El 62 por ciento de los menores de 15 años
en la Argentina se considera pobre.
La voz del Interior - 30/10/2022
No recuerdo quién fue el anfitrión la primera vez que Adrián y yo nos sentamos a la misma mesa, pero, luego de los habituales saludos y comentarios sobre la comida y el tiempo, comenzamos una conversación que a ambos nos resultó interesante, de modo que la retomamos cada vez que coincidíamos en ese lugar. En ese entonces, yo generalmente almorzaba en un restaurant vegetariano del centro de Buenos Aires. Aún está allí —con auto servicio y libre selección de mesa, lo que significa que uno podía y aún puede sentarse donde haya una silla vacía, un poco como en Europa. En Suiza y Alemania, si hay una silla vacía en la mesa de alguien, uno puede preguntar “Ist hier frei?” y la persona asentirá con la cabeza, a menos que esté esperando a alguien, entonces uno se sienta allí y come en silencio si así lo prefieren ambos, que es lo usual, o se entabla una conversación.
Aunque Adrián dijo muy poco sobre sí mismo, supe por lo menos que vivía en San Luis —una provincia argentina— y que sólo venía a Buenos Aires ocasionalmente para hacer trámites. Supongo que a mí me gustaba más hablar de mí mismo que a él, así que, cuando me preguntó, a los postres, respondí, no textual pero sí básicamente:
Nací en Argentina y ahora estoy viviendo aquí de nuevo después de hacer la universidad en los Estados Unidos y de pasar muchos años allí y en Europa. Y he podido observar (con ojos a lo sumo entreabiertos) las condiciones culturales, económicas y políticas en los países en que viví: Argentina, Suiza, Alemania y los Estados Unidos, y en muchos otros países (con ojos mayormente cerrados) por mi trabajo en la industria de las líneas aéreas.
(No se preocupen, no se trata de una autobiografía, sino que tengo que establecer algún tipo de credencial, aunque sea endeble, ya que no soy ni economista, ni politólogo, ni filósofo, ni doctor en nada.)
Lo que he visto con ojos más o menos abiertos es que la gran mayoría de la población humana del mundo vive en la pobreza. La así llamada ‘clase media’, es decir ni pobre ni rica, ocupa un estrecho espacio entre los dos polos. Y los ricos —asquerosamente ricos, se podría decir— son propietarios de la mayoría de los recursos y de la producción, lo que no significa que sean ellos quienes en verdad produzcan esos recursos; simplemente los poseen. Otros son los que hacen el verdadero trabajo. Algo pasa y ese algo está mal, y así ha sido desde la revolución industrial, cuando se volvió posible producir todo tipo de cosas de manera rápida y más o menos eficiente, y una clase de así llamados capitalistas, empresarios, reemplazó a los terratenientes como la nueva dirigencia.
La distribución de la riqueza es injusta, lo que condena a millones de personas en todo el mundo a la pobreza, la ignorancia, las adicciones, la violencia y, a menudo, al crimen. ¿Y los otros? ¿Son los malos? Y… bueno, sí, pero no nacieron malos. E incluso puede ser que no sean malos, que sólo se comporten así, porque piensan que no tienen otra opción. ¿Cómo van a alimentar a sus familias, comprar ese auto nuevo, pagar esa hipoteca?
Sí, ya sé: ¿cuál es la novedad? Bueno, voy a ir directo al grano, o por lo menos en esa dirección. Así pues, el sistema, que incluye a los buenos, los malos y los intermedios, es el problema. Sólo quiero dilucidar (qué palabra, ¿eh?) parte del problema, y luego sugerir una manera de solucionarlo, o mejor, escuchen el camino de Adrián.
Adrián tenía más o menos mi edad, era un poco más bajo, de piel oscura, que podía provenir del sur de Europa, del Medio Oriente, de África o de los aborígenes americanos —en otras palabras, de cualquier lugar. Siempre andaba de jeans, saco gris y zapatillas. Ojalá haya tenido varias de esas prendas porque siempre parecían las mismas. Yo siempre andaba con mi uniforme de negocios, es decir, traje y corbata. Así que contrastábamos físicamente en ese aspecto. No recuerdo cuándo las conversaciones giraron hacia la espiritualidad y la reencarnación, pero así fue, por cierto. En esa época yo acababa de conocer la Antroposofía y la Educación Waldorf (para mis hijos) y cuando le mencioné que estaba decepcionado con la Sociedad Antroposófica de Argentina, me sorprendió que Adrián supiera sobre Rudolf Steiner, y que incluso hubiera leído algunas de sus obras. Me dijo que era natural que estuviera decepcionado porque cuando un líder espiritual, un iniciado, muere, la organización que construyó entra en un proceso de inevitable decadencia. Yo estaba reflexionando sobre esto cuando me dijo: “Mirá el cristianismo”.
También dijo que Rudolf Steiner era un gran iniciado, pero dado que él —Adrián— no sabía alemán y su inglés era pobre, como él mismo—agregó con una sonrisa—, su acceso a la bibliografía sobre antroposofía, el tema de Steiner, se limitaba al español. No obstante, sabía que lo que Steiner decía era cierto. No me dijo cómo lo sabía, pero, por alguna razón, yo estaba convencido de que efectivamente lo sabía. En realidad, con el tiempo llegué al convencimiento de que Adrián mismo era un iniciado. Una vez le pregunté cuál era el mejor camino hacia el conocimiento espiritual. Se quedó pensando un momento y luego dijo: “La pureza”. Sorprendido, quise saber a qué tipo de pureza se refería. ¿La pureza sexual, por ejemplo, en el sentido de la castidad?
Él sonrió y me dijo: “Tu pregunta me recuerda la frase de San Agustín: Señor, hazme puro, pero no aún”.
Poco tiempo después tuvo que regresar a San Luis, donde lo esperaban algunas personas. No mencionó qué personas ni por qué. Y enseguida dijo algo que no tenía nada que ver, sospecho que para cambiar de tema antes de que yo pudiera preguntarle.
No mucho después las cosas se pusieron peliagudas en Argentina, realmente peligrosas para los ejecutivos de las líneas aéreas, a decir verdad, con un grupo izquierdista vernáculo que trataba de emular el éxito en Cuba de Fidel y del Che Guevara (un argentino, después de todo). Así que no me entristecí cuando fui transferido a un paraíso suizo, Zurich, desde lo que se estaba volviendo un infierno argentino, Buenos Aires.
Doce años más tarde, después de que una feroz dictadura militar sucumbiera a su propia idiotez al invadir las Islas Malvinas y perder ignominiosamente la guerra que sobrevino con Gran Bretaña, me volvieron a transferir a Buenos Aires —con algo de manipulación de mi parte.
Muchos años después, cuando ya me había jubilado de mi trabajo regular y estaba dedicado a la traducción y a escribir obras de ficción, entré tarde un día al restaurant vegetariano esperando que todavía quedara comida y vi a Adrián sentado a una mesa en el fondo, solo, leyendo un libro.
—Hola, Adrián —dije—. ¿Permiso?
Él asintió con la cabeza sin levantar la vista hasta que hubo terminado una oración. No pareció para nada sorprendido de verme, simplemente sonrió y me dijo: “Por supuesto, Roberto”, como si me hubiera estado esperando y no hubieran pasado décadas desde que nos viéramos por última vez o tuviéramos noticias el uno del otro. Me alegré mucho de ver a Adrián de nuevo y me propuse indagar su pensamiento en busca de más perlas de sabiduría. Miró a su alrededor, recién dándose cuenta, al parecer, de que estábamos entre los pocos clientes que aún quedaban.
—¿No vas a comer? — me preguntó. (Al verlo, yo había ido directamente a su mesa sin servirme comida en el mostrador.)
—La verdad es que no tengo mucha hambre, desayuné tarde —le respondí—. Voy a comprar una empanada al salir.
—Buena idea —dijo Adrián—. Entonces se puso de pie, al fin, y me dio un abrazo.
—Me alegra mucho verte de nuevo, Roberto. Especialmente hoy, ya que, en aproximadamente una hora, me voy de Buenos Aires y no sé cuándo voy a volver…si es que vuelvo.
—¿Vas a San Luis?
—Sí, y después a Mendoza —dijo, y agregó con un suspiro: —Me estoy poniendo un poco viejo para viajar.
Yo lo entendía muy bien, ya que teníamos más o menos la misma edad. Y estuve inmediatamente de acuerdo, cuando agregó:
—Vamos hasta la Plaza de Mayo, donde podemos hablar tranquilos. Al salir, compré un par de deliciosas empanadas vegetarianas, que el empleado me puso en una cajita.
La Plaza de Mayo está ubicada directamente al frente de la Casa Rosada. En esa época, la tasa “oficial” de pobreza en la Argentina era de alrededor del 40%, lo que significa que en realidad estaba más cerca del 50%. Y la historia era similar en otros países de Centro y Sudamérica — o peor. Y ni qué hablar de África o de muchas partes de Asia. Estas cifras aparecían en la primera página del diario que yo llevaba bajo el brazo. Adrián comentó que La Nación era bastante de derecha, pero que por lo menos informaba bien, tanto como puede hacerlo un diario tradicional, y me lo pidió para ver. Nos sentamos en un banco mientras él lo hojeaba.
—Eso es mucha gente —me dijo al devolvérmelo. —El gobierno parece incapaz de hacer algo al respecto y las corporaciones no podrían hacerlo incluso si quisieran, cosa que no quieren, porque su única motivación es el lucro. Quizás los individuos que las gerencian quisieran hacer algo realmente positivo en cuanto a la pobreza, pero no pueden. Su organización tiene que ser lucrativa o, si no, ellos mismos irán a engrosar las filas de los pobres. Salvo que fueran como San Francisco, a quien no le importaría.
—¿Qué pensás del marxismo, Adrián? Karl Marx criticó duramente al capitalismo, pero, bueno, el capitalismo era más duro en esos tiempos.
Adrián sacó una bolsita de cuero de un bolsillo y una pipa de otro. —¿Te molesta? —me preguntó antes de comenzar con el ritual de llenarla con tabaco.
—No, para nada —le contesté—. De hecho, yo mismo solía fumar en pipa, pero tuve que dejarla.
—¿En serio? La pipa no es tan mala para la salud como los cigarrillos.
—Sí, ya sé, pero soy escritor, sabés, y trabajo en ambientes cerrados, donde el humo subía desde la pipa y me molestaba los ojos.
Para entonces, Adrián había terminado con el ritual y encendió la pipa. —Creo que Karl Marx fue una figura trágica —dijo.
Ahí me di cuenta de que había estado pensando en mi pregunta.
—¿En qué sentido? —pregunté.
—Su crítica del capitalismo fue, a su manera, una obra genial. Y atrajo y convenció a mucha gente, no a la clase obrera, a quien estaba dirigida, sino a la intelligentsia. Pero ¿cuál fue su solución, entonces? Él quería llegar al anarquismo, que significa ausencia de gobierno, y la manera de lograrlo, según él, era crear una “dictadura del proletariado” . Qué concepto absurdo, diabólico y contradictorio: para no tener nada, hay que crear una abundancia de lo opuesto.
—No funcionó —comenté.
—Claro que no. El resultado fue la Unión Soviética, una dictadura total, económica y política. ¿Sabías que Rudolf Steiner tenía una solución mucho mejor?
—¿Te referís a esa idea sobre la sociedad trimembrada?
—Sí. ¿La conocés?
—Más o menos —dije—. Leí su libro sobre el tema: Hacia una renovación social. Está un poco desactualizado, pero la idea básica está ahí.
—¿Y qué te parece? —preguntó Adrián.
—¿La idea básica? Brillante. Pero, bueno, es prácticamente desconocida fuera de los círculos antroposóficos, así que no hay mucha chance de que sea implementada.
—En eso tenés razón —coincidió Adrián. Quizás no sepas que Rudolf Steiner era anarquista…
—No, no lo sabía.
—…cuando era joven.
Su pipa se había apagado. Constató el nivel de tabaco sin quemar, se encogió de hombros y la volvió a encender con un fósforo gigante, y luego continuó:
—Bueno, debe haber pensado que, si no hay ningún estado —la meta del anarquismo—, ¿quién ha de impedir que el capitalismo se apodere completamente del mundo?
—¿No es eso lo que está sucediendo ahora mismo?
—No enteramente. Hay leyes antimonopolio, después de todo.
—Ignoradas.
Adrián vació finalmente las cenizas de su pipa y la guardó en algún bolsillo interior.
—No del todo. Es un tema complicado y, la verdad, no tenemos tiempo. Mi ómnibus sale dentro de poco, y quiero abordar el problema de la pobreza antes de llegar a la terminal. ¿Empezamos a caminar hacia allá?
—Está bien, vamos. Me puse de pie yo también y comenzamos a caminar lentamente hacia la estación de ómnibus.
—¿Has oído hablar del Ingreso Básico Universal?
—Claro. No tiene nada de nuevo. Recuerdo haber leído que probaron un programa piloto en Finlandia, pero sólo para los desempleados. Y en Suiza, se presentó en el congreso un proyecto de ley para otorgar a todo el mundo una suma de 2.500 francos suizos. No salió, por supuesto, pero los promotores se sintieron incentivados puesto que el veinticinco por ciento votó a favor. Pero no pasó nada, por supuesto.
—¿No es irónico que el tema haya sido tomado en serio en esos dos países que menos lo necesitan? —dijo Adrián—. La idea no tiene nada de nuevo, estoy de acuerdo, pero yo le he agregado una novedad. Démosles a todos, a cada ciudadano o residente legal del país —Argentina, por ejemplo— una suma de poder adquisitivo equivalente a, digamos, 500 dólares al cambio oficial, lo cual hoy equivaldría aproximadamente a 50.000 pesos. Una persona podría vivir, ajustadamente, con 50.000 pesos. Una familia típica de cuatro personas —dos adultos y dos niños— recibiría 150.000 pesos (50.000 pesos por cada adulto, y la mitad por cada niño menor de 18 años). Entonces podrían por lo menos vivir como seres humanos.
Yo asentí con la cabeza, preguntándome aún cuál era la novedad.
—Pero, y he aquí mi novedad —continuó Adrián, ahora más animado—, en lugar de dar a la gente dinero en efectivo, la suma se acreditaría en una tarjeta de débito emitida exclusivamente para ese propósito, y el monto debe ser utilizado dentro de los treinta días. Después de los treinta días, lo que queda en la cuenta es cero, nada. Esto literalmente obliga al titular de la tarjeta a gastar toda la suma dentro del mes, con lo cual se le da a la economía una enorme inyección.
—Sí —objeté—, una inyección tan grande que no habrá suficientes cosas para comprar con todo ese dinero, así que las cosas —las mercancías, mejor dicho— se volverían mucho más caras. Los economistas, los cambistas, las corporaciones, las bolsas de comercio, etc., es decir, casi todos, piensan que la inflación es causada por demasiado dinero a la caza de muy pocos productos. El mercado no puede digerir tanta grasa, y entonces se rebela. Se llama recalentar el mercado.
—Buen punto —dijo Adrián—, gracias.
Se detuvo y me tomó del brazo, así que no pude sino detenerme también y mirarlo. Se había entusiasmado, como si acabara de tener una nueva inspiración.
—Quizás deberíamos introducir el sistema gradualmente —me dijo—, 10.000 pesos, por ejemplo, el primer mes o los primeros meses, o quizás incluso 5.000. Sí, eso es el diez por ciento, mucho mejor, y luego aumentar gradualmente hasta llegar a los 50.000.
—¿Sólo 5.000 pesos, por cuánto tiempo?
—Lo que sea necesario hasta que el mercado ya no se recaliente, sino que vaya creciendo tranquilamente.
—Hay otros reparos, Adrián —objeté.
—¿No es así siempre?
—Por ejemplo, la gente no va a querer trabajar más.
—Bueno, yo no creo que eso sea cierto, al menos no para la gran mayoría. Tomemos la familia típica que hemos mencionado, que recibirá 150.000 pesos por mes. ¿Tienen que pagar alquiler? Probablemente. ¿Tienen deudas? Probablemente. ¿Estarán satisfechos con esa suma? Lo dudo. Si hay posibilidad de conseguir empleos dignos, al menos uno de esa familia querrá trabajar, puesto que, si bien ya no están en la miseria, ni pasan hambre, todavía son relativamente pobres y querrán mejorar.
—¿Qué querés decir con empleos dignos?
—Quiero decir que quizás no quieran trabajar en un matadero desollando y desmembrando bellos animales todos los días, por ejemplo.
—Una vez conocí a un tipo que trabajaba en un matadero —dije—. Tenía un sueldo bastante bueno, es decir, mejor que en una fábrica automotriz. Era alcohólico.
—Bueno, eso no es sorprendente. Nuestra familia típica no querría nada de eso, a menos que les pagaran una suma muy grande.
—Eso encarecería la carne, incluso en Argentina.
—Inflación para la carne; bueno para el vegetarianismo —dijo Adrián con una sonrisa—. Pero quizás alguno de ellos querría estudiar una profesión más ética, o incluso ser artista, poeta o músico.
—Hum, eso es lo que los empleadores, grandes y pequeños, van a temer con esta… ¿puedo llamarla camino de Adrián?
Adrián lanzó una carcajada grave y agradable.
—Me sentiría honrado —dijo—, pero la mayoría de la gente va a preguntar “¿Quién diablos es Adrián?” Un misterio, y a todos les encantan los misterios.
—Genial, pero una cosa más, Adrián. Se limitó a asentir, como si ya supiera lo que venía.
—Dando el dinero a los ricos también.
—Entendés que eso evita que el sistema se utilice con fines políticos, dijo. Votá por mí y tendrás el ingreso básico, cosas así, y otras peores.
—Sí, lo entiendo, pero parece ser un punto débil.
Caminamos durante unos quince minutos hasta que Andrián se detuvo: —Sugiero lo siguiente, dijo. Todos deben solicitar la tarjeta de débito, y los nombres y DNI de todos los que la reciban aparecerán en una lista de acceso público en internet. Dudo mucho que la gente rica, o incluso la mayoría de la gente que no la necesita, la solicite.
—Eso podría funcionar —dije—. Merece la pena intentarlo, de todos modos.
—Bueno, de cualquier manera, los expertos podrían arreglar los detalles sobre la economía recalentada o agradablemente fresca. Lo más importante es que muchos, o incluso la mayoría, lo quiera, y para eso, tendrán que conocerlo. Mirá, Roberto, no hay otra solución.
—Aun así —insistí—, parece muy improbable que alguna vez sea realmente implementada. Simplemente hay demasiada oposición y escepticismo.
—En un país donde casi el cincuenta por ciento de la población vive en la pobreza y más de sesenta por ciento de los menores de 15 años es considerada pobre y donde, mayormente por esa causa, el crimen crece descontrolado, no hay otra alternativa. Dicho sea de paso, ¿sabías que en la Argentina casi doce millones de personas reciben algún tipo de subsidio del estado?
—¿En serio? Eso es más de un cuarto de la población. ¿Cómo se desglosa esa cifra? ¿Sabés?
—No exactamente, pero, si no me equivoco, se compone principalmente de subsidios para los niños y para quienes no hicieron aportes jubilatorios durante su vida laboral. Es fácil averiguar los números exactos. A eso hay que sumarle los subsidios a la energía eléctrica y al gas, y no hay que olvidarse de los subsidios a las empresas de transporte, principalmente de ómnibus urbanos.
—¿Y el control de precios? —pregunté.
—Eso es algo que se ha probado muchas veces en muchos lugares y que nunca funciona. Todo lo que produce es escasez de los productos con precios controlados. En lugar de dar subsidios y controlar precios, ¿por qué no darles a los consumidores el dinero necesario?
—¿Por medio de un Ingreso Básico Universal?
—Claro. Pero lo importante es que todo ese enorme gasto habrá de desaparecer una vez que sea reemplazado por el IBU.
—Disculpá que cambie de tema —lo interrumpí—, pero hay tan poco tiempo…
—Esperá, una cosita más, en el ámbito internacional, si me permitís. Mi hijo, que vive en Alemania, me contó lo siguiente. En ese país pudiente todas las familias, ricas o pobres o intermedias, reciben 219 euros por mes por cada hijo. Él tiene dos hijos, de modo que recibe 438 euros al mes, libres de impuestos. Él y su esposa, que trabajan ambos, realmente no lo necesitan, pero les viene bien, dice mi hijo. Ellos donan parte a obras de caridad.
—¡Guau! Parece que el estado quiere fomentar el nacimiento de niños —dije.
—Probablemente, la tasa de nacimientos ha estado decayendo constantemente desde hace un tiempo. Ahora, ¿qué ibas a decirme?
—Recuerdo que hace mucho tiempo me dijiste que la pureza es el camino hacia la percepción inspirada. Y no me respondiste cuando te pregunté qué querías decir con eso.
—Bueno, si te dije eso tengo explicarlo, aunque tarde. De cualquier manera, hay tres cosas que podés hacer para mejorar tu pureza.
Estábamos parados a la entrada de la terminal de ómnibus. Adrián abrió la puerta e hizo ademán de entrar.
—Esperá, Adrián. ¿Qué tres cosas?
Adrián retrocede, pone sus manos sobre mis hombros y dice:
—Uno, escribí sobre el Ingreso Básico Universal, hacé correr la voz; dos, ama a tu vecino como a ti mismo —pero, sobre todo, tres ¡Conócete a ti mismo!
Adrián entra a la terminal y, con el boleto en la mano, corre hacia el ómnibus, al que ya están subiendo los pasajeros. Unos minutos más tarde, me saluda con la mano desde una ventanilla en el piso superior cuando el ómnibus pasa frente a mí. Le devuelvo el saludo, preguntándome si lo volveré a ver alguna vez.