Toto Cuarto

a picture of a white dog

por Frank Thomas Smith

Traducido por María Teresa Gutiérrez

Habiendo dejado atrás una carrera profesional relativamente exitosa, justo cuando la reestructuración y los recortes empezaban a hacer furor, fui cayendo de a poco, casi sin darme cuenta, en la melancolía post jubilación y toqué fondo al morir mi esposa. Un viejo amigo, apiadándose de mí, me invitó a pasar un par de semanas en un complejo residencial para jubilados en Florida. La idea me atraía tanto como una cena en MacDonald's, pero la invitación había sido hecha de corazón y yo quería preservar nuestra amistad, así que acepté. Durante mi tercer día en Boca Ratón, decidí ir a la playa. Mi amigo se excusó diciendo que el mar era peligroso y que no había servicio de guardavidas los días de semana, y que, de todas formas, el Complejo tenía muy buenas piscinas.

Pasé con mi auto frente a las fortificadas villas para jubilados y a los "shoppings" y crucé el puente levadizo que llevaba a la playa desierta. En la orilla, el primer sol de la mañana proyectaba una ondulante línea roja que cruzaba el mar desde el horizonte hasta mis tobillos. El mar estaba picado, pero siempre he sido buen nadador así que eso no me preocupaba. Me interné más allá de la rompiente hasta donde el agua, que me llegaba al pecho, estaba relativamente tranquila y me puse a flotar con los ojos cerrados. Como me suele suceder con frecuencia en este último tiempo, me remonté no al día anterior sino mucho más lejos. Las décadas cruzaron por mi mente con un suave vaivén de olas.

De repente, una no tan suave me tapó la cara y me hizo tragar agua por la nariz. Tosí y me enderecé para ponerme de pie, pero no había nada abajo donde pararse. Busqué la playa con la mirada y me sobresalté al ver que estaba tan lejos. ¿Podía ser que me hubiera dormido? No. Me di cuenta de lo que había pasado. Cerca de donde me había metido al mar la línea de la playa se abría en una curva, de modo que a medida que el agua me arrastraba, la distancia que me separaba de la playa había aumentado proporcionalmente.

En lugar de tratar de alcanzar en línea recta la ahora lejana playa, lo que quizás habría sido demasiado para mis fuerzas, enfilé hacia el punto desde el que había partido. El estilo libre con el que empecé me cansó pronto y no era muy recomendable para un corazón envejecido, así que, por un rato, me puse a flotar de espaldas pataleando como un bebé en la cuna, pero así no podía controlar la dirección en que avanzaba, de modo que opté por una brazada lateral. Me di cuenta demasiado tarde de que estaba yendo contra la corriente, lo que debería haber sido obvio, ya que había sido la corriente la que me había arrastrado hasta donde no quería estar.

Después de intentar tocar fondo sin éxito por enésima vez, estuve tentado de aflojarme y simplemente esperar a que llegara el fin. Después de todo, ¿para qué continuar viviendo? No parecía valer la pena ni el esfuerzo ni el dolor del ataque cardíaco que sentía inminente. Leí en alguna parte que alguien dijo que el corazón no es en realidad una bomba, sino un complejo de válvulas, y que la sangre circula por nuestro cuerpo por su propia voluntad como la savia en los árboles, sólo que más rápido. Sea como fuere, algo me decía en ese momento, o al menos me insinuaba, que la vida aún guardaba alguna sorpresa en la manga. Así que hice un nuevo intento, un último frenesí desesperado de brazadas estilo libre, corazón o no corazón, una arremetida breve, pero suficiente para cubrir los pocos metros que necesitaba para ponerme de pie. Mientras avanzaba con esfuerzo hacia la playa caminando contra la resaca, una ola me levantó y me arrojó sobre la arena húmeda.

Me quedé ahí tirado jadeando, un minuto quizás, y de pronto sentí algo que me olfateaba la oreja izquierda. Abrí los ojos y vi las cuatro patas de un perrito blanco. Lo miré a los ojos. ¿Podía ser que lo reconociera? ¿No era éste Toto, el perro con el que jugaba de niño en Brooklyn? En realidad, Toto era el perro de Dorothy, mi compañera de juegos en esa época. Solíamos luchar, mientras Toto nos observaba y movía la cola, en el vestíbulo del edificio de departamentos en el que ambos vivíamos.

Debo haber perdido el conocimiento, pues me encontré de nuevo tirado en ese vestíbulo con Dorothy encima tratando de sujetarme los brazos contra el suelo. Podía oler su pelo, húmedo de sudor, sobre mi cara. Era invierno y el calor de una chimenea artificial nos envolvía con tibieza de verdad. Seis o siete escalones bajaban desde la calle hasta el vestíbulo, en mi recuerdo, y una alfombra raída cubría el piso. La única iluminación provenía de una pequeña ventana sobre los buzones del correo en un nicho en la pared y de una lamparilla de luz mortecina en el techo, y la verdad, más no necesitábamos.

Yo no le había prestado mucha atención a Dorothy cuando nos sentábamos en las escaleras de incendios durante el verano porque era menor que yo y, peor aún, era nena, hasta que una tarde de invierno bajé a la calle a jugar al fútbol con los chicos. Ella estaba sentada sobre la alfombra en el medio del vestíbulo jugando con una muñeca y Toto. La observé unos instantes conversar con Toto, que hacía de padre de la muñeca. Dorothy era la madre, por supuesto. Ella no notó mi presencia, o bien me ignoró, lo cual era inaceptable de cualquier forma, así que le dije: –Eh, ¿qué estás haciendo?

–Estoy jugando a la casita –me contestó, echándome una rápida mirada antes de volver la vista a su muñeca.

–¡A la casita! –exclamé como si nunca antes hubiera oído la frase.

–Sí , ¿quieres jugar?

–¿Quién? ¿Yo?

–Por supuesto. ¿No te gusta jugar a la casita?

–No mucho –le contesté, aunque pensé que haría mejor de padre que Toto.

–¿Quieres jugar a la lucha, entonces?

–¿Contigo?

–Soy más chica que tú y probablemente me ganarías, pero sé luchar.

–Bueno, está bien –dije al cabo de una pausa varonil–, pero sólo un ratito porque tengo que salir.

Ella se paró de un salto y se me vino encima agarrándome por la cintura. El impulso me tiró al suelo y ella saltó sobre mí tratando de sujetarme los hombros contra el piso. Toto corría a nuestro alrededor ladrando excitado. Con un rápido movimiento de caderas me la saqué de encima y me subí sobre ella, pero era delgada y fuerte, y no pude inmovilizarla. Rodamos por la alfombra hasta chocar con la chimenea, donde la dejé que se pusiera de nuevo encima. Y ella, tratando de volver a ubicarse en posición de inmovilizarme, quedó a caballito sobre mi rodilla. Le puse una mano sobre la cabeza para empujarla, pero, de pronto, los dos nos quedamos quietos y yo deslicé mis dedos por su espeso pelo negro, que olía a duraznos. Pasada esta breve escena, la tiré al suelo de un empujón, me le senté encima y la inmovilicé, simulando mayor esfuerzo del que en realidad era.

Durante todo ese invierno nos las arreglamos para encontrarnos en el vestíbulo a la misma hora todas las tardes –menos los fines de semana cuando había muchos adultos merodeando–, e invariablemente jugábamos a la lucha, que se convertía rápidamente en "la casita" cuando oíamos a alguien en la puerta de entrada o en la escalera. Ella tenía un año menos que yo pero la dejaba ganar de vez en cuando porque estaba enamorado de ella, lo que puede parecer precoz para alguien de once años, pero era la verdad. Los niños sí se enamoran, sólo que no se dan cuenta de ello y no saben qué hacer al respecto. Dorothy y yo jugábamos a la lucha.

Un día me anunció que se mudaba. Le pregunté adónde, pensando que lo mismo podíamos luchar en la calle 23 o 24 que en la 22, y me contestó que a la Costa Oeste. Eso sonaba bastante lejos así que, desde ese momento, luchamos con mayor intensidad. A veces, después de los briosos preliminares, nos quedábamos quietos sobre la alfombra gastada, enredados en un abrazo, envueltos en un aura de algo que me es imposible describir. Cuando llegó el día de la mudanza, miré cómo cargaban el camión desde la escalera de incendios de mi departamento. Toto subió de un salto al asiento de atrás del Buick y se quedó sentado mirando adelante, hacia el futuro. Antes de ubicarse junto a él, Dorothy miró hacia arriba y me saludó con la mano, no fue un gesto ampuloso, apenas un leve movimiento de la mano levantada junto al hombro, y yo le respondí de la misma manera. Fue la primera separación dolorosa de mi vida.

***

Nos volvimos a encontrar doce años después, durante la guerra de Corea. Después de estudiar alemán un año en la Escuela de Idiomas del Ejército, me destinaron a Alemania, donde debía realizar un curso en la Escuela de Inteligencia Militar de Oberammergau.

Oberammergau es famosa por la representación del misterio medieval que se realiza cada diez años con la actuación de los propios pobladores. Este no era año de representación, pero lo mismo el pueblo estaba lleno de turistas atraídos por las excelentes pistas de ski de los majestuosos Alpes bávaros y los negocios que vendían tallas en madera de los personajes de la obra (María, José, el Niño Dios, etc.). Yo no esquiaba –hay una notoria falta de montañas en Brooklyn– y, como cabo del ejército, tampoco estaba en condiciones de adquirir las costosas tallas en madera ni de frecuentar los bonitos y confortables cafés.

Un esplendoroso sábado por la tarde, paseaba por una de las calles atestadas (de gente y de nieve) cuando un perrito blanco salió corriendo de una tienda con la correa a la rastra. Debe haber visto al caniche perfumado que pasaba a mi derecha en ese momento, y salido en busca de acción. El perrito me pasó entre las piernas, la correa se me enredó en un tobillo y me fui al suelo, no sin antes intentar en vano mantener el equilibrio sobre la nieve resbalosa.

La dueña del animal salió corriendo tras él, vio lo que había sucedido y me tendió la mano para ayudarme a levantar. Ya estaba casi de pie cuando el perro salió corriendo de nuevo, y la correa me tiró de la pierna haciéndome caer otra vez. Instintivamente me sujeté a la mano de la mujer, con el previsible resultado de que ella cayó sobre mí, a horcajadas sobre mi rodilla. La sensación de déjà vu que nos invadió a los dos fue inevitable, al igual que el aroma a duraznos de su pelo. Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos celestes y me dijo: “Frank, eres tú?” Para entonces ya se había juntado a nuestro alrededor una multitud de curiosos que nos miraban divertidos.

Desafortunadamente, muy desafortunadamente como se verá, ella estaba acompañada por su prometido, que tenía la ventaja de ser mejor parecido que yo y de posición mucho más sólida. Después de levantar a Dorothy con delicadeza, recogió la correa del perro y se la entregó. Sólo entonces me extendió la mano para ayudarme a parar.

–¿Se conocen? –le preguntó.

–Por Dios, sí –dijo Dorothy–. No lo puedo creer. Nos criamos juntos.

–Ah...¿en Brooklyn? –hablaba con acento educado del sur, lo que probablemente quería decir que consideraba a Brooklyn como el séptimo círculo del infierno. Y no habría estado tan equivocado, pero a todo el mundo le gusta defender su territorio, por más indefensible que sea, así que, con mi mejor acento brooklynés, le dije, un poco también para demostrarle que sabía un par de cosas:

–Sí, solíamos luchar en el Paraíso Perdido.

Dorothy se rio y su novio torció un poco la boca debajo del bigote. Los dos estábamos de civil, pero él tenía aire de oficial.

–¿Con quién luchaban –con Dios?

–No –respondió Dorothy – entre nosotros– y me tomó del brazo, lo que tuvo el doble efecto de respaldarme a mí y ponerlo a él en su lugar.

–¿Cómo has estado, Frank? ¿Y qué cosa estás haciendo aquí?

–Ah, es largo de explicar –le dije con cautela–. Es decir, yo te podría hacer la misma pregunta, y hace frío aquí afuera...–el perro me olfateó los zapatos– ...Eh, este se parece a...

–¡Por supuesto que sí, es Toto! –exclamó ella riendo.

–Pero, no puede ser, es...

–No es el mismo perro que el de la Calle 22, lo compré aquí en Alemania, pero podría serlo, ¿no?

–Claro que sí. Tal vez sea la reencarnación del viejo Toto.

La sonrisa de Dorothy era más deslumbrante que la nieve que brillaba sobre su pelo negro.

–Vamos a algún lugar a conversar –dijo–. ¿Te importaría, Cal? No nos hemos visto en todos estos años –agregó sin darle tiempo a manifestar que obviamente sí le importaba, y le preguntó: –¿A qué hora sale el tren?

–A las siete. No hay problema, querida. Pero no llegues tarde. ¿Te acuerdas dónde queda la bahnhof?

–No estoy segura, pero nada queda lejos en este pueblo.

–Yo sé dónde queda –interrumpí–. Yo la llevo.

–OK, nos vemos entonces –se quitó el guante de cuero y me extendió la mano–. Encantado de conocerte, Fred.

Yo me saqué el mitón de lana y le estreché la mano: –Yo también, Hal.

LLevé a Dorothy y a Toto a la confitería del mejor hotel del pueblo. Toto se acurrucó debajo de la mesa y se durmió, como educado perro alemán que era. Nosotros tomamos café, rememoramos viejos tiempos, y nos pusimos al día sobre nuestras vidas. Luego de terminar la universidad, donde había estado becada por mérito académico, Dorothy había pasado un año en Alemania preparando su doctorado en historia europea. Calvin, su prometido, era capitán de la Fuerza Aérea –un ingeniero que pronto obtendría la baja y que ya tenía un magnífico empleo en el bolsillo– noticias desalentadoras para mí. Yo tenía ganas de pedir una botella de vino y decirle que dejara a Calvin y se quedara a pasar el fin de semana conmigo en ese gemütlichmente cálido hotel para continuar con nuestras carreras de luchadores debajo de los edredones. Quería decirle que la amaba, que habernos encontrado de esa manera era cosa del destino, que... Pero no lo hice. Un problema era que no tenía dinero para pagar una botella de vino, ni qué hablar de un fin de semana en el hotel. Además, ella podría haber dicho que no, y hasta podría habérseme reído en la cara. En esa época todavía me preocupaba por ese tipo de cosas.

Mantuvimos una conversación muy civilizada, anotamos nuestras respectivas direcciones (ella regresaba a los Estados Unidos al día siguiente y se iba a casar en un mes), sabiendo que nunca las usaríamos, y yo la acompañé hasta una cuadra antes de la estación, donde nos dimos un decoroso beso de despedida. Después ella se alejó rápidamente hacia la estación, una sombra deslizándose veloz sobre la nieve reluciente. La estación era pequeña, así que pude ver cuando el tren llegaba y luego partía, llevándosela de mi vida para siempre, o al menos eso creí. Segunda separación dolorosa.

***

Cuando volví en mí, me di cuenta de que Toto tendría que haberse reencarnado por lo menos cuatro veces para ser el mismo perro. Ladró y se alejó corriendo por la playa, frenó levantando una nube de arena, volvió hacia mí y se alejó corriendo de nuevo. Me puse de pie; me dolían todos los músculos, en desuso por tanto tiempo, lo que al menos era prueba de que aún estaba vivo. Escudriñé la playa y vi mi pilita de ropas no muy lejos, y pensé en volver a lo de mi amigo para descansar. Y si se hubiera tratado de cualquier otro perro, lo habría hecho. Pero a Toto, o su doppelgänger, no se lo podía ignorar. Hacía carreritas cortas y se paraba a menudo para mirar hacia atrás y esperar a que yo lo alcanzara. Siguiéndolo, recorrí la curva que casi me mata y me encontré con una niña pequeña jugando en la arena junto al agua. Minúsculas gotitas de mar brillaban sobre sus hombros como gotas de lluvia sobre las alas de un pájaro. Unos treinta metros más adentro había una señora sentada en una reposera bajo una sombrilla, llevaba puesta una bata de toalla blanca y tenía un libro abierto sobre el regazo, el ala ancha de su sombrero de paja le portegía la cara del sol. Parecía haberse quedado dormida.

–Hola –le dije a la niña, cuyo parecido con la Dorothy de mi pasado era extraordinario –¿Este es tu perro?

–Sí –me contestó echándome una rápida mirada– ¿Tú lo trajiste de vuelta?

–Diría que él me trajo a mí.

Este dato no pareció interesarle; al menos no le causó sorpresa.

–¿Quieres una magdalena? –me preguntó. Las únicas magdalenas que tenía para ofrecer eran las que estaba moldeando con arena húmeda.

–Gracias, pero recién acabo de comer.

–¿Tan pronto después de nadar? –dijo, observando mi cuerpo húmedo con desaprobación.

–Peor aún. Comí mientras nadaba.

Me miró con los ojos fruncidos mientras con la mano arenosa se los protegía del sol que estaba a mis espaldas.

–¿Qué comiste –un pescado?

–La verdad es que sí. Creo que era un pulpo.

–Ah –dijo, desmoldando con maestría una magdalena marrón grisácea.

–¿Cómo se llama tu perro? –le pregunté.

–Toto. A él no le gusta el pescado.

Tragué con fuerza y sentí que mi corazón se aceleraba tanto como cuando estaba luchando contra las olas del mar. ¿Es que hay que cuidarse hasta de los recuerdos cuando uno es viejo?

La niñita me miró.

–Me lo regaló mi abuela. Ella siempre tuvo Totos.

–¿Siempre tuvo Totos?

–Sí. Este es Toto Cuarto. Lo tengo desde que Toto Tercero se fue al cielo.

Estuve tentado de decirle que quizás yo había conocido a Toto Primero, pero decidí no hacerlo. Debe haber montones de perritos blancos como el del Mago de Oz que se llamen Toto.

–Los perros no viven tanto como nosotros, sabes –me informó–. Toto era de la abuela, pero ella decidió no tener más perros y me lo regaló.

–Esa fue una buena idea.

–Sí. Yo también voy a tener Totos siempre.

Toto Cuarto, alborozado al oír su nombre tantas veces, daba saltos a nuestro alrededor y en una de esas aplastó una magdalena.

–¡Toto! –le gritó la niña fingiendo enojo–. Mira lo que hiciste.

–¿Tú no te llamas Dorothy por casualidad? –le pregunté mientras ella volvía a dar forma a la magdalena.

–No, Robin –me contestó con desdén, aparentemente harta de que le hicieran siempre la misma pregunta–. Porque mi perro se llame Toto no quiere decir que yo tenga que llamarme Dorothy, sabes.

–Es cierto –dije, sintiendo que me había puesto bien en mi lugar–, muy cierto.

Me quedé mirando como llenaba otro molde con arena, la comprimía y luego la desmoldaba.

–Dime, Robin, ¿estás con aquella señora? –le pregunté señalando hacia la dama con los ojos.

–Sí, es mi abuela.

–Ah. ¿Y tu abuelo no está aquí?

–Mi abuelo está en el cielo –me dijo señalando hacia arriba con los ojos.

–Ah, entiendo. Bueno, ese es un lugar muy hermoso.

–Sí, ya sé.

Decidí, equivocadamente, que el método directo sería el mejor: –¿Cómo se llama tu abuela?

–Ya te dije –me contestó, mirándome como si yo hubiera sido un espantapájaros con la cabeza llena de paja–, Abuela.

–Ah, sí, es verdad –dije, suspirando con fuerza–. Bueno, creo que me voy a dar otro chapuzón.

La niña dejó caer el molde que tenía en la mano y se puso de pie de un salto.

–¿Puedo ir contigo? No me dejan nadar sola.

–Por supuesto, yo no tengo inconvenientes. Pero, ¿no te parece que tendrías que preguntarle a tu Abuela primero?

Robin no parecía muy convencida, probablemente previendo una respuesta negativa, pero dijo:

–Sí, supongo que tienes razón.

Y se alejó corriendo a toda velocidad, salpicando arena con los pies, seguida por Toto y gritando: –¡Abuela! ¡Abuela!

La dama se sobresaltó, levantó el ala de su sombrero y los observó acercarse. Sin mis anteojos, su cara era una mancha borrosa. Respiré hondo, me aparté un mechón de pelo blanco de la frente, hundí la panza y crucé la arena caliente detrás de Robin y de Toto, decidido a terminar de una vez por todas con las separaciones dolorosas. Una apuesta arriesgada, pero valía la pena probar.