Evermore

por Frank Thomas Smith


And the Raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the pallid bust of Pallas just above my chamber door;
And his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming,
And the lamp-light o’er him streaming throws his shadow on the floor;
And my soul from out that shadow that lies floating on the floor
            Shall be lifted—nevermore!

Fui a la escuela ese domingo a la tarde porque esa noche había reunión de Comisión Directiva e íbamos a necesitar algunos papeles de la oficina. La secretaria estaba enferma; nada serio, pero no iba a poder asistir a la reunión, así que yo, que vivía muy cerca, fui a la escuela a buscar los papeles necesarios. No había clases el domingo, ningún niño corriendo y gritando por ahí, de modo que todo estaba extrañamente silencioso. Pero mejor empiezo por el principio para que sepan por qué estoy en este remoto lugar y qué tengo que ver con la escuela.

*

Soy periodista, lo que generalmente significa escritor frustrado, y ese es, en verdad, mi caso. Nací y me crié en Buenos Aires, Argentina, de padres anglo-argentinos. Mis bisabuelos eran anglos –bisabuelo británico, bisabuela norteamericana –y sus descendientes contrajeron matrimonio dentro de la comunidad anglo, mandaron a sus hijos a escuelas bilingües y hablaban inglés en la casa. En un país como la Argentina, hablar inglés con fluidez es una gran ventaja porque las compañías extranjeras –ya sean norteamericanas, británicas o japonesas– necesitan gente bilingüe. Así que ni bien terminé la universidad conseguí trabajo en PanAm (que ya no existe) como empleado para el mostrador de check-in en el aeropuerto, no obstante haber estudiado literatura y filosofía. La verdad es que era divertido y una gran oportunidad para conocer encantadoras señoritas “librepensadoras” –por entonces todavía una rareza en la Argentina–, especialmente azafatas.

Pero me aburrí después de un tiempo y fui a trabajar al Buenos Aires Herald, un periódico bastante bueno en idioma inglés, que adquirió fama como el único diario argentino que publicó la verdad durante la dictadura militar –que ejercía el poder cuando la Argentina ganó la Copa del Mundo. No existía censura abierta, es decir, no había que someter las ediciones a la inspección del gobierno antes de imprimirlas. No, su método era el miedo. Todos los propietarios, editores y reporteros de las publicaciones en español sabían que si publicaban algo que no le gustara a la junta, su vida estaría en serio peligro. Hubo una revista con coraje que trató de contar las cosas como eran y su propietario/editor fue torturado como paso previo a su planeado asesinato, pero la presión del exterior, principalmente del gobierno de Jimmy Carter, le salvó la vida y le consiguió un pasaje de ida a los Estados Unidos con la advertencia de no regresar jamás. El Herald pagaba menos que PanAm, pero yo no necesitaba mucho y era lo que quería hacer.

La Junta había pensado que era mejor no meterse con el Buenos Aires Herald dados sus contactos con las embajadas norteamericana y británica, y el hecho de que sólo lo leían los extranjeros y los anglo-argentinos. Pero, al final, el diario se volvió muy influyente en el exterior, con artículos que se reimprimían en el New York Times y en el Washington Post, entre otros, así que nuestros amos decidieron que ya era demasiado. Unos cuantos llamados anónimos al editor y su esposa surtieron el efecto deseado. No es que el editor fuera cobarde, por el contrario, había publicado material muy incendiario con respecto a la junta. Pero una llamada amenazante de alguien que uno sabe que habla en serio y es capaz de eliminar uno por uno a tus familiares haciéndolos “desaparecer” no es broma. Así que el editor, un norteamericano (quien esté interesado puede averiguar su nombre fácilmente), decidió al final que no valía la pena, y aceptó un puesto de editor en un periódico de Carolina del Norte. Me invitó a ir con él. Yo no había sido amenazado directamente, pero algunos de mis artículos habían sido los más condenatorios –junto con sus editoriales, por supuesto. Me dijo que seguro yo sería el próximo y me recomendó que me fuera mientras aún estaba vivo, porque siendo desconocido fuera de la Argentina, era probable que ni se molestaran en hacerme una advertencia.

Así, pues, fui a parar a Carolina del Norte, pero no me quedé allí por mucho tiempo. Nueva York me llamaba. Conseguí empleo como reportero de Newsday, el periódico de Long Island que había ganado un par de premios Pulitzer. Se lo consideraba un escalón hacia el Times. Me enamoré y me casé con la subeditora, lo cual fue un error, quizás porque un macho argentino simplemente no puede acostumbrarse a vivir con su jefa. Hubo otras razones, por supuesto, pero prefiero dejarlo ahí. Como corresponsal del diario tuve oportunidad de viajar a diversos países y continentes, sobre los que escribí concienzudamente, pero aprendí que nunca se puede realmente saber nada de lo que sucede en un lugar sin haber vivido allí al menos un par de años y sin hablar el idioma. Pero estoy divagando.

Finalmente escribí un libro, una novela ambientada en Argentina y Chile. Puedo brindarles a los aspirantes a escritor algunos consejos basados en esa experiencia. Lograr que un libro se publique es más difícil que escribirlo. Así que lo mejor es conocer a alguien de alguna editorial –o conocer a alguien que conozca a alguien. Mi esposa –es decir, ex-esposa –conocía a alguien y el libro se publicó. No se vendieron muchas copias, destino de muchos libros, pero al menos me proveyó de una biografía literaria. Además, si uno es de un país del tercer mundo, o puede hacer como que lo es, eso es de gran ayuda. Y cuánto más mísero el país, mucho mejor. Se puede dictar conferencias en universidades, algunas de las cuales pagan muy bien. Un acento extranjero ayuda, algo que yo no tengo naturalmente, pero me es fácil simular uno, aunque sea leve. Invariablemente me preguntaban cuándo aparecería mi segundo libro. Mi respuesta era que no disponía de tiempo para escribirlo. Esto es una buena indirecta para conseguir una subvención, que en realidad recibí de una fundación benefactora. (Estoy llegando al grano, no se preocupen.)

La beca me permitiría tomarme un año sabático y escribir mi novela. Pero en Nueva York, tendría que escribirla viviendo en un cuchitril à la Raskolnikov. En la Argentina, por el contrario, debido al tipo de cambio favorable, podría instalarme cómodamente en un departamento de tres habitaciones en Buenos Aires o en una casa en el interior del país. Me decidí por esto último. Debo mencionar que, durante mi ausencia, había tenido lugar la guerra de las Malvinas, la junta militar había sido depuesta y se había recobrado una apariencia de democracia.

Una amiga escritora de la Argentina –una dama de mediana edad experta en explotar el ángulo tercermundista y que, en realidad, yo había conocido en una colonia de escritores en Iowa –me sugirió el Valle de Traslasierra, una pintoresca región a ochocientos kilómetros al oeste de Buenos Aires, en la provincia de Córdoba. El nombre me era conocido, había estado una vez allí de niño con mis padres, antes de que se separaran. Parecía cosa del destino, así que allá me dirigí. Pude alquilar una hermosa casa con una hectárea de jardín y pileta de natación por trecientos dólares al mes, que no habrían alcanzado ni para un armario en Manhattan. Pasé una semana en Buenos Aires, mi ciudad natal, antes de emprender viaje a Traslasierra, visité viejos amigos, especialmente amigas, pero estaban todas casadas, el matrimonio aún era una gran cosa en Argentina, eludí a los parientes y, finalmente, me embarqué en un avión de Aerolíneas Argentinas para el vuelo de una hora a la ciudad de Córdoba.

Era un usual Boeing 737 con filas de seis asientos. Elegí un asiento sobre la ventanilla en la parte delantera, porque son los mejores asientos para vuelos cortos cuando hay buen tiempo y algo digno de ver afuera; a la noche durante vuelos largos son los peores porque hay que pasar por sobre cuatro piernas para ir al baño o a estirarse un poco, así que en este caso es preferible un asiento sobre el pasillo. El peor asiento es el del medio, también conocido como asiento apretujado. Me acerqué a mi lugar sobre la ventanilla y no me sorprendió –porque es algo que ocurre todo el tiempo– ver que ya había alguien sentado allí. Cuando uno les dice que están ocupando su asiento, simulan sorpresa, miran su tarjeta de embarque, exclaman “Oh” o “Ah” y se quedan esperando a que uno insista. Entonces tendrán que salir al pasillo, dejar que uno pase y, luego, volver a sentarse, generalmente en el asiento apretujado que es el que les corresponde. Un hombre negro de piernas largas, supuse que brasileño, ya estaba sentado en el asiento del pasillo, que es adonde deben estar los de piernas largas, pues así pueden estirar al menos una en el pasillo una vez que todos se han sentado.

–¿Este es su asiento? –me preguntó la joven ubicada junto a la ventanilla, mirándome con enormes ojos almendrados tipo Audrey Hepburn. Era más rellenita que Hepburn, pero casi tan hermosa a su manera, de pelo largo y negro recogido atrás con un cordón rojo, según pude ver después. Su piel era oscura, color oliva más exactamente, y tenía pómulos altos y una nariz delicada, y el mentón levemente salido– ¿Cómo lo sabe? –agregó con una sonrisa que revelaba dientes grandes y blancos, más blancos aún por el contraste con la tez oscura.

–Es lo que dice mi tarjeta de embarque –respondí también sonriendo, y advirtiendo ya que se trataba de alguien que valía la pena conocer. Le mostré la tarjeta de embarque con el asiento de ventanilla, 4F, bien visible. Ella lo miró fijamente y dijo:

Ah, yo tengo uno igual –y empezó a revolver en su mochila, que había sacado de debajo del asiento.

Mientras tanto se había formado una fila de pasajeros detrás de mí en el pasillo esperando para pasar. “¿Me permite?” dijo una mujer sudorosa a mis espaldas. Era demasiado gorda para pasar junto a mí.

El hombre negro, que resultó ser norteamericano, dijo en inglés:

–Es sólo una hora de vuelo; tranquilo, hombre –dando por sentado que yo iba a entender. Él no había entendido ni una palabra de nuestro corto diálogo, pero la situación era obvia.

Está bien –le dije a la joven–, quédese donde está –. Y luego al norteamericano, en inglés:

–¿Me permite? –él se levantó tanto como pudo, todo encorvado, y me dejó pasar al asiento apretujado.

–Lo siento mucho –me dijo la joven mientras yo me ajustaba el cinturón–, la azafata me trajo hasta esta fila y yo no me di cuenta de que los asientos eran numerados –parecía estar sinceramente preocupada y yo le creí.

–No se preocupe –le dije–, es sólo una hora de vuelo.

–¿Seguro que no le importa?

–Totalmente seguro.

–Es sólo una hora de vuelo, hombre –dijo el tipo negro–, usted hizo lo correcto. No podrían haber hecho estos asientos más chicos, ¿no?

–¿Jugador de básquet? –le pregunté.

–Acertó. Y tendría que haber comprado dos asientos. ¿Oyó hablar de un equipo llamado “Atenas”?

–Sí, uno de los mejores equipos argentinos, de Córdoba. ¿Va a jugar para ellos?

–Así es, ¿quizás Ginobili jugó en ese equipo?

No lo sé, los últimos años antes de la NBA estuvo en Europa.

–No lo culpo. En Europa pagan mejor que aquí.

–Pero el costo de vida es más alto allí, así que probablemente resulta lo mismo –lo consolé. Me gusta el básquet profesional, de modo que la conversación no era aburrida, pero quería volver mi atención hacia la muchacha. –Bueno, buena suerte –le dije mientras el avión despegaba.

Me incliné hacia la joven con el pretexto de mirar por la ventanilla.

Buenos Aires es una vista hermosa desde el aire –le dije.

Ah, sí. Nunca antes la había visto –respondió, aferrada a los brazos del asiento, uno de los cuales compartíamos.

Mire –dije extendiendo mi brazo izquierdo frente a ella–, allá está el obelisco.

Ella se rio y dijo: –Pequeño, ¿no?

Pasamos por un pozo de aire y el avión se sacudió. Con disimulo, yo había apoyado mi brazo sobre el brazo del asiento que compartíamos, así que cuando su cuerpo se tensó, ella me agarró la muñeca. Con delicadeza puse mi mano sobre la suya. Estaba tan nerviosa que probablemente ni se dio cuenta. Cuando el avión hubo pasado a través de algunas nubes turbulentas y alcanzado la altitud de crucero y la luz del sol, ella dejó escapar un suspiro y retiró su mano.

–Disculpe –me dijo, sonriendo–. Nunca había volado antes.

–Ya me di cuenta.

–¿Porque estoy tan nerviosa?

–No, porque no sabía que los asientos tenían números. ¿Vive en Córdoba?

–Todavía no, y no en la capital. Pero voy a vivir en la provincia en cuanto llegue allí.

Tuve que pensar un momento para descifrar eso y, cuando lo hice, dije:

–¿Ah, sí? ¿Y dónde en la provincia? –Estaba dispuesto a cambiar mis planes de establecerme en Villa de las Rosas, aunque ya hubiera pagado un depósito para la casa, y decir que me dirigía a dondequiera que ella estuviera yendo…pero no hubo necesidad.

–Villa de las Rosas –dijo–. Es un pueblo pequeño del otro lado de las Altas Cumbres, voy a enseñar en una escuela allí.

Hay gente que dice que no cree en las coincidencias. Yo me contaba entre los que creen lo contrario, y persistí en esa opinión aun después de este hecho extraordinario.

–¡Qué coincidencia! –exclamé.

–En realidad, no es coincidencia –dijo ella–. Hace tiempo que vengo estudiando y preparándome para enseñar en una escuela como esa. Es una oportunidad maravillosa.

–Seguro que sí, pero no me refería a eso. Lo que pasa es que yo también voy a Villa de las Rosas, donde no vivo todavía, pero lo haré en cuanto llegue allí.

–¡Cielos! Si creyera en las coincidencias, sin duda estaría de acuerdo en que esta es una de ellas –me respondió con una sonrisa en los enormes ojos negros.

–Pero si no cree en coincidencias, ¿qué es esto?

–Karma, o quizás mera sincronicidad.

Su respuesta no me sorprendió en absoluto; tenía el aspecto levemente chiflado de esa inocencia new age con toques jungianos.

Ah, claro –dije con tono sabio–, karma.

Después del vuelo tomamos un taxi hasta la terminal de ómnibus de Córdoba y desde allí un ómnibus, para el viaje de tres horas por sobre la Sierra Grande hasta el Valle de Traslasierra y el pueblo de Villa de las Rosas. Yo pagué el taxi, pero Mireya insistió en pagar su boleto de ómnibus. Tuvimos mucho tiempo para conversar y conocernos.

–¿Crees que nuestro encuentro fue karma? –le pregunté, mientras El Petizo, nuestro ómnibus de nombre muy acertado, avanzaba sobre la sierra chirriando y resoplando. Fue una pregunta capciosa: a las mujeres les gusta creer que sus encuentros amorosos son obra de los astros, y yo ya estaba decidido a que nuestro encuentro terminara siendo exactamente eso. Cínico, lo admito, pero, sin embargo, bueno, habrán oído hablar del amor a primera vista y, aunque suene cursi …este era el caso.

Según el manual, en este momento ella se sonroja, me mira de reojo, eleva las cejas y se encoje de hombros con coquetería.

Pero no hizo nada de eso. En cambio, me miró directo a los ojos y dijo: –Sí.

Llegamos, por fin, a Villa de las Rosas cuando el sol se estaba poniendo, y pintando la sierra de rosa, lo que me hizo pensar si el pueblo había recibido su nombre por la flor o por el atardecer. Para entonces, habíamos decidido que ella se quedaría en casa (yo había insistido en que había mucho lugar, lo cual era cierto) hasta que encontrara un sitio para vivir. Su salario en la escuela era magro porque daba sólo dos clases de pintura al día, ya que, según admitió finalmente, todavía se encontraba débil después de un cáncer, ahora en remisión. Por cierto se puso a buscar un lugar para alquilar, pero no encontraba nada satisfactorio dentro de su presupuesto. Yo esperaba que no estuviera buscando con mucho ahínco, porque le había ofrecido que se quedara en casa; en realidad, quería que se quedara, y ella lo sabía. Al final, aceptó quedarse si le permitía pagar un alquiler. Ambos sabíamos que esto era para cubrir las apariencias.

Hablaba mucho sobre la escuela y la cosmovisión en que se basaba, algo llamado antroposofía o ciencia espiritual, aunque yo no veía qué tenía de científico. Según lo que pude entender se trataba de una combinación de budismo, cristianismo y filosofía oriental y occidental. Uno de sus principios más importantes era la reencarnación y el karma. Mireya, por su parte, le insertaba sus propias ideas (“investigaciones” las llamaba) sobre los indígenas de la región en la que ahora vivíamos. Se llamaban Comechingones y ya no queda ninguno, aunque abundan sus utensilios, como así también su idioma, en los nombres de calles y, especialmente, de hosterías. Por ejemplo, la calle principal (un camino de tierra) del pueblo en el que vivíamos se llama Intiuán. Pero todo eso no es más que chucherías new age; a nadie le preocupan realmente los Comechingones –salvo a Mireya. Estaba convencida de que había sido una de ellos en una previa encarnación. Ahora bien, eso puede sonar absurdo, pero ella era, en verdad, una de las personas más prácticas y realistas que jamás yo hubiera conocido. Y había estudiado todo lo que existe sobre los Comechingones en los documentos de los conquistadores españoles. Practicaba la meditación y afirmaba que había confirmado como hecho espiritual su encarnación previa. Yo no tenía ningún problema con eso, no me molestaba ni me hacía saltar de alegría. ¿Quién era yo para juzgar?

Una noche cálida, cuando estábamos abrazados bajo las estrellas, me confió dos cosas. La primera, era que si no hubiera estado tan enferma y tenido una expectativa de vida tan corta, jamás se habría convertido en mi amante –al menos no tan pronto. La segunda era que yo había estado con ella en esa encarnación previa como comechingón. Eso me resultó un poco difícil de digerir, pero todo lo que dije, en tono de broma, fue: –Ah, ya me parecía que tenías cara conocida.

Ella se rio, me dio un golpecito en el pecho con el codo y replicó: –Todavía eres materialista, pero ya vas a ver.

Yo la besé y ella coincidió en que eso era ahora más importante –al menos por esa noche.

Era una gran estudiante, no sólo de antroposofía sino también de idiomas. Sabía algo de inglés, alemán, ruso y hasta de chino, pero en realidad no hablaba ninguno. A menudo me pedía que le explicara algunas expresiones del inglés. Una noche, pensando en el poema El Cuervo de Poe, que había leído y le había encantado, me dijo:

–El significado de la palabra “nevermore” es obvio: nunca más –se estaba refiriendo al título del libro redactado por el panel oficial que investigó los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la junta militar argentina en la década de los setenta y comienzos de los ochenta–. ¿Fue traducido al inglés? ¿El título es Nevermore?

Le dije que no sabía si había sido traducido, pero que si así era, probablemente habrían usado el título “Never Again”, pues “nevermore” suena muy poético.

–Pero es una palabra hermosa–objetó–. ¿Y cuál es el opuesto, el antónimo?

Pensé un momento y luego dije “Evermore”.

–¡Ah, qué lindo! Me encanta esa palabra, evermore, evermore, evermore! ¡Cómo sería en español? ¿Para siempre? No, demasiado prosaico. A ver qué dice el diccionario –corrió a su escritorio y, al cabo de unos instantes, gritó– ¡Eternamente! –regresó con el diccionario en la mano – Evermore significa eternamente, es nuestro caso, mi amor –y me besó en los labios.

Yo no tenía nada que ver con la escuela al principio, salvo para ir a buscarla cuando terminaba sus clases. Quedaba a sólo dos kilómetros de casa, pero cuesta arriba casi todo el camino, y yo no quería que ella se extenuara. Pero poco a poco me fui involucrando. Primero, a una de las maestras se le ocurrió que la escuela debería tener una revista y me pidieron que la organizara y fuera el editor, es decir, Mireya me lo pidió en su nombre, y, por supuesto, había sido ella quien les había comentado que yo podía. Les pedí fotos y material escrito. Me dieron algunas fotos, pero muy poco en cuanto a textos que fueran utilizables. No quería que la página estuviera llena de citas de Rudolf Steiner, así que me puse a leer sobre el método educativo y redacté el texto yo mismo. Luego me invitaron a integrar la Comisión Directiva. Decliné ese ofrecimiento, pero, al final, lo mismo terminé involucrado en una serie de proyectos, a tal punto que los lugareños comenzaron a considerarme uno de “ellos”, los de la escuela. Y en cierto modo, lo era, pues me había convencido de que el método educativo era superior a todo lo que había conocido y que debía ser un paraíso para los niños, al lado del infierno de mi propia experiencia escolar.

Concluí mi libro al cabo del año que me había sido concedido y lo envié a la fundación que lo había financiado. A ellos les gustó y se lo enviaron a un editor a quien también le gustó y me envió un pasaje de ida a Nueva York para firmar un contrato y hablar sobre sobre el contenido del libro. Yo cambié el pasaje por uno ida y vuelta, que resultaba más barato que el de ida según la inescrutable lógica de las aerolíneas. Era justo en esa fecha que a Mireya le tocaba ir a Buenos Aires para un chequeo en el hospital, así que todo parecía coincidir. Pero lo que ella no me había dicho era que últimamente se había estado sintiendo mal. En el hospital en Buenos Aires le dijeron que los nódulos de su pulmón izquierdo habían crecido. Ya le habían operado el pulmón derecho, que había quedado reducido a la mitad, y ahora necesitaba una nueva operación. Así que mientras yo andaba de aquí para allá entre comidas y agasajos de los editores y de mi nuevo agente literario, a ella la operaban en el Hospital Alemán de Buenos Aires. Superó la operación, que en realidad fue un éxito, pero nunca salió del hospital; le encontraron un tumor cerebral, inoperable, y eso, en combinación con el estado de debilidad post-operatorio, fue demasiado para su corazón, y murió a los pocos días.

Yo había estado llamando a casa sin obtener respuesta, cuando ella ya debería haber estado de vuelta, de modo que me empecé a preocupar y llamé a un vecino, que me dio la noticia. Para entonces, Mireya ya había sido cremada y sus cenizas depositadas en la tumba familiar en Buenos Aires.

Terminé mis asuntos en los Estados Unidos y regresé a Villa de las Rosas, donde todos se mostraron muy acongojados. Me recluí en casa y me dediqué a beber y a caminar por las sierras escalando tan alto como nunca antes lo había hecho, en la esperanza de perderme para siempre. Me empezaron a llegar los derechos de autor por el libro, no a la altura de Harry Potter, pero suficientes para durarme un buen tiempo sin trabajar. Mi agente me perseguía para que escribiera otro libro, pero yo no tenía ni el deseo ni la voluntad para hacerlo. Le dije que traduciría el libro publicado al español. Me respondió que podía conseguir un traductor para eso, pero yo insistí en hacerlo yo mismo, me mantendría ocupado sin tener que pensar creativamente. Y así fue. De a poco regresé a la vida e incluso acepté integrar la Comisión Directiva de la escuela. Es lo que Mireya habría querido.

El edificio original de la escuela es un viejo y sólido rancho de adobe en el que, según Sebastián, el portero lugareño, rondaba el fantasma de un “niño de blanco”. Nadie lo tomaba en serio porque nadie salvo él había visto a dicho niño. Pero le seguíamos la corriente, y nos reíamos entre nosotros cuando él no estaba. El resto de la escuela –pequeñas construcciones separadas que albergaban dos aulas cada una– se había construido alrededor del edificio original, que ahora se utilizaba principalmente como oficina. Para una reunión, un día en que la secretaria estaba enferma, íbamos a necesitar unos papeles cuyo paradero sólo ella conocía. No queríamos molestarla, así que yo fui a la oficina a buscar los papeles ese día mencionado al principio.

Estaba sentado al escritorio revisando un grueso archivo lleno de papeles desordenados cuando una nube se abrió y un rayo de luz entró por la ventana frente a mí iluminando las partículas de polvo en el aire. Miré por la ventana y vi una figura de blanco cruzar rápidamente por mi campo de visión. Por supuesto, pensé inmediatamente en el fantasma de blanco de Sebastián y me quedé allí sentado tratando de decidir si salir a mirar o, por las dudas, no meterme. Al final, me sacudí el miedo a lo desconocido y salí afuera.

Una muchacha india estaba parada junto al horno de barro observándome. Sabía que era Mireya, aunque su rostro era diferente, de aspecto más indígena, más oscuro, con pómulos más altos y ojos más rasgados, algo más baja, más vieja (recordé haber leído que en el mundo espiritual todos tienen 33 años), igual de hermosa. Parecía estar esperando que la reconociera, así que, cuando susurré su nombre en un idioma que me era desconocido, ella sonrió y se me acercó despacio con la mano izquierda extendida. Me habló en el idioma de los comechingones, que yo entendí, diciendo “¿Vas a venir conmigo?”. Le respondí afirmativamente en el mismo idioma, aunque en realidad sólo lo estaba pensando. Extendí mi mano derecha y justo cuando ella estaba por tocarla, la nube se cerró, el rayo de luz desapareció, ella retiró su mano y yo perdí el conocimiento.

Cuando vieron que no regresaba a la reunión, una de las maestras fue a la escuela para ver qué pasaba. Me encontró sentado en el suelo, recién recobrada la conciencia. Insistió en que fuéramos a lo del Doctor Luna en su auto y dejáramos el mío en la escuela. El doctor me examinó y no encontró nada, pensaba que mi desmayo se había debido a una baja súbita de la presión sanguínea, que ahora estaba normal. La maestra me llevó a casa y me dijo que descansara, que ella pasaría a la mañana para ver cómo estaba. Me metí en la cama y me dormí hasta esta mañana. Cuando fui al baño para ducharme y me miré al espejo, vi la cara de un anciano que me miraba desde el cristal. Pelo y barba blancos, arrugas y todo. Mientras miraba me veía envejecer a cada momento. Me sentía muy cansado y me dolían los huesos, así que, con paso vacilante y gran esfuerzo, volví a la cama. La nube se cerró demasiado rápido, pensé. De no haber sido así, estaría ahora con ella. Pero pronto, muy pronto, iba a morir de vejez y así lo lograría. Debo haberme quedado dormido de nuevo (a los viejos les pasa), porque me despertó el sonido insistente del teléfono. Era la maestra:

–¿Estás bien? Tardaste mucho en contestar.

–Estoy bien –le dije, aunque todavía no lo creía.

–¿Estás seguro?

–Sí, gracias.

Colgué el teléfono y fui rápido y sin dolor hasta el baño. Mi vieja cara original de cuarenta y dos años me miró desde el espejo con una suerte de sonrisa burlona.

–No, Mireya –le dije a la otra cara detrás de la mía en el espejo –todavía no es hora. ¿Pero qué son algunos años, o incluso décadas, al lado de evermore?


Traducción: María Teresa Gutiérrez

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