La humanidad se ha enfrentado a una amenaza de pandemia con efectos hasta ahora desconocidos sobre la salud, los derechos humanos fundamentales, las relaciones sociales, la subsistencia económica del individuo y la economía mundial. De un día para otro se han tambaleado los cimientos que sostienen la sociedad actual. La pandemia surgida por el coronavirus 19 ha tenido un alcance global, no solo desde el punto de vista epidemiológico y sanitario, sino también como crisis sistémica que afecta a todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad.
Cuando la meditación de la Piedra Fundamental [1] sonó por primera vez en diciembre de 1923 en la carpintería de Dornach, al lado de las ruinas del Goetheanum destruido por el fuego, Europa estaba pasando por grandes dificultades. Pocas semanas antes había sucedido el primer intento de golpe de Estado de Adolf Hitler. Alemania, sumida en la crisis económica, política y social después de la Primera Guerra Mundial, sufrió una grave inflación, y en varios países europeos empezaron a establecerse sistemas de dictadura. Rudolf Steiner advirtió del enorme potencial de destrucción; pero en el mismo momento refundó la Sociedad Antroposófica y la Escuela Superior para la Ciencia del Espíritu, y desarrolló la meditación de la Piedra de Fundación como camino de autoeducación. Este es un buen ejemplo para los tiempos en que vivimos, pues tras la muerte es posible la resurrección.
Todos hemos notado los efectos de la pandemia: distanciamiento social, carencias materiales, masivas restricciones culturales… y en medio el tiempo de Pascua y Pentecostés. Hemos vivido una Cuaresma global, prescrita a la civilización como remedio que obliga a dejar las ocupaciones y ajetreos de cada día. Como consecuencia, cambia la consciencia de la relación con nuestros semejantes y el medio ambiente. Ha sido un llamado a reconectarnos con nuestras fuerzas interiores y nuestra paz anímica. Cada uno puede decirse: “Desde el lugar en que estoy, asumo la responsabilidad de mi vida y de mis semejantes, y me esfuerzo por dar sentido a mis actos”. Nos hemos distanciado un poco de la luz solar en nuestra reclusión, pero podemos encender nuestra luz espiritual interior.
Como parte de la oscuridad hemos experimentado la continua sucesión de noticias, las opiniones de expertos, virólogos, epidemiólogos, la televisión y demás medios de comunicación que nos inundan con todo tipo de hipótesis, desde teorías de conspiración hasta explicaciones científicas o dogmáticas que hacen cada vez más difícil distinguir entre la verdad y la mentira. En definitiva, una nube oscura de miedo, incertidumbre y soledad se vive como experiencia diaria. Y no solo es así por el coronavirus, sino como parte de la crisis constante en que vivimos.
La humanidad se ve al borde del abismo, aún antes de la pandemia: las crisis y amenazas mundiales se suceden a un ritmo acelerado. Se hace cada vez más evidente: si seguimos como siempre, este camino terminará en una catástrofe. Se impone cambiar el sentido, la dirección, ¿pero hacia dónde? Y, ¿cómo puede suceder esto?
El filósofo francés Edgar Morin, en el año 2003, en su escrito “Estamos en un Titanic”, llamaba a no subordinar más el desarrollo humano al desarrollo económico, sino a invertir esto para subordinar el desarrollo económico al desarrollo humano. Él usó la metáfora de que estábamos en un “Titanic planetario”, donde no podíamos continuar siendo objetos, sino sujetos de la aventura humana, conscientes de la comunidad de destino que formamos.
La ciencia y la tecnología progresan como nunca antes, celebrando avances sin precedentes, sin embargo seguimos destruyendo el clima, contaminando la tierra, provocando daños en la vida animal y vegetal, casi dos millones de personas mueren cada mes por hambre, otro tanto por enfermedades curables, mientras aumentan las enfermedades crónicas. ¿En función de qué está entonces todo el adelanto científico y tecnológico? Nuestros conocimientos y nuestras capacidades parecen ser tan altas como nunca, pero es evidente que necesitamos conocimientos y acciones diferentes a las que nos llevaron a esta situación. Las graves crisis de nuestra cultura, política y economía no son obra de Dios ni de la naturaleza; son el resultado de decisiones y acciones humanas, reflejan las consecuencias de un concepto de la ciencia que solo acepta lo contabilizable, medible y material, y excluye el espiritu, es decir, lo vivo, lo que actúa sin ser percibido por los sentidos.
A principios de 1929, la doctora Ita Wegman publicó un artículo en la revista Natura, titulado “El misterio de la Tierra”, en donde dijo que si la humanidad no se colocaba a la altura de su responsabilidad, se enfrentaría en un futuro próximo a fenómenos naturales causados por los seres humanos, pero no reconocidos como tales. Alertaba que la naturaleza se estaba convirtiendo en un espejo del comportamiento caótico humano y que se manifestaría en catástrofes y anomalías.
La experiencia del coronavirus no es más que una expresión de la vida que estamos llevando: una política determinada por el miedo y por una estrategia guerrerista, la reducción del discurso social casi siempre a un solo tema, visiones y acciones unidimensionales, restricciones de nuestros derechos y libertades fundamentales, la instalación de un gran mecanismo de control a gran escala. Todos lo estamos sintiendo y nace la conciencia instintiva de que algo hay que cambiar en nuestra sociedad, pero esa conciencia se dirige a los políticos “culpables” y no al sistema deficiente en sí ni al pensamiento general que ha generado y tolerado este sistema durante muchos decenios. En tiempos en los que estamos absortos en consumir innumerables noticias y teorías, ¿es posible y necesario construir la realidad futura con nuestros propios ideales y visiones? Rudolf Steiner dijo que el pensar se dejaba guiar por los hechos creados, cuando, en realidad, debería dominarlos.
Si es cierto que, con el tiempo, el mundo se convertirá en lo que pensamos que será, ¿cómo debemos pensar para que nuestro mundo, tan fantástico y lleno de crisis, pueda comenzar un desarrollo más humano y próspero para la vida? ¿Qué tipo de ciencia y acción es propicia para el futuro desarrollo del ser humano como ser libre y autodeterminado, y para la Tierra que nos sustenta y está conectada con nosotros? ¿Cómo es posible dar vida al lenguaje maltratado y al uso mecánico de la palabra que enferman el aire que respiramos? ¿Cómo puede el arte ayudarnos a animar nuestra percepción, pensamiento y actuación? ¿Y cómo puede surgir de ello un reconocimiento esencial de la tecnología o, incluso, una tecnología provechosa para la vida? ¿Podemos desarrollar una interacción no violenta entre nosotros y con la naturaleza?
Los investigadores, agricultores, científicos, educadores y personal de salud tienen una responsabilidad especial en este sentido. Un mundo mejor es posible. Debemos atrevernos a pensar lo posible. Se trata de repensar la manía de consumo y control de las naciones industriales, los paradigmas de los países subdesarrollados que aspiran a aumentar cada vez más su nivel de consumo, el querer tener todo al precio más barato, en todo momento y de todos lados, sin pensar que los costos verdaderos siempre se hacen notar tarde o temprano. La ideología del egoísmo autosuficiente (incluido el nacionalismo) debe dar paso a un nuevo sentido común. Rudolf Steiner diría que se trata de “encontrar, dentro de la realidad existente, las soluciones exigidas por la vida” y para la vida.
Precisamos entender y experimentar la naturaleza de lo vivo para poder apoyar la vida, pero la estrategia desarrollada por el sistema convencional de salud y por los Estados ha sido una estrategia bélica, enfocada en la victoria sobre la propagación del virus. Esta estrategia es el resultado de una visión reduccionista centrada solo en el agente desencadenante de la enfermedad. Cabe preguntarse si, ante una crisis global y sistémica, existen otras formas o métodos para ampliar y observar esta situación. ¿Pueden desarrollarse estrategias de actuación multilaterales, interdisciplinarias, colaborativas con un alcance más profundo y de futuro y no solo paliativas?
Todos esperan ansiosos la prometida vacuna, pero ¿no sería mejor eliminar las causas que provocaron la pandemia y así evitar que surjan nuevos brotes de este u otro nuevo virus? ¿Será realmente esta vacuna efectiva y no provocará daños colaterales? Si miramos la historia de la farmacia alopática ―esa que surgió hace poco más de cien años sustituyendo los preparados del boticario―, son innumerables los medicamentos que han tenido que ser retirados del mercado por los daños que provocaron luego de que fueran “provados” y aprobados por científicos acreditados para certificarlos. Y es que se necesita a veces esperar varias generaciones para comprobar la inocuidad de una sustancia, cuestión que es impensable en el mundo actual en el que la rapidez de la ganancia económica impone las leyes y no precisamente la salud de los seres humanos.
La preferencia del coronavirus por las vías respiratorias y la respiración ―como ha ocurrido por lo general con las grandes pandemias que han azotado a la humanidad― es un fenómeno interesante y sobre el que merece la pena focalizar la atención. La respiración, junto con la circulación, constituye el conjunto de las acciones rítmicas en el organismo humano. Funcionalmente, la respiración consiste en una alternancia entre inhalación y exhalación, entre inspiración y espiración. Tomando esta dinámica como modelo, se pueden encontrar en el hombre otras respiraciones o interacciones entre el mundo interior y exterior. Este es el caso de la percepción en el campo del sistema neurosensorial (respiración sensorial) y de la digestión en el campo del sistema metabólico (digestión nutricional).
Teniendo en cuenta los diferentes síntomas y basándonos en las tres respiraciones mencionadas, podemos concluir que el coronavirus perturba básicamente la respiración, entendida esta más allá de lo que es la respiración únicamente pulmonar, respiración como relación: entre el hombre y la naturaleza, con su medio ambiente, con los otros seres humanos. Justamente este puede ser el sentido que subyace detrás de esta epidemia. Entonces la tarea reside en recuperar una respiración en todo su alcance, que posibilite activar fuerzas sanadoras en todas las relaciones.
Una vez superada la fase crítica de la pandemia, debemos buscar soluciones integrales en correspondencia con los desafíos amplios y profundos que esta crisis plantea al hombre y a la humanidad. La pandemia del coronavirus no surge de la nada. Una manera de interpretarla es ver en ella la respuesta de la naturaleza a la falta de conciencia ecológica en la sociedad moderna. Es una llamada de la Tierra pidiendo un cambio. Hay científicos con sentido de responsabilidad que reconocen que esto es así. Muchos afirman que nuestra creciente vulnerabilidad frente a las pandemias tiene una causa más profunda: la destrucción cada vez más rápida de los hábitats. Los patógenos de los siglos xx y xxi que han surgido en gran número, desde el VIH y el ébola hasta los coronavirus, están relacionados con estas circunstancias. Como nunca antes, muchas especies abandonan sus hábitats destruidos y se acercan a los asentamientos humanos, transmitiendo sus patógenos; aumenta también el comercio ilegal o los mercados en los que se comercializan animales vivos o recién sacrificados; así como la situación de proximidad física de animales que en sus hábitats naturales nunca habrían entrado en contacto, lo que hace que los microbios puedan migrar con facilidad de un animal a otro.2 Además, la forma antinatural como son criados los animales ―desde sus condiciones de vida hasta con qué los alimentan, que incluye la injestión de hormonas para el crecimiento y engorde― están provocando alteraciones en su constitución genética; así como la práctica de administrarles cantidades masivas de antibióticos conduce a generar bacterias multirresistentes.
Entre las enseñanzas que nos deja esta pandemia está la toma de consciencia de que todos vamos en un mismo barco: nuestro maravilloso planeta. Todos estamos relacionados de una forma o de otra. Eso también quiere decir que juntos podemos hacer mucho y que es nuestro deber exigir vivir en condiciones humanas, con dignidad: que tenemos derecho a vivir en un lugar limpio, con acceso a agua potable, a electricidad, a comunicarnos, a una alimentación equilibrada y sana, a información verás y transparente, a privacidad. En este mundo hay espacio para todos, comida para todos y dinero suficiente para todo ―lo que incluye una adecuada atención médica para todos―, pero los recursos están mal repartidos. ¿Es en verdad el coronavirus la causa de nuestra crisis? ¿No sería mejor buscar las causas que provocaron el surgimiento del corona 19 y cambiarlas?