La Promesa de Paternostro

paternostro

por Frank Thomas Smith

El cielo, hacia el este, se tiñe de naranja cuando el sol se dispone a salir sobre la pampa argentina. Manchones de luz caen sobre una colmena en el jardín de una casa en un suburbio acomodado de Buenos Aires, señalando el comienzo de un nuevo día de frenética actividad. Las primeras cazadoras salen al umbral de la colmena y se elevan en busca de los capullos que se abren para recibirlas. Los pájaros comienzan a cantar suavemente afuera de la ventana del dormitorio.

Un grito agudo arranca del sueño a Miguel y Alicia Paternostro – un llanto persistente de dolor y de rabia. Miguel hunde la cabeza bajo la almohada mientras Alicia, con desgano, saca las piernas de la cama y se pone de pie. Mira el reloj en su mesa de luz. “Dios”, murmura, “sólo hemos dormido dos horas”. Se dirige a la habitación contigua y levanta a un bebé de su cuna. El niño tiene la cara roja por el esfuerzo y sus pequeños dedos se cierran en puños crispados. Cuando Alicia trata de calmarlo, responde reduciendo sus gritos a sollozos entrecortados. Pero ni bien le sobreviene un segundo flato, la furia se desata nuevamente y Alicia, desesperada, vuelve a poner a su hijo en la cuna.

–¡Llama al médico! –grita Miguel Paternostro.

–No puedo llamarlo ahora, recién son la seis y es domingo –dice Alicia irritada.

–¿Por qué no? ¿Por qué tiene él que dormir? Que cure a Miguelito, después puede dormir.

Alicia vuelve a levantar al bebé, lo apoya sobre su hombro y le palmea la espalda. Se sienta en la cama y mira a su esposo con sus maravillosos ojos negros, ahora enrojecidos por falta de sueño.

–María Elena me contó ayer sobre una mujer de la villa de las Tres Marías que, según todo el mundo, es muy confiable –le dice. Miguel simula no oírla, y ella le arranca con furia la almohada de la cabeza–. María Elena conoce una mujer de confianza que hace maravillas. ¡Escúchame, Miguel, maldición! La mujer nunca falla.

–¿Y se puede saber cómo María Elena sabe eso? –dice Miguel restregándose los ojos e incorporándose en la cama.

–Bueno, lo oyó decir, cómo Doña Amalia –ese es su nombre –ha curado a tantos bebés…incluyendo a la hijita de los Martínez.

–¡Lo oyó decir! Y sólo porque María Elena oyó algo de alguna de sus amigas papanatas, quieres llevar a nuestro hijo a una maldita bruja de una villa miseria –exclama Miguel. Pero, de inmediato, se arrepiente de sus duras palabras, no porque no crea lo que acaba de decir, sino porque Alicia lo mira con tanto sufrimiento y miedo en los ojos.

–Pero, Miguel –le implora Alicia–, ya han pasado dos semanas y los médicos no pueden hacer nada. Tiene que estar empachado. Y la mujer no es bruja, es curandera.

–A ver, dámelo –Miguel toma al bebé en sus brazos, se recuesta en la cama y lo sostiene en el aire–. ¿Qué pasa, Miguelito, no te sientes bien, mi pobre hijito?

El bebé deja de llorar y mira el rostro de su padre con sorpresa, y quizás incluso con deleite, si no fuera porque un espasmo de dolor le atraviesa la barriga y desencadena de nuevo su llanto, aunque ahora, más suave.

–Curandera, bruja, es la misma cosa –dice Paternostro–. Y el empacho no está reconocido por la ciencia médica.

Alicia aparta un mechón rubio de la frente sudorosa de su marido.

– Por favor, Miguel –le dice–, ha estado comiendo como un pajarito y está flaco como un junco. Estoy preocupada.

–El médico dice que se trata de constipación, cólicos, o algo así, y que no es serio –dice Paternostro, pero sólo para no ceder tan fácilmente, ya que él también está preocupado.

–Dijo que generalmente no es serio –insiste Alicia–. Pero Miguelito tiene todo ese veneno adentro y podría ser serio. Además, ¿quién puede confiar en los médicos hoy en día?

*

A pesar de sus dudas, Miguel Paternostro siente expectativas mientras se aproximan a la villa de las Tres Marías en el auto de María Elena Lozano. Pasa por allí todos los días en el tren suburbano camino a su estudio de arquitectura en el centro de Buenos Aires, pero es una más de tantas villas y nunca le ha prestado mucha atención. Ayer llovió y sus zapatos se cubren de barro al avanzar por entre el laberinto de casillas hechas de viejas tablas y chapas corrugadas. Niños medio desnudos se asoman a las ventanas sin vidrios para mirarlos pasar.

María Elena golpea las manos tres veces frente a una casilla decorada con pinturas toscas de planetas, lunas y estrellas. Una anciana corpulenta de marcados rasgos indígenas corre la cortina que sirve de puerta y les sonríe. Su cara le recuerda a Paterno una ciruela pasa.

–Buenos días, Doña Amalia –le dice María Elena–. Yo soy la Sra. Lozano y estos son el Sr. y la Sra. Paternostro. Su hijo está enfermo. Creo que la Sra. Martínez ya le avisó.

La anciana asiente con la cabeza. –Pasen, señores, por favor – les dice.

Tienen que agacharse para entrar a la casilla y, una vez adentro, apenas hay lugar para todos. Una mesa larga de madera ocupa casi la mitad del espacio, hay una cocina de leña en un rincón y una de las paredes está cubierta de estantes con botellas sin etiquetas. Arriba de los estantes cuelga un crucifijo toscamente tallado. Una cortina andrajosa cubre la entrada a otra habitación, que debe ser verdaderamente pequeña. El piso es de tierra. Doña Amalia toma una pava de la cocina y ceba una mate. Como lo dicta la costumbre, toma el primer mate ella misma, chupando ruidosamente. Luego vuelve a cebar y le ofrece el mate a Alicia, que le pasa el bebé a Paternostro antes de vaciar el mate en tres chupadas. Después de que María Elena ha tomado, le toca el turno a Paternostro. Disimula la repugnancia que le causa tener que chupar de la bombilla de metal sobre la que se han posado miles de veces los labios de los habitantes de la villa, pues sabe que sería una ofensa rechazar el mate, así que le vuelve a pasar a Miguelito a Alicia y se toma el mate amargo de un tirón.

–Disculpen, por favor, que no tenga suficientes sillas para todos–dice Doña Amalia, aunque en la habitación no hay ninguna silla. Paternostro se pregunta si lo dice con ironía. Doña Amalia mira atentamente el rostro de Miguelito y exclama:

–¡Ay, la pobre criatura está empachada! ¿Desde hace cuánto?

–Dos semanas –le responde Alicia.

Doña Amalia frunce el entrecejo: –Demasiado tiempo. Tendrían que haber venido antes.

–No sabíamos de usted antes –dice Alicia, casi disculpándose.

–¿Cómo se llama?

–Miguelito –dice Paternostro.

–Ah, y usted es Miguel, supongo.

–Así es –Paternostro vuelve a sospechar ironía, pero quién puede estar seguro con esta gente.

–Me gusta su nombre, Sr. Paternostro –dice Doña Amalia. Y luego, dirigiéndose a Alicia, añade: –Desvista a Miguelito y póngalo sobre la mesa boca abajo, por favor.

Una vez que Alicia le saca los pañales al bebé, Doña Amalia le pregunta si estaba más gordo antes de la enfermedad.

–Oh, sí –responde Alicia–, estaba bien gordito y ahora está flaco como un junco.

Paternostro, sintiéndose acalorado e incómodo en la habitación sin ventanas, mete las manos en los bolsillos y hace tintinear unas llaves. Doña Amalia toma una botella del estante a sus espaldas y esparce un polvo blanco sobre la parte baja de la espalda del bebé. Luego cierra los ojos y frota sus dedos nudosos sobre la misma zona durante unos treinta segundos, moviendo los labios en silencio todo el tiempo. Su piel parece sorprendentemente lisa mientras sus ojos están cerrados, pero cuando los abre vuelve a replegarse en una masa de arrugas.

–Pobre criatura, el empacho es muy fuerte –dice, tomando un pliegue de piel de la espalda de Miguelito con las dos manos entre los pulgares y los dos dedos siguientes, y da un tirón fuerte hacia arriba. Se oye un sonido seco, como si se hubiera dado una palmada en su propio traste gordo. El grito de Miguelito retumba en la pequeña habitación y hace encoger a los visitantes. Alicia se muerde el labio, María Elena lanza un suspiro y Paternostro tiene ganas de dar un salto y rescatar a su hijo, pero se siente atornillado al suelo, bañado en sudor. Un olor fétido comienza a llenar la habitación y todos se miran alarmados.

–El empacho está pasando –anuncia Doña Amalia contenta. Vuelve a dar otro tirón fuerte, el sonido se repite, Miguelito grita más fuerte que nunca y el olor fétido se vuelve tan potente que Paternostro siente que tiene que salir enseguida si no quiere sofocarse. Doña Amalia estira de la piel una tercera vez, pero no se oye ningún sonido y Miguelito llora suavemente.

–Ya pasó todo y puedes dejar de llorar, Miguelito –dice Doña Amalia–. Ahora di la verdad, ¿no te sientes mejor? –Lo da vuelta boca arriba y, prodigiosamente, el niño le sonríe. –Ya me parecía –dice, y se inclina para besarlo en la mejilla. Se lo pasa a Alicia, que lo viste sin perder tiempo, le agradece profusamente a Doña Amalia y sale de la habitación sofocante, seguida por María Elena. Una vez afuera, le grita a su marido: –Se ríe, Miguel. Gracias a Dios ya está mejor.

Paternostro saca la billetera y, sin mirar a Doña Amalia, le pregunta cuánto le debe. Ella se queda en silencio hasta que él levanta la vista y la mira.

–Para mí es suficiente ver a la pobre criatura bien de nuevo –le dice Doña Amalia. Y, después de una pausa durante la que Paternostro se queda ahí abochornado con la billetera en la mano, agrega:

–Rece una plegaria por mí.

Paternostro saca un billete de la billetera y se lo extiende.

–Yo no rezo –le dice –así que, por favor, acepte esto en su lugar.

–Entonces lo hará esta única vez por mí. Un Padre Nuestro sería apropiado, Señor Paternostro, teniendo en cuenta su nombre –su voz es firme y Miguel está ansioso por respirar aire fresco, pero no dice nada.

–¿Y ? –le pregunta Doña Amalia.

–Está bien –murmura él.

–¿Lo promete?

–Sí…si usted insiste.

–Bien –dice y toma el billete que Paternostro sostiene con mano lánguida, y lo guarda en el bolsillo de su delantal–. Adiós, Sr. Paternostro.

Miguel sale tambaleando de la casilla e inhala profundamente para recuperar la respiración. Los demás ya se han adelantado y lo esperan en el auto. Él va hacia ellos, sin importarle el barro.

–¡Vuelve aquí, Colita, ladrón! –Una niña extremadamente flaca va persiguiendo a un perrito que lleva una muñeca de trapo en el hocico y se cruza por delante de Paternostro, tan cerca que tropieza con su pie y cae de boca en el barro. Paternostro se inclina para ayudarla, pero ella se pone de pie de un salto antes de que él alcance a tocarla. Olvidándose del perro por un instante, ella levanta el rostro hacia él y le pregunta: –¿Ya está mejor, señor?

–¿Cómo? Ah, sí, mucho mejor, gracias.

El perro, molesto porque la persecución ha sido interrumpida, deja caer la muñeca frente a sus patas y les ladra estridentemente.

–¡Colita, ladrón, devuélveme mi muñeca!

El perro levanta la muñeca y corre enloquecido en círculos por un momento antes de desaparecer tras la esquina de una casilla. La niña lo sigue, el pelo y las piernas sacudiéndose en el aire.

–Mira, Miguel–dice Alicia, mientras van en el auto camino a casa–, Miguelito está dormido. Probablemente va a dormir una semana para recuperar lo perdido. Pero tiene que comer, pobrecito, está flaco como un junco.

–A ustedes dos también parece que les vendría bien una semana de sueño –dice María Elena–. Dime, Miguel, ¿cuánto te cobró?

–¿Quién?

–Doña Amalia, por supuesto.

–No mucho.

Para dar información, que significa poder, uno debe primero obtenerla –leyó María Elena hace poco. Y ella no es alguien que se dé por vencida.

–¿Ah, sí? ¿Cuánto?

Paternostro se siente tentado de contarles sobre su promesa y tomárselo en broma, pero, de algún modo, no le encuentra la gracia.

–Una promesa, nada más.

María Elena se rie: a –Vaya, eso sí que es valioso. ¿Y tú hiciste la promesa?

–Sí.

–¿Qué promesa?

–Es un secreto entre los dos.

Se detienen ante las barreras bajas de un paso a nivel y, muy a pesar suyo, María Elena debe guardar silencio mientras esperan que pase el traqueteo de un viejo tren. Y cuando finalmente han cruzado las vías, vuelve al ataque:

–Vamos, Miguel, algo te debe haber cobrado; dinos el secreto.

–Creo que Miguelito le gustó mucho –dice Alicia, para salvarlo.

–Hum, sí, puede ser –dice María Elena, con la esperanza de sacarle a Miguel algo más. –¿Vos qué pensas, Miguel?

–Sí, claro, yo también pienso lo mismo –responde Paternostro con sinceridad.

*

El sol se está poniendo y el cielo hacia el oeste se tiñe de naranja. Las abejas han regresado a la colmena con sus últimos cargamentos de néctar y polen. Los pájaros trinan bulliciosos, como es su costumbre en primavera. Miguel Paternostro se da cuenta, de pronto, que hay muchas cosas que ignora. Pero de algo está seguro: esta noche todos van a dormir bien.



Traducido del inglés por María Teresa Gutiérrez

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