La pizza pelirroja

pizza

por Frank Thomas Smith

Romano, el pizzero pelirrojo, ya había hecho por lo menos cien pizzas aquel mediodía. A sus clientes les gustan mucho sus pizzas por la técnica que aprendió en Italia y por sus propios toques artísticos. También había aprendido a usar solo harina, tomate y otros ingredientes biodinámicos, cultivados según el método de agricultura desarrollado por el Dr. Rudolf Steiner. En opinión de Romano, una pizza bien hecha, con ingredientes biodinámicos saludables, es una obra de arte casi viviente. Pero hoy tiene tanto trabajo que hace una pizza tras otra: mozzarella, napolitana, cebolla, salame, etc., grandes, chicas y medianas.

–¡Una grande de mozzarella! –grita el mozo.

–Siempre lo mismo –suspira Romano.

Cuando termina de moldear la masa y de cubrirla con el queso y la salsa de tomate, se detiene un momento, sonríe, y en lugar de ponerle las aceitunas de cualquier manera, coloca dos cuidadosamente a la misma altura. Luego pone otra un poco más abajo entre las dos primeras. Corta un pedazo de pimiento rojo y lo coloca debajo de la tercera aceituna para formar una sonrisa en la cara que ha dibujado sobre la pizza. Por último, pone dos pedazos de pimiento rojo para formar las orejas y una generosa cucharada de salsa de tomate sobre la frente. Romano, el pizzero, contempla su obra, suelta una carcajada y exclama: –Bienvenida, pizza pelirroja –tras lo cual, la mete al horno con la pala de mango largo que se usa en las pizzerías.

Cuando la pizza está lista, la saca del horno y ve que ahora se parece más que antes a una cara humana, pues el calor del horno le ha avivado el color.

–No la voy a vender –dice Romano para sí –. Es demasiado bonita. Quizás me la coma yo mismo después de cerrar. –Y la pone encima del horno para mantenerla caliente.

La pizza pelirroja oye lo que dice Romano y se siente orgullosa por el elogio de su creador. Espera impaciente la hora del cierre.

***

Alrededor de la una y media, cuando la pizzería está repleta de clientes, un gordo se queja al mozo con voz estridente: –¿Dónde está mi pizza? ¡Hace una hora que la pedí!

El mozo sabe que el gordo no pidió la pizza hace una hora, pero sí puede haber sido hace media hora. Así que corre al mostrador para averiguar qué ha pasado con el pedido. Ve la pizza pelirroja y piensa que es la del gordo. Y si no, no importa, ya que si es de otro cliente, Romano –que está muy ocupado preparando nuevas pizzas– puede hacer otra. El mozo toma la pizza pelirroja, la pone sobre su bandeja y se dirige a la mesa del gordo.

La pizza pelirroja estaba dormitando cuando el mozo la sacó de su lugar calentito. Cuando se da cuenta de que la están llevando por los aires sobre una bandeja lejos de Romano, se asusta. E imagínate su espanto al ser depositada frente al gordo, que la mira con sus ojitos de cerdo, se relame y levanta el tenedor y el cuchillo, listo para cortar.

Con gran esfuerzo, la pizza pelirroja salta del plato ante los ojos desorbitados del mozo y rueda hasta el borde de la mesa, vacila un instante al ver el piso abajo tan lejos, pero decide arriesgarse, traspasa el borde y aterriza sin ningún daño.

–¿Qué pasó? –exclama el gordo, mirando su plato vacío.

–¡Alto! –le grita el mozo a la pizza, que se aleja rodando de la mesa–. ¡Vuelve aquí ya mismo!

Pero la pizza pelirroja, viendo el camino hacia Romano bloqueado por el mozo, opta por salir a la calle. El gordo corre tras ella gritando: –¡Alto! ¡Alto! Quiero comerte.

–Jamás me comerás, Gordito –le contesta la pizza pelirroja–. El único que puede comerme es mi creador, Romano.

Pasa rodando junto a un ovejero alemán que se despierta de golpe al olerla pasar. –¡Guau-guau-guau! –ladra, queriendo decir: “¡Alto! ¡Alto! Quiero comerte. ”

–Jamás me comerás, perro sarnoso –le contesta la pizza pelirroja. El único que puede comerme es mi creador, Romano.

No obstante, el ovejero alemán corre detrás de la pizza ladrando: “¡Guau-guau-guau!”

La pizza pelirroja cruza la calle con el semáforo en rojo y hace que varios coches frenen bruscamente. Un policía que está descansando dentro de un café, tomándose un cortado y leyendo el diario, oye el chirrido de los frenos y sale para ver qué pasa. Cuando ve a la pizza pelirroja, al gordo y al ovejero alemán cruzando la calle con el semáforo en rojo, saca el silbato y lo sopla hasta que la cara se le pone azul.

–¡Alto! –grita–. ¡Está prohibido cruzar la calle con el semáforo en rojo!

La pizza pelirroja llega a la vereda opuesta y continúa rodando por entre las piernas de la gente. El policía se da cuenta de que tiene hambre y que la pizza sería una buena excusa para volver a la comisaría una hora antes y compartirla con sus compañeros.

–¡Alto! –grita–. ¡Quiero comerte en la comisaría!

Pero la pizza pelirroja sigue rodando y le contesta al policía: –Jamás me comerán los policías. El único que puede comerme es mi creador, Romano.

Y así continúa rodando seguida por el gordo, el perro y el policía, hasta que llega a las afueras del pueblo. Allí casi se choca con una muchacha pelirroja que está tratando de arreglar una goma pinchada de su bicicleta.

–Hola, deliciosa pizza pelirroja –le dice la muchacha–. ¿Por qué vas rodando así por la calle? Te vas a enfriar.

La pizza pelirroja mira hacia atrás y ve que el gordo, el perro y el policía se van acercando. –¿Me puedes ayudar? –le pregunta a la muchacha.

–Claro –le contesta ésta–. ¿Qué te pasa?

–Tienes que esconderme. Si no, el gordo, el perro y el policía me van a comer.

–Pobre pizza –dice la muchacha–. Espera, déjame pensar. –Se pone un dedo sobre la nariz, como hace siempre cuando tiene que resolver algún problema. –¡Ya sé! –exclama–. Rápido, ponte debajo de mi bici como si fueras una rueda.

La pizza pelirroja se pone debajo de la parte delantera de la bicicleta y la muchacha le ajusta una tuerca hasta que queda bien sujeta.

–¿Viste pasar una pizza pelirroja por aquí? –le pregunta, jadeando, el gordo a la muchacha.

–¿Dónde está la pizza pelirroja? –grita el policía mientras sigue soplando su silbato.

–¡Guau-guau-guau! –ladra el ovejero alemán, con la lengua afuera.

–Se fue por allí –dice la muchacha, señalando hacia el bosque.

El gordo, el perro y el policía se internan en el bosque a la carrera, cada uno con la esperanza de atrapar a la pizza pelirroja y comérsela él solo.

–Creo que ahora estás a salvo –dice la muchacha–. Pero no puedes quedarte aquí porque podrían volver.

–Quiero regresar a la pizzería donde nací –dice la pizza pelirroja –. El problema es que cada persona o animal con que me cruzo me quiere comer. –Y levantando la vista hacia el bonito rostro de la muchacha, le pregunta: –¿Tú también me quieres comer?

–La verdad es que sí –admite ella–. Tienes un aspecto delicioso y yo tengo hambre. Pero si no quieres que te coma, no lo haré.

Mira –dice la pizza pelirroja, agradecida–, tú eres mi amiga, así que puedes comerme junto con mi creador, el pizzero.

–¡Oh! –exclama la muchacha–. ¡Qué suerte que tengo!

–Sí –concuerda la pizza pelirroja–. ¿Pero cómo vamos a llegar a mi pizzería natal?

–En mi bici, por supuesto. ¿Queda lejos?

–Bastante. ¡Pero vamos!

La muchacha se sube a la bicicleta y pedalea por la calle con la pizza pelirroja como rueda delantera. Varias veces la pobre pizza piensa que va a quebrarse, pero con gran fuerza de voluntad se mantiene firme hasta que llegan a la pizzería.

La puerta está cerrada porque todos los clientes de la hora del almuerzo ya se han ido. Son las tres de la tarde.

La muchacha baja de la bicicleta y golpea a la puerta. Adentro, Romano acaba de descubrir que su pizza pelirroja no está sobre el horno y le pregunta al mozo qué ha ocurrido. Cuando se entera de que la pizza se ha escapado para no ser comida por el gordo, se pone triste. Nunca había sido su intención dejar que alguien que no fuera él mismo se comiera la pizza pelirroja.

Con paso lento va hacia la puerta que alguien acaba de golpear. Se asombra al ver a la muchacha y piensa: “Jamás había visto una chica tan hermosa en toda mi vida”.

–¿Tú eres el pizzero? –pregunta ella, también sorprendida. No esperaba encontrarse con un joven tan apuesto, con unos ojos tan intensos que la traspasan como espadas.

–Sí –confirma él–. Soy Romano.

–¿Romano?

–¿Y tú, cómo te llamas?

–Romana.

–¿Romana?

–Sí. Romano y Romana. ¡Qué gracioso!

Romana desatornilla la pizza pelirroja de la bicicleta y se la entrega a Romano, que la recibe con júbilo.

–¡Mi querida pizza pelirroja! –exclama.

Al ver a su creador con sus ojos de aceituna, la pizza pelirroja sonríe con su boca de pimiento y dice: –Por fin he vuelto a casa.

Romano pone la pizza pelirroja en el horno para calentarla. Cuando está lista, la saca con la pala larga, y él y Romana se la comen con tanto gusto que se enamoran en el acto. Poco tiempo después, se casan y tienen una familia de siete hijos –cuatro nenas y tres varones, todos pelirrojos. Siempre recuerdan a la pizza pelirroja y les cuentan Romana y Romano a sus hijos la historia de cómo se conocieron a causa de su huida.

También les cuentan a todos lo deliciosa que estaba.


Traducido del inglés por María Teresa Gutiérrez

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