosas!

 

Los ni�os siguieron sus indicaciones y pronto estuvieron comiendo las casta�as, que eran de veras deliciosas.

 

-�A qu� distancia queda la casa de t�a N�lida? -pregunt� Nicol�s.

 

-El final del bosque no puede estar muy lejos -respondi� el hombrecillo-. Y una vez que hayan salido de �l, podr�n encontrar su casa, �no?

 

-Claro -contest� Nicol�s.

 

El hombrecillo mir� a ambos ni�os, primero a uno y despu�s al otro, luego sonri� y la piel en el rabillo de los ojos se le frunci�.

 

-Me parece que ambos est�n muy cansados. Deben dormir un rato antes de seguir, pero primero, les voy a mostrar los signos que pueden usar para llamar a mis otros amigos, si los necesitan.

 

Se sent� en cuclillas y traz� tres signos, junto al de Manolo Salamandra. Esto es lo que dibuj�:

 

-Pueden usar el primer signo para llamar a Pancho Gnomo, el segundo es para llamar a Tina Ondina, y el tercero, para convocar a Silvia Silfo -agreg�, se�alando cada signo a medida que los nombraba.

 

-�C�mo sabremos a qui�n llamar? -pregunt� Carolina.

 

-�O, eso es f�cil! Si tienen un problema de tierra, llamen a Pancho Gnomo; si el problema es de agua, a Tina Ondina; y si el problema tiene algo que ver con el aire, convoquen a Silvia Silfo. Pero ll�menlos s�lo si los necesitan realmente. Y deben dibujar el signo correcto primero. �Los recordar�n?

 

Carolina, que estaba sentada contra el �rbol, cerr� los ojos y la cabeza se le cay� sobre el pecho. Se hab�a quedado dormida. Pero Nicol�s mir� fijamente los signos y dijo que los recordar�a.

 

-Ahora descansen -dijo el hombrecillo-. Tienen un largo camino por delante y el bosque puede encerrar obst�culos y peligros.

 

Nicol�s sinti� de pronto mucho sue�o. Se recost� y se qued� dormido sobre el mullido suelo del bosque.

 

Carolina fue la primera en despertar.

 

-Nicol�s -exclam�-, �d�nde est� el hombrecito?

 

Nicol�s se incorpor�, se restreg� los ojos y mir� a su alrededor. La fogata estaba cubierta de tierra y se hab�a apagado. Los signos que el hombrecillo hab�a trazado en el suelo ya no estaban all�.

 

-Los debe haber borrado -dijo Nicol�s.

 

-�Qu�?

 

-Los signos. Pero no importa, vamos.

 

Se pusieron en marcha, siguiendo al Sol hacia el sudoeste. Despu�s de lo que les pareci� un tiempo muy largo, pero que en realidad no lo era, oyeron truenos y vieron un rel�mpago en el cielo.

 

-Est� por llover -exclam� Nicol�s-. Mira, ah� hay un lugar donde podemos refugiarnos.

 

Hacia la derecha hab�a una colina con una cueva en la base. Corrieron hacia ella y se apresuraron a meterse, gateando. Se acurrucaron uno junto al otro y miraron c�mo afuera llov�a a c�ntaros.

 

De repente, un rayo cay� sobre la colina encima de la cueva y una enorme roca se precipit� frente a la entrada, bloqueando la salida. Nicol�s empuj� la roca, pero no logr� moverla.

 

-�Qu� haremos ahora? -pregunt� Carolina.

 

Nicol�s pens� unos instantes. Luego sac� del bolsillo la ramita que el hombrecillo hab�a usado para trazar los signos en el suelo y dibuj� uno de ellos en el piso de la cueva:

 

-Pancho Gnomo, �ven y ay�danos, por favor!

 

Los ni�os esperaron expectantes. En el primer momento no ocurri� nada, mas luego oyeron un ruido detr�s de ellos. Se dieron vuelta y vieron a un ni�o todo vestido de marr�n, que le llegaba a Nicol�s m�s o menos hasta las rodillas. Sin decir palabra, el peque�o pas� entre Nicol�s y Carolina, se acerc� a la roca, le dio un puntapi� y �sta cay� hacia adelante como si hubiera sido un guijarro. Luego se dirigi� de nuevo hacia el interior de la cueva, sonriendo con timidez al pasar junto a los ni�os.

 

-Gracias, Pancho Gnomo -le dijo Carolina.

 

Gateando, los ni�os salieron desde la cueva hacia la luz del Sol. El bosque estaba h�medo por la lluvia y todo parec�a brillar. Continuaron su camino, a�n en direcci�n al Sol, que ahora estaba m�s abajo en el cielo. Al poco tiempo, llegaron a un r�o correntoso. No era muy ancho, pero parec�a profundo. A poca distancia, aguas abajo, un �rbol volteado por un rayo hab�a ca�do y formaba un puente sobre el r�o.

 

-Podemos cruzar por ese �rbol -dijo Nicol�s.

 

Se treparon a la base del �rbol adonde estaban las ra�ces y comenzaron a cruzar. Nicol�s iba delante. Cuando llegaron a la mitad del r�o, una rama se rompi� en el otro extremo, a causa del sobrepeso y el tronco sobre el que estaban parados gir�, s�lo un poquito, pero lo suficiente como para hacer que Nicol�s perdiera el equilibrio y cayera al r�o. Carolina, a su vez, cay� sobre el tronco y se aferr� a �l para no ir a dar al agua. Horrorizada, vio c�mo su hermano era arrastrado por la corriente. Entonces, record� el nombre del ser de agua y, esperando poder acordarse tambi�n del signo correcto, se sac� una horquilla del pelo y lo traz� lo mejor que pudo sobre la corteza del �rbol:

 

-�Tina Ondina, ven, por favor! -exclam�-. �Ayuda a Nicol�s!

 

Ni bien hubo pronunciado la palabra "Ondina", una ni�a de cabellos verdes y vestido azul surgi� del agua frente a Nicol�s y levant� un brazo.

Inmediatamente, la corriente del r�o cambi� de direcci�n, arrastrando a Nicol�s de vuelta hacia el �rbol adonde estaba Carolina. Ella le dio la mano y Nicol�s trep� de nuevo al tronco. Descansaron all� unos momentos y luego terminaron de cruzar hasta la otra orilla. Sin detenerse, continuaron su camino.

 

Mientras caminaban, Carolina pregunt�: -�Te parece que nos va a pasar algo m�s?

 

-No s� -contest� Nicol�s-, pero aunque as� sea, contamos con nuestros amigos para ayudarnos.

 

-Tenemos suerte de haber encontrado a ese hombrecillo -respondi� Carolina.

 

y, por supuesto, algo les ocurri�.

 

Al cabo de un tiempo, llegaron a un profundo precipicio que se extend�a hacia ambos lados, hasta donde alcanzaba la vista y que tendr�a unos diez metros de ancho.

 

-�Qu� vamos a hacer ahora, Nicol�s? -pregunt� Carolina a su hermano.

 

El Sol estaba ahora tan bajo en el cielo, que ya no pod�an verlo; s�lo su resplandor se divisaba sobre los �rboles. Si no les era posible atravesar el abismo pronto, tendr�an que pasar la noche en el bosque. Nicol�s llevaba todav�a la ropa mojada y estaba empezando a hacer fr�o.

 

El ni�o busc� la ramita en su bolsillo, pero la hab�a perdido. Junt�, entonces, otra del suelo y traz� en la tierra el signo de aire:

 

-Silvia Silfo, �est�s ah�? -llam�. La figura de una ni�ita, m�s peque�a a�n que Pancho Gnomo, apareci� frente a los ni�os.

 

Resultaba dif�cil verla porque era transparente y se deslizaba de un lado a otro sin tocar el suelo.

 

-Tenemos que cruzar el precipicio, Silvia Silfo. �Nos puedes ayudar?

-pregunt� Nicol�s.

 

Silvia Silfo sonri� y se acerc� un poco. Entonces, los ni�os sintieron una corriente de aire c�lido que flu�a debajo de ellos y los elevaba alto, por encima del abismo, hasta depositarlos suavemente del otro lado.

 

-�O, gracias, Silvia! -exclam� Carolina, pero Silvia Silfo hab�a desaparecido.

 

-Vamos, Carolina -la apur� Nicol�s-, antes de que oscurezca.

 

No tardaron mucho rato en llegar al borde del bosque y desde ese lugar divisaron la granja de la t�a N�lida, que ten�a ya las luces encendidas. Los ni�os corrieron hacia all�, pero antes de llegar se detuvieron y miraron para atr�s, hacia el bosque. El hombrecillo estaba parado ah�, a la entrada del bosque, con Manolo Salamandra y Pancho Gnomo a su izquierda, y Tina Ondina y Silvia Silfo a su derecha.

 

Llevaba una t�nica blanca con una estrella de oro en el pecho, que brillaba en el crep�sculo, a trav�s de su barba.

 

Carolina y Nicol�s los saludaron con la mano y los cinco les devolvieron el saludo. Luego, desaparecieron.

 

-El Hombre-Estrella, as� lo llamar� -dijo Carolina.

 

-S�, debe ser �l -coincidi� Nicol�s.

 

Cuando los ni�os entraron en la cocina, la t�a N�lida estaba preparando la cena.

 

-�Hola! -los salud�-. Ya estaba por llamar a tu madre. Pens� que iban a tomar el tren m�s temprano.

 

-Vinimos por el bosque -contest� Nicol�s-. Por eso llegamos tarde.

 

La t�a N�lida se ri�.

 

-�Ah, s�? -dijo. Obviamente no cre�a que dos ni�os peque�os pudieran atravesar solos el bosque, a pie.

 

-Pero no lo volveremos a hacer. No, hasta que seamos m�s grandes -dijo Carolina-. Se lo prometimos al Hombre-Estrella.

 

La t�a N�lida los mir� m�s detenidamente y vio que Nicol�s ten�a la ropa mojada. Entonces los ni�os le contaron todo lo que les hab�a ocurrido. Con el transcurrir del tiempo repitieron la historia muchas veces m�s. Hubo personas grandes que no les creyeron, pero los ni�os s� lo hicieron. Y la t�a N�lida, la mam� y el pap�, tambi�n.


� Frank Thomas Smith - Se puede copiar este cuento dando la fuente

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