Que “las cosas pasan todas al mismo tiempo” es un cliché, pero no por eso deja de ser verdad. Al poco tiempo de quedarme sin trabajo, me dejó mi mujer. Tanto el trabajo como mi mujer eran buenos, y en ambos casos la pérdida fue a causa de un “downsizing”, un recorte de personal (usted me entiende), por lo que quedé bastante desolado. La empresa al menos me dio una indemnización, mi mujer, en cambio, se quedó con la casa, el auto y los niños.
Decidí rumiar sobre lo acontecido lo más lejos posible de la escena del crimen, así que agarré mis tarjetas de crédito y mi laptop y compré un pasaje clase turista – hacía mucho que no viajaba en turista, pero ahora lo estaba pagando yo – y huí a un lugar lejano.
Una vez en JFK,1 busqué en el panel de salidas el primer destino bien remoto con un vuelo que saliera pronto. Y ahí estaba: Buenos Aires, la única de las grandes ciudades de Sudamérica que no había visitado en viaje de negocios y, encima, la que quedaba más lejos. A decir verdad, venía pensando en Sudamérica de camino al aeropuerto ya que hablo español bastante bien por haber trabajado en Madrid durante varios años, y no quería volver a España porque me despertaba recuerdos dolorosos. Es donde nos conocimos con mi esposa – ex-esposa, quiero decir. Diez horas más tarde había pasado por la aduana del aeropuerto de Ezeiza, en las afueras de Buenos Aires, y estaba en un taxi destartalado rumbo a la ciudad por una ruta que parecía una línea negra pintada sobre una mesa de billar. Eran las seis y media de la mañana y el sol apenas empezaba a asomar sobre la pampa.
–¿A dónde? –preguntó el chofer.
–A un hotel. ¿Me recomienda alguno?
–¿El Sheraton? ¿El Plaza? ¿El Intercontinental?
–Por el momento estoy tratando de economizar.
Me miró con curiosidad por el espejo retrovisor. Y yo lo miré por primera vez –también por el espejo. Tenía un espeso bigote canoso, orejas de grandes lóbulos, amables ojos negros de gran tamaño y se estaba quedando pelado. Podía entender su extrañez. Yo todavía tenía el aspecto del típico hombre de negocios americano –corbata, traje azul brillante, bolso Samsonite caro, acento y todo. Quería decirle que yo no era lo que parecía, pero no hubiera sido verdad ya que todavía tenía intención de volver a ser lo que había sido en la “Gran manzana” después de recargar las pilas.
–Bueno, en Buenos Aires los hoteles son bastante caros, incluso si no son el Sheraton –dijo.
Gruñí y esperé.
–Pero justamente conozco uno que es barato y muy simpático.
Sin sorprenderme en absoluto, le dije: – Muy bien, vamos ahí. –No dormía bien hacía una semana y estaba extenuado por el viaje. Lo último que quería era conversar.
–No es en el centro –dijo.
Gruñí.
–No está ni siquiera cerca del centro.
–Bueno vamos ahí. –Cerré los ojos y empecé a dormitar.
–¡Señor! – La voz se escuchaba muy lejana. – ¡Señor! – Se acercó de repente. – Ya llegamos.
Abrí los ojos a la enceguecedora luz del sol y miré mi reloj. Había pasado más de una hora desde que había subido al taxi. Nos encontrábamos en lo que parecía ser un tranquilo barrio residencial de clase media-baja. – ¿Dónde está el hotel? – pregunté.
–Ahí está –dijo el chofer. Bajó del coche y dio la vuelta para abrirme la puerta trasera, cosa que yo no podría haber hecho desde adentro porque faltaba el picaporte. No descartaba completamente la posibilidad de estar siendo secuestrado, pero el chofer no tenía pinta de secuestrador. Sonrió y señaló la casa de dos pisos frente a la que estábamos estacionados. Era antigua pero pulcra, con mucha sombra, había un pequeño jardín donde abundaban los arbustos cubiertos de flores. No sé nada sobre flores, así que no podría decir de qué flores se trataba, salvo las rosas.
–No parece un hotel –dije.
–Es más bien una pensión –me confirmó el chofer–. Más agradable que un hotel y mucho más barata.
–Seguro que sí –murmuré para mis adentros en inglés. A pesar de la siesta, todavía me encontraba algo atontado y no estaba en condición de discutir. En ese momento lo único que me interesaba era una ducha y una cama limpia.
El chofer sacó mi bolso del baúl, me guió a través del jardín y tocó el timbre. Abrió la puerta una mujer que tendría su misma edad y él le dijo algo, señalándome con un movimiento de la cabeza. La mujer no pareció mucho más contenta de verme que yo de verla a ella.
Mi habitación era amplia y se veía limpia, había cortinas blancas de voile y postigos de madera pintados de verde. Daba a un patio al final del cual se encontraba el baño, no precisamente donde yo hubiera querido que estuviera. Ahora que me encontraba dentro de su casa, la actitud de la mujer cambió. Me sonrió y preguntó si iba a almorzar con ellos, al tiempo que me entregaba una toalla delgada y gastada y un jabón a medio usar. Asentí y me dirigí al baño exterior. A mitad de camino me volví hacia el chofer. Le pregunté cuanto le debía y me respondió que lo agregarían a la cuenta.
–¿Entonces ésta es su casa?
–Sí. ¿Le gusta?
–Como casa, sí – dije, insinuando que como hotel no me parecía gran cosa.
Me despertaron unos golpes en la puerta. Me senté, sintiéndome un hombre nuevo: –¿Sí?
–El almuerzo señor –anunció la voz de la mujer.
Una mesa había sido preparada en el patio –un agradable lugar para almorzar. Una parra cargada de grandes uvas hacía de media-sombra. Había uvas negras y blancas, y otras que parecían estar pasando de negras a blancas, o al revés. Además de mi chofer y su esposa los comensales incluían a un chico de doce años que vestía un guardapolvo blanco y una linda joven de ojos oscuros y largo pelo negro. El chofer se levantó y me indicó la silla vacía.
–Ésta es Mireya, mi hija, y mi hijo, Juancito –dijo, orgulloso.
El chico se levantó de un salto y me extendió la mano. Mireya me saludó inclinando la cabeza. Estreché la mano del chico y le devolví el saludo a Mireya con una leve reverencia.
–Me llamo Frank –dije. El chico pareció confundido así que traduje: –Francisco.
–Yo soy Juan –dijo el chofer– y mi esposa, María Elena. Encantados de conocerlo, señor Francisco.
–El gusto es mío –respondí y me senté a la mesa, sobre la cual estaba servida la comida, que se veía deliciosa: pollo, varias ensaladas, verduras y vino tinto.
–¿Qué lo trae a la Argentina? – preguntó Mireya una vez que su madre me había servido. Sonaba a charla trivial, pero su mirada demandaba verdad.
–Descansar, recuperarme y… huir, supongo.
–¿Nada de negocios?
–Nada de negocios.
–Entonces está bien. –Sonrió por primera vez, mostrando unos dientes blancos y relucientes–. Le dije a papá que no tendría que haber traído a un hombre de negocios acá, tan lejos del centro.
–Ah, eso no es problema. Eh… ¿a qué distancia queda el centro?
–Una hora en colectivo, más o menos, media hora en taxi –dijo Juan, indicando, con su sonrisa, que su taxi estaba a mi disposición.
–¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros, señor Francisco? –me preguntó su esposa.
–Quizás un par de días – le dije, para mi sorpresa, ya que había pensado salir de ahí lo más rápido posible–. Si no hay inconveniente.
–Para nada –sonrió.
Cerca de la entrada al patio observé una estatua, era un chico de pantalones cortos con las manos en las caderas, parado en medio de arbustos de flores (reales). Sin dudas se trataba de Juancito, y así lo dije.
–Tenía solo diez años en ese entonces –me confirmó el niño.
–¡Qué hermoso trabajo! –dije, honestamente. Una vez, cuando era joven, quise ser pintor y sé un poco de apreciación del arte. Reconocí en la escultura un trabajo profesional. ¿Quién lo hizo? –pregunté.
–Mireya –me respondió la madre–. Hace cosas hermosas cuando tiene tiempo, lo que desafortunadamente no pasa a menudo.
Era profesora en una escuela secundaria, me informó Mireya, un trabajo poco lucrativo en un país que ubica la educación debajo de la recolección de residuos en su lista de prioridades. Enseñaba artes y oficios y era una escultora de primera, como segunda actividad o, sonrió irónicamente, al revés. Le conté de mi juvenil ambición e incipiente carrera de pintor, frustrada por el matrimonio y las inevitables responsabilidades familiares. También mencioné que siempre había querido volver a pintar, aunque no había pensado en ello hace veinte años. Tomó media hora de indirectas y de hablar de arte para que finalmente nos pusiéramos de acuerdo en que me empezaría a dar clases de pintura al día siguiente. Todavía me da vergüenza mencionar sus honorarios; le ofrecí pagarle más pero ella insistió en que no quería estafarme solo por ser gringo.
Mireya no estuvo en la cena, que, por esa razón, me pareció mucho menos interesante que el almuerzo, aunque la comida, risotto a la italiana, estuvo magnífica.
Me quedé mucho más de un par de días. De hecho, aún estoy aquí. A la mañana siguiente fui a un local de insumos para pintores en el centro de Buenos Aires. El taxi de Juan estaba en el taller, pasando por una cirugía de carburador, así que fui en colectivo, así le llaman los argentinos a esos autobuses repletos, pintados de colores, sin suspensión y conducidos temerariamente, y tardé bastante más de una hora. Al bajar del colectivo, decidí abandonar la falsa humildad ahí mismo y regresar en taxi. Compré todos los materiales que necesitaba, especialmente acuarelas, que siempre había preferido, pero que mi profesor de arte en Nueva York me había convencido de no usar porque “les faltaba fuerza”. Mireya, en cambio, creía que la pintura con acuarelas era la más gratificante. –Son más espirituales que el óleo –decía.
Varios meses pasé pintando toda la mañana en el patio, bajo la parra, mientras Mireya estaba en el colegio y, a la tarde, ella criticaba (hasta que gradualmente empezó a elogiar) lo que yo había hecho, y me ayudaba a desarrollar un estilo. Trabajaba en sus esculturas a la par mía. Quería alejarse del estilo abstracto que estaba en auge y concentrarse en el realismo individual, bien representado en su escultura de Juancito.
Cuando llegó el invierno y hacía demasiado frío para trabajar en el patio, alquilé un estudio por ahí cerca, donde mi habilidad como pintor, y también nuestra relación, floreció. Estaba ahí nomás de la casa de sus padres y de las suculentas comidas de Mamá. La primavera siguiente, con fondos de mi indemnización, abrimos una galería de arte en San Telmo, el barrio bohemio de Buenos Aires, sitio obligado para los turistas. Nos iba bien, ganábamos lo suficiente para mantenernos y ayudar a la familia de Mireya, sin necesidad de que ella trabajara en escuelas.
Ella esculpe en el estudio una semana mientras yo atiendo la galería y yo pinto una semana mientras ella atiende el local. Vendemos más cuando ella está ahí, pero es mi conocimiento de marketing el que provee el método (eso me digo a mí mismo). Ahora soy en verdad lo que parezco: un artista barbudo, relajado, felizmente en pareja y sin temor a los recortes. Se lo recomiendo.
1 Se refiere al aeropuerto internacional John Fitzgerald Kennedy en Nueva York. NdelT.↑
Traducido del ingles por Nicolás Gawain Smith