He venido a destrozar tu mundo

Belén Wedeltoft

Desde que Richie me dejó no he hecho más que seguir los consejos de mi amiga Clara. Ella es meteoróloga y modista y tuvo el buen tino, muy a su pesar, de llegar a mi casa diez días después de que Richie se fuera. Lo primero que me dijo fue que mejor sería que me cortara las uñas de los pies y que sacara a pasear el perro. Después se quedó mirándonos alternativamente a mí y a un artículo de Will Self que sostenía en su mano derecha:

--Mejor pensar que va a llover mañana-- me dijo.

Después comentó algo de un tornado en la península de Florida y un temblor de baja intensidad en el Japón. Desistió de mencionar un eclipse lunar para ayudarme a buscar los pañuelos de papel que no aparecían por ningún lado. Me subió el ruedo de una pollera azul y se fue dando un portazo suave.

La próxima vez que la ví fue en un programa especial sobre ovnis. Para entonces mis uñas habían tomado formas extrañas y mi perro había encontrado una forma original de entretenerse que consistía en ladrarle al canario y hacer vueltas carnero en la alfombra del living.

Soy lenta para reaccionar pero reconozco que su consejo volvió en ese momento a mi cabeza como si me arrojaran en la nuca un plato playo de vidrio irrompible.

A los cinco minutos me levanté, y me tomó otros veinte encontrar las tijeras pequeñas de las uñas. Nunca estoy segura del lugar donde suelo guardarlas.

A los veinticinco minutos ya estaba lista para salir de nuevo a las magníficas calles de esta repugnante ciudad.

Lo único que hacía era pensar que iba a llover mañana hasta que un hombre malhumorado me indicó que no podía entrar con mi perro en el Café Varsovia. Nunca supe cómo había llegado hasta allí sin haber tomado el subte que va a Catedral.

Richie y yo solíamos pasar frente a las generosas ventanas de la confitería y después de vernos reflejados en los vidrios siempre brillantes, nos besábamos pensando en que jamás seríamos tan viejos y tan serios como esas parejas que se sentaban a no conversar y a mordisquear tostadas.

--Jamás voy a ser tan viejo-- me decía con fundamento.

En su familia todos se morían antes de los cuarenta años, lo cual lo había convertido a los treinta y cinco en un náufrago atribulado bajo el peso de testamentos y suceciones. No había un solo día que no tuviera que ir a firmar algo al estudio del abogado. La mayoría de las mujeres de su familia habían muerto, ignorando completamente los rituales de la tintura para el pelo y la marca de cosméticos Revlon.

Mario se puso a ladrarle al hombre malhumorado y viré bruscamente mis pensamientos hacia el consejo meteorológico de mi amiga.

Si lloviera la gente se mojaría, las calles renacerían brillantes y tristes. Todo cambia con la lluvia. Las personas recobran una intimidad que resulta imposible bajo un sol brillante. A algunos se les da por el llanto; otros se animan a ser más auténticos. La lluvia es como la noche.

Mario volvió a ladrarle a alguien. Bajé la vista intrigada y como si despertara de un sueño. Me encontré con un helado de cucurucho en la mano y la mirada tristísima de la vieja que lee sentada en la calle. Siempre en el mismo lugar. Con Richie nunca pudimos saber que es lo que lee. Ahora la vieja me miraba y yo la miraba a ella. Estaba sentada, con las piernas replegadas y tenía las manos retorcidas por el reuma sobre un libro abierto. En el medio del libro había unas cinco o seis monedas.

--¿Qué lee?-- pregunté mecánicamente.

--Ya se lo dije a Richie. ¿No te lo dijo?

Apreté la cadena de Mario en mi mano hasta que me dolió. Jamás me lo había dicho. Nunca me había contado que la vieja le había contado lo que leía. Una más de sus humillantes traiciones.

Me sequé las lágrimas con la palma de la mano. Mario se sentó y sacó la lengua. Iba a llover. Hoy, mañana, iba a llover.

La anciana levantó el libro levemente, las monedas cayeron tintineando sobre su regazo, lo cerró y me lo dió.

Tiré el helado en un cesto y tomé el libro con la mano izquierda, en la derecha tenía la cadena de Mario y además porque soy zurda. Le dí un billete de cinco pesos y sin sonarme la naríz me alejé caminando rápido hasta la plaza. Solté a Mario que salió corriendo atrás de un gato con la presión de un corcho de sidra.

Me sentí en un banco destrozado y lleno de grafitis, al lado de una pareja que no dejaba de besarse. Pensé que iban a terminar ahogados por falta de oxígeno o que al menos, les iba a estallar el corazón.

Crucé las piernas en el mismo momento en que el trueno sacudió a la ciudad. Miré hacia el cielo, se había puesto negro y amenazante. No ví a Mario por ningún lado pero muy pronto descubrí su jadeo húmedo sobre mis pies. Mario sentía un pánico irracional por los truenos. Ignoraba de dónde venía ese pavor.

--Es atávico.--

Richie siempre atribuye lo desconocido a lo atávico. Le fascinan las experiencias intrauterinas del feto. Desde hace algunos años está escribiendo un tratado (que ya lleva más de tres resmas), sobre el mensaje que las experiencias de sus antecesores dejaron impresas en sus genes. Hasta su aversión al dulce de leche tiene una impresionante explicación en la figura polémica de un tatarabuelo nórdico.

Sentada en el banco descubrí tres cosas evidentes: que iba a llover en cualquier momento, que la pareja que estaba junto a mí jamás iba a dejar de besarse, y que seguía amando a Richie con la misma intensidad de siempre.

Pero no pensaba desmoronarme por una realidad tan patética. Iba a recuperarme. ¿Acaso no se había recuperado mi tía de la pérdida irreversible de una boleta ganadora del Quini 6? El dinero siempre es más fuerte que el amor. Y si tía se había recuperado yo también podía olvidar a Richie y ser feliz con Mario, con algún Jorge o con cualquier Pablo.

Recordé el libro cuando intenté recuperar mi mano izquierda para rascarme la espalda.

--Conque esto es lo que lee la vieja loca-- dije en voz alta.

Era un libro bastante flaco y de tapas flexibles.

La luminosidad de la plaza se había transformado en una inquietante oscuridad nocturna. Varias mujeres con sus niños huían hacia las calles laterales, gesticulando, nerviosas, apretando las manos de sus hijos como si temieran perderlos. Por todas partes sonaban los bocinazos de aquellos que estaban urgidos por regresar a sus casas, sus familias, su té caliente y su heladera bien provista.

HE VENIDO A DESTROZAR TU MUNDO.

Nada menos que eso era el título del libro que me había regalado la vieja. Pero el título no era lo peor, el subtítulo decía: Como mantenerse terriblemente presente en la más desoladora ausencia y el nombre del autor era Richie Fernández.

Mario gimió. La lluvia se descolgó insolente y de golpe como un telón pesado. Empecé a mojarme sin ninguna consideración. Y sin embargo no me moví del lugar. La pareja tampoco. Así que eso es lo que él estaba haciendo cuando escribía hasta la madrugada.

--Un tipo que no va a vivir ni cuarenta años tiene que acelerar sus experiencias para ser recordado con la misma intensidad que un tipo que ha vivido hasta los setenta y pico.

Lo insulté. Ojalá viviera hasta los cien y se le fuera a pique su teoría sobre las almas evolucionadas y la reencarnación.

Mejor pensar que mañana iba a llover.

Me levanté, di unos pasos sobre el césped, salí de la plaza con Mario pisándome los talones y pensando seriamente en lo mucho que necesitaba un abrazo.


© 1999 Belén Wedeltoft

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Belén Wedeltoft nació en Buenos Aires en junio de 1962. Estudió publicidad, psicología social y guión de cine y televisión. En literatura se dedicó casi exclusivamente al género cuentístico y en este momento trabaja en su primera novela. Sus cuentos fueron publicados en suplementos culturales y revistas literarias (Puro Cuento, La Prensa, La Nación). En 1997 obtuvo un reconocimiento del Fondo Nacional de las Artes. Actualmente se dedica a investigar y a enriquecer su oficio de guionista, en la docencia y en la práctica.

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