Palabras de siempre

por R. Ariel Gómez

Cuando volvió de cirugía, mi padre tenía la cara plácida, iluminada. Sonreía tranquilo, como cuando todo estaba en orden. Entre sueños, murmuraba un diálogo que no entendí. Creo que todavía no se daba cuenta de mi presencia; así que me quedé quieto, sentado al lado de su cama tratando de comprender qué nos había pasado.

Hacía más de treinta años que mi padre tenia cálculos en la vesícula y nunca había querido operarse, hasta que un buen día, como desde la nada, decidió que sí, que se la sacaran, que esas batallas legendarias con sus médicos se acabarían de una vez por todas.

Lo paradójico, es que todo empezó con una visita al cardiólogo porque la arritmia de siempre se le estaba descontrolando.

Mire,” le dijo el cardiólogo, “yo la arritmia se la arreglo, pero lo que sí tiene que hacer es operarse de esa vesícula. La tiene llena de piedras y en cualquier momento se le revienta o se le infecta y ahí si que vamos a tener un flor de baile. Piense que ahora es fácil, un tubito... y al otro día está en su casa. Ni siquiera hay que dormirlo, lo cual es importante a su edad. Piénselo, a usted le gusta comer bien. Ya nos conocemos y sabemos que aunque quiera, no dejará de hacerlo. ¿O quiere estar siempre con miedo de tomarse un buen vino, o de compartir un asadito con los amigos? Piénselo.”

Por años mis amigos médicos trataron de convencerlo, arguyendo toda clase de razones, para que se operara. Pero su respuesta era siempre la misma: “Estas piedras son mías y conmigo se irán a la tumba,” y refiriéndose a mí, en un tono juguetón, decía, “con perdón del ‘Doc’ aquí presente, a los médicos hay que rajarles...” Y así desarmaba con su sonrisa la estudiada lógica de mis amigos y colegas quienes no sabiendo a qué recursos apelar se integraban a la fiesta que él ya les había preparado de antemano y eventualmente olvidaban el asunto. Ahora me pregunto si mi padre, de tanto repetir la famosa frase no habrá hecho la asociación al revés: “Estas piedras me llevarán a la tumba”. O quizás fue ese cardiólogo astuto el que le supo hacer el trueque y le plantó la otra idea: “Que no sean las piedras las que se lo lleven a usted”.

Como muchos otros profesionales, yo había tenido que emigrar del país no ya por la persecución política y la tortura a la que muchos de mis amigos, profesores y colegas fueron sometidos, sino por otra clase de devastación: la ruina intelectual en que había quedado sumido el país después de la locura de aquellos que inventándose una “guerra sucia”, en el nombre de la patria destrozaron el futuro de tantos jóvenes argentinos. Recuerdo que unos días antes de irme mi padre volvió a decirme aquello que venía diciéndome desde mi niñez: “Nadie quiere tanto a los hijos como los padres... Si las cosas están mal, siempre podés volver... Uno siempre puede volver...”

Pocas veces, un pensamiento fue tan claro y perdurable como ese para mí. Esas simples palabras de tan largo alcance me permitieron a lo largo de los años extenderme, animarme a dar uno y otro paso hacia lo desconocido. Esas palabras vivieron y viven conmigo y contribuyeron a que me sienta armado ante la adversidad. Hubiera creído que la seguridad conferida por palabras tan sencillas podría destruirse y desaparecer con la desaparición de su creador. Sin embargo, esas palabras dichas en forma casual, sin ruido, sin alarde, echaron raíces, persistieron. Y entre todas las ideas que me transmitió mi padre, a esa recurrí más de una vez en la soledad, frente al miedo a lo desconocido, o el temor a fallar, el miedo más temido. Con el tiempo, intuí que para poder crear, en el fondo, uno tiene que tener esa clase de confianza en sí mismo, saber que uno puede—y debe permitirse—equivocarse y así, al admitir y tolerar la posibilidad del fracaso, animarse a desafiarlo, desprenderse, darse alas. Sé que la creatividad también emana de lugares más oscuros, pero animarse a dar aquélla nueva pincelada, contar una historia distinta, abrir un camino nuevo en la música o en la ciencia, requiere tal vez esa íntima seguridad de que vale la pena y es posible entonces: intentar, arriesgar. Por supuesto jugar a ganar, pero si sale mal, siempre se puede volver a las bases, al territorio conocido, ese hogar interior, espejo—a veces espejismo—del original que uno construye y lleva a cuestas toda la vida. No sé si se aplica a todo el mundo, pero en mi caso, esas palabras de siempre me dieron el apoyo, el sustento que me permitió en principio imaginar, soñar, volar. Y, más tarde, cuando fue necesario, emigrar.

Jugar y crear… hermanas inseparables, ¿o simplemente, la misma cosa? Se me ocurre que no se puede crear sin saber jugar. Y no se puede jugar sin hogar, el lugar de los primeros juegos donde es posible imaginarse fantasmas y sustos bajo la mirada de aquellos que sabemos nos quieren, incondicionalmente.

Siempre se puede volver,” dijo mi padre. Y así estableció un territorio de protección, imaginario pero más poderoso que la realidad misma ¿Cómo intuyó? ¿Cómo supo qué era lo importante, lo fundamental que se le debe decir a un hijo? ¿Cómo supo decir aquellas pocas, pero poderosas palabras que crearon todo un espacio de abrigo, y cómo sabré yo encontrar la clave con mis propios hijos en un mundo cada vez más complicado?

Desde entonces, yo había estado yendo y viniendo a la Argentina, visitando a la familia y amigos en cuanta ocasión se presentara. Al principio, los viajes eran infrecuentes cada dos o tres años, después una o dos veces al año, alternando con alguna visita de mis padres a Estados Unidos que habitualmente culminaban en las playas de Carolina del Norte. Allí habíamos disfrutado juntos, como adultos, muchos momentos inolvidables.

En uno de esos viajes, mi padre me advirtió: “En una de esas me opero de la vesícula, así cuando vuelva a visitarte nos podemos tomar uno de esos vinos californianos con toda tranquilidad.” Recuerdo que me extrañó esa decisión repentina. Era como cambiar toda una vida, él y sus piedras inseparables. Pero mi padre no tomaba ese tipo de decisiones impensadamente; obviamente había estado mascullando la idea desde hacia un tiempo. No volví a pensar en el asunto hasta unas semanas más tarde cuando su operación ya había ocurrido.

Recuerdo el mensaje en la computadora que me hizo viajar a Argentina inmediatamente: “Papá.” Demoré a propósito, en guardia, intuyendo lo que vendría. El cursor titilaba insistente sobre la palabra que habré pronunciado mil veces: Papá... ¿Papá? Papá... ¿Papá? Supe que era una mala noticia, y preparado para lo peor, abrí el mensaje que en efecto decía: “Llama enseguida, pero primero a nosotros.” Lo hice inmediatamente y entonces mi hermana y mi cuñado me explicaron nerviosamente y con lujo de detalles, que papá se había hecho sacar la vesícula y que él estaba bien pero que la vesícula tenía cáncer.

La vesícula tenía cáncer.

Una oración que tenía un significado más allá de su simple construcción gramatical. Que tenía significado por lo que decía y por lo que, quizás deliberadamente, olvidaba. Una oración a la que antes no le hubiera prestado la menor atención y que se me antojaba peculiar ahora. Su peculiaridad residía no en la construcción gramatical sino en lo que implicaba, su significado profundo que albergaba algo más, un doble significado, como una esperanza y su reverso. Por un lado no me quedaban dudas que esa construcción tendía a disminuir el golpe y cobijaba quizás una esperanza compartida por toda la familia. Al decir que la vesícula era la que tenía el cáncer, y al estar ahora afuera del cuerpo de mi padre, se sugería la posibilidad de que él estuviera limpio de la enfermedad. He ahí la esperanza. Su reverso era la duda: Esa vesícula se había enfermado dentro de él. La duda que nos atemorizaba a todos era si el resto, es decir, papá, estaba sano o no. ¿Había quedado algo? ¿Se habría desparramado el cáncer? ¿Tendría células cancerosas en otra parte? ¿Se curaría? ¿Se moriría? Todas esas preguntas y muchas otras transcurrieron por mi cabeza mientras escuchaba ya solo parte de lo que me contaban. Las respuestas eran por el momento una incógnita y la sola palabra, cáncer, paralizaba.

Arreglé para viajar tan pronto como pude. Consulté con colegas he hice todo lo que se puede hacer en estas circunstancias. Y ya en Buenos Aires, acompañé a mi padre y a mi madre a la consulta con el oncólogo, un gordo gigantesco de pelo afro-enrulado quien más propenso a los ravioles que a la sicología, no respondió a ninguna de las preguntas de mi madre, aunque sí respondió a las mías. Parecía tener buen criterio médico cuando eligió un tratamiento que tuvo en cuenta la edad de mi padre y el estadio de su enfermedad, pero era duro en la parte de afectos. Buen tecnócrata de la medicina, pensé, pero si fuera alumno mío, se habría ganado un cero en la relación médico-paciente.

Aunque la quimioterapia apenas la sintió, mi padre toleró mal la radiación local que le quemó la piel y le dejó unas manchas azuladas en la ingle que como recordatorio le duraron hasta el fin de sus días. Entonces, pensábamos que papá se salvaría, que como la vesícula la habían sacado completa y justo a tiempo, el cáncer no se desparramaría. Sin embargo, no fue así. Como en muchos otros con esta enfermedad, las células malignas ya habían emigrado de su vesícula e invadido sus pulmones, su hígado, y vaya a saber qué otros lugares secretos de su cuerpo cada vez más disminuido.

Cuando supimos que la enfermedad finalmente se había desparramado, agonizamos en varios frentes. Por un lado, ¿qué decirle a nuestro padre? ¿Cuál era su pronóstico? No decirle era mentirle a quien tanto queríamos y respetábamos y ¿cómo justificar todas las acciones, tratamientos e internaciones a las que sería sometido? Pero él nos había dicho muchas veces que si alguna vez estaba enfermo, él no quería saber nada, no querría arruinar, supusimos, los días que le quedaban. Más de una vez, recuerdo que me dijo “Lo mejor sería morirse en el sueño…No te das cuenta de nada, no sufrís, se acabó, y ya está…” “Esa”—agregaba— “sería, si yo pudiera elegir, la manera en que me gustaría morirme”.

Obedecimos, fingiendo para que él pudiera vivir la ilusión de su cura, si es que alguna vez se la creyó, y para que siguiera luchando, y entramos entonces en una vorágine que nos arrastraba a todos y a todo: una mentira llevaba a la otra, y esta a otra y así hasta que ya no sabíamos dónde se había empezado y hasta donde éramos capaces de estirar nuestra propia dignidad. La mentira que ahora creo compartíamos con él y que por momentos nos creíamos nosotros mismos, intentaba sugerir que pasadas ciertas contrariedades de su pulmón y su arritmia recurrente, él volvería a su estado habitual, recuperado y listo para disfrutar de aquellos asados al estilo nuestro, rodeado de su familia, bromeando como siempre.

En esta internación, le acababan de sacar agua del pulmón: las células cancerosas le habían invadido la pleura, y tenía un derrame pleural de litros que lo estaban sofocando. Esta vez, el e-mail fue más ominoso: “Vení pronto, papá grave.” Corrí. Volé. Enloquecí. Al llegar, me contaron que en los días previos a la internación, mi padre ya no podía caminar unos pasos sin agitarse. Cuando llegaron a la clínica, no podía hablar, tenía una coloración azul pálida y el corazón se le desbocaba en el pecho.

Ahora dormía tranquilo. Le habían aspirado el líquido y tenía un tubo entre las costillas que cada tanto drenaba un líquido ambarino. Respiraba tranquilo, plácido. Se repondría de esta como después se repuso de tantas otras como esta, pero quedaban ahora menos preguntas. Porque sabíamos las respuestas y el desenlace final.

Y ahí me encontraba yo, sentado junto a su cama de hospital, esperando que mi padre abriera los ojos y que me mirara y me hablara después de una más de las tantas intervenciones a las que tuvo que someterse para vivir un poco más, pretendiendo no saber para que nosotros pudiéramos pretender que no sabíamos.

Sentado, esperando, lo más difícil para mí que me había acostumbrado a hacer y deshacer el mundo. Recordé entonces la historia de esa chiquita, Jenny, se llamaba. Gravemente enferma. “Si la tocan se muere,” dijo el cardiólogo, “el corazón no le da...” Era cierto, el corazón se le contraía con pereza, sin fuerza. Apenas le fluía la sangre y la presión arterial estaba por abajo del mínimo recomendable para hacer una hemodiálisis. Los riñones no le funcionaban y era necesario limpiarle las impurezas que se le acumulaban en el cuerpo con una rapidez ominosa. El riesgo de que muriera durante el procedimiento era grande. El riesgo de que muriera si no hacíamos nada era, en mi opinión, asegurado. Pero entonces yo era un muy flamante y desconocido nefrólogo, recién nombrado profesor asistente y todavía por ganarme el respeto de mis pares. “Si no la tocamos también se muere,” respondí con el alma en la boca, desafiando la sentencia de quien obviamente sabía más que yo. Y así, controlando mis propios miedos, la dialicé con toda clase de artimañas como me habían enseñado en la Universidad de California, y a pesar y en contra de todos los pronósticos terribles, jugándome mi corta carrera lo hice y la niña sobrevivió, palabra exacta en este caso porque vivió hasta transplantarse después de más de un año de diálisis. Me acuerdo que esa noche mientras dializaba a esa pequeña de cuerpito frágil, desnutrida y que pesaba como si tuviera tres años en lugar de sus diez, pensé varias veces en lo que hubiera hecho mi padre en una situación similar y no me quedaban dudas que entonces su entereza moral me estaba guiando. No hablé esa noche con mi padre, pero estuvo allí.

Ahora esas habilidades no me servían de nada. Acá, con mi padre mi rol era limitado; esperar, sentarse, esperar. Me habían dicho: “Acá usted lo mejor que puede hacer es ser hijo. No trate de ser médico. Lo ayudará mejor como hijo”. Y así lo hice, pero no fue fácil, porque ni siquiera ser hijo es fácil. Mis padres me habían enseñado tantas cosas para defenderme en el mundo: que “ser”, desde ya un hecho de base, es solo el comienzo. Me habían enseñado acción, ser “siendo”. Y ser-siendo en evolución constante, una especie de “siendo-seré”. ¿Cómo se puede ser pasivamente? Hasta ser hijo fue siempre siendo-seré, porque mi vida y las de mis padres estaban propulsadas y ligadas por una necesidad de evolución constante en la que cada evento cada logro individual o común se celebraba como parte de ese siendo y su proyección hacia el futuro. Me rebelaba contra esa inercia que ahora me sujetaba a la silla.

Ahora descansaba. La respiración suave y acompasada. Sonreía. La imagen en el monitor mostraba un electrocardiograma regular, en silencio, sin los bips que te muestran en las películas, nada era dramático. Todo en silencio y en orden. Las cinco y treinta de la mañana. Todavía faltaba para el próximo control de enfermería donde le tomarían la presión, el pulso, la temperatura, en un ritual que se repetía todos los días, cada tantas horas siempre igual. La joda—macana con jota, diría mi padre—es que los enfermos no duermen, porque se los despierta a cada rato con controles y ruidos provenientes de otras camas, otras internaciones y demás. Además de estar enfermo, no te dejan dormir. Cuántas veces, yo mismo, habré ordenado controles demasiado seguidos sin darme cuenta que ellos me tranquilizaban más a mí que al paciente. Basta con ser pariente y quedarse en el hospital para darse cuenta que a veces las rutinas del staff médico y las de los pacientes existen en dos mundos distantes, separados por realidades que no tienen nada que ver con la realidad del hospital, o la realidad de afuera donde el mundo se mueve con un ritmo propio y voraz, gobernado por reglas caprichosas e incomprensibles. Visto desde afuera, ese mundo es incierto y desconcertante como si soltáramos una manada de locos que van a todas partes sin dirección clara; autos y gente cruzando todas las calles y todas las intersecciones, al mismo tiempo, todos corriendo, como si correr fuera la meta, como si llegar más pronto lo fuera. Sin saber que en realidad, no importa tanto. Al menos para el que está en una cama y mira el mundo desde un costado, transcurriendo, inflexible. Y lo que el enfermo quisiera hacer es detener el tiempo, o hacerlo transcurrir como antes, olvidarse del transcurrir, ser parte de la manada de locos que corren sin saber, que la muerte tiene toda la paciencia del mundo y sabe que tarde o temprano llegarás a ella. Por eso, nos construimos una ilusión de inmortalidad, para poder sostener una vorágine que sabemos donde termina. Nuestra arrogancia, o más bien nuestra ilusión es al fin y al cabo una manera de engañarnos para olvidar lo inevitable de nuestra transitoriedad.

A través de la ventana se vislumbraba la promesa de un día soleado, con franjas azules enormes que interrumpían unas pocas nubes altas en el cielo. Sería un día transparente y bullicioso después de la lluvia del día anterior. Al menos los gorriones ya empezaban lentamente su jolgorio, esa cháchara que al principio no se nota pero que cuando te querés dar cuenta es una sinfonía a todo trapo.

Mi padre abrió los ojos lentamente, y al principio vio como regresando de un lugar neblinoso y lejano. Al mirarme, parecía adivinar un acertijo. Cuando finalmente me reconoció, sonrió anchamente. Me preguntó entonces, cuánto hacía que estaba ahí sentado y le dije que había estado con él toda la noche, que apenas me enteré que lo habían internado había viajado inmediatamente, para cuidarlo. Mientras yo iniciaba una explicación acerca de mi discusión con los médicos, no prestó atención y me interrumpió con algo que era mil veces más importante.

Sabés,” me dijo, “tuve un sueño muy lindo, estaba con mi viejo, tu abuelo, y él estaba joven y lindo como mucho antes de morirse, feliz, sonriente. Me dio una alegría inmensa verlo. Nos abrazamos un montón de tiempo y pude sentir su aliento, y el aroma de su piel. Tenía esos mostachos negros que usó por un tiempo y estábamos en la casa de los abuelos, entre las higueras de la quinta del fondo. Pero al mismo tiempo yo sabía que no estaba allí, y que yo había estado enfermo, y que él había muerto muchos años atrás. Pero me gustaba estar con él y verlo tan feliz. ‘Negro, Chiche’, me dijo el viejo, como me decía cuando yo era chico, ‘quédate tranquilo que yo, nosotros te vamos a cuidar, vas a estar bien, todo va estar bien ahora...’ No me quería despertar, me gustaba estar con el abuelo. Nunca lo había visto tan contento y tan tranquilo. Su tranquilidad era palpable... Y contagiosa...No sé, me daba confianza. ¡Y la alegría de verlo! Creo que me excitó y me parece que me despertó porque recuerdo que sentí un impulso como ganas de saltar y bailar y de llamar a todos mis hermanos y a mi vieja y a todos ustedes los nietos y hacer una fiesta, pero yo sabía que lo que estaba ocurriendo no era del todo real, porque cuando el viejo tenía los bigotes negros, yo era más chico, y los nietos todavía no habían llegado, pero las ganas de bailar y saltar no se me iban y entonces corrí, corrí por el campo como cuando era un pibe, esquivando las vacas, espantando los teros, las gallinas y los conejos que se desparramaban por todas partes. Y cuando me despertaba, todavía sentía el calorcito de la piel de mi viejo junto a la mía, su abrazo, su mirada segura y alegre.”

Me quedé mirando a mi padre como atontado. Él, sonriente y charlador, una vez más al rescate, y yo en mi propio viaje, descifrando esa tranquilidad de mi viejo que se materializaba, que se me hacía cada vez más palpable, como si el que despertara fuera yo.


© R. Ariel Gomez

Me críe en un pequeño pueblo al Sur de Buenos Aires. Siendo niño, estaba convencido de que nada pasaba allí, y deseaba - mágicamente - ser transportado hacia donde las verdaderas aventuras ocurrían. Incapaz de convencer a mis padres que se escaparan conmigo a algún lugar exótico, me escapé leyendo e imaginando relatos que en algún momento comencé a escribir. Ahora, en mis viajes verdaderos, descubro a mi pequeño pueblo por todas partes.
Soy científico y pediatra y tengo la fortuna de dirigir un grupo de talentosos investigadores en la Universidad de Virginia, donde estudiamos como las células conocen su identidad. Aunque aun me estremezco cuando descubrimos los asombrosos secretos de una célula, la ciencia, a veces no es suficiente, y tengo esta necesidad imperiosa de entender aquello que no es posible comprender con las herramientas de que dispongo como científico. Es entonces, cuando un cuento aparece irresistible, e inevitablemente toma los controles, transportándome de nuevo, protegiendo mi día.
Mis cuentos han aparecido en
Street Light, Hospital Drive, Puro Cuento y SouthernCrossReview.org. Vivo en Charlottesville con mi mujer y mis tres maravillosos hijos.


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