El séptimo cumpleaños

por Frank Thomas Smith

Traducido por María Teresa Gutiérrez


Nicolás saltó de la cama temprano ese día sin que su madre tuviera que llamarlo más de una vez. Por lo general, tenía que llamarlo por lo menos tres veces, besarlo dos y darle un tironcito de oreja antes de que se levantara.

Nicolás –dijo la mamá con una sonrisa– es hora de levantarse. Recuerda qué día es hoy.

–¿Qué día? –pensó Nicolás – lunes, martes...? Y entonces se acordó: era su cumpleaños. Había estado esperando ese día todo el año. Saltó de la cama y exclamó:

–¡Ya lo sé, es mi cumpleaños! ¡Tengo siete años!

El día comenzó con alegría. Antes de ir a la escuela, su mamá, su papá y su hermanita Matilde le cantaron el "Feliz Cumpleaños", y luego abrió sus regalos que estaban arreglados alrededor de una vela sobre la mesita del living. La llamaban la "mesa de cumpleaños". Siempre la cubrían con una carpeta verde claro e iluminaban la habitación con una vela cuando alguien de la familia cumplía años.

Frodo, el perro, que era muy viejo – es decir, para un perro– estaba echado en el suelo observándolo todo y, cada tanto, moviendo la cola despacio de un lado al otro. Se ponía contento cuando los chicos estaban contentos. Cuando estaban tristes, él también se ponía triste, aunque era imposible saberlo con sólo mirarle la cara, porque siempre tenía la misma expresión.

Celebraban el cumpleaños de Frodo el mismo día que el de Nicolás. Aunque no sabían realmente qué día había nacido, el papá decía que para ellos Frodo había nacido el día en que había llegado a la casa, que había coincidido con el primer cumpleaños de Nicolás. Frodo había sido el perro del abuelo, pero un día el abuelo se enfermó y no pudo cuidarlo más, así que se lo regaló a Nicolás para su cumpleaños. Nicolás no se daba cuenta de todo esto en ese momento porque era muy chico, pero se lo contaron después, cuando el abuelo ya estaba en el cielo.

Algunos de sus amigos, que tenían collies o pastores alemanes o boxers, decían, con cierto desdén, que Frodo era un perro callejero. Pero su papá le explicó que esa era la mejor clase de perro porque era una mezcla de casi todas las razas. Y cuando Nicolás se lo comentó a sus amigos, todos desearon tener perros callejeros.

Por supuesto, siempre había un regalo también para Frodo sobre la mesa de cumpleaños. Generalmente se trataba de un hueso, pero este año era un collar nuevo, ya que a Frodo no le quedaban muchos dientes para masticar un hueso de verdad.

Nicolás abrió el último paquete y vio que era un libro: El Libro de la Selva de Rudyard Kipling, regalo de su abuela. Se puso a mirar los dibujos, pero su padre lo interrumpió enseguida: –Vamos, tenemos que apurarnos para que no llegues tarde a la escuela.

–¿Cuándo es mi cumpleaños? –preguntó por enésima vez Matilde, que sólo tenía cinco años.

–Ya te lo dije cien veces, Matilde –le respondió la mamá–, dentro de seis meses.

–¿Eso es mucho tiempo?

–No.

–¿Cuántos días?

–Vamos, o llegaremos tarde –dijo el papá, poniendo fin a la conversación. Frodo los acompañó hasta la puerta, pero no bajó los escalones para ir hasta el portón como lo hacía antes, porque sabía que le resultaría difícil volver a subirlos después. Nicolás se despidió de él con una palmadita en la cabeza como siempre cuando salía hacia la escuela, y le dijo: –Chau, Frodo, no dejes que te piquen las pulgas.

Era una broma que siempre le hacía y Frodo siempre le respondía meneando la cola. Ambos sabían que Frodo no tenía pulgas. Ese día también Frodo meneó la cola, pero no con la misma fuerza de antes.

En la escuela, la maestra, la Señorita Constanza, les anunció a todos los niños que ese día era el cumpleaños de Nicolás. Le cantaron el "Feliz Cumpleaños" y luego todos comieron la torta de chocolate que le había hecho la mamá. La maestra habló sobre Nicolás, cuándo había nacido, cuáles eran sus juegos y ocupaciones favoritas. También les contó sobre su hermanita Matilde que aún estaba en jardín de infantes, y sobre Frodo, su perro, que tenía el doble de años que Nicolás. Nicolás estaba muy contento y se sentía importante, pero no se explicaba cómo la Señorita Constanza sabía todo eso sobre él.

Después de la escuela, varios de sus amigos fueron con él a su casa: Pedro, Guido, Juan, Alejandro, Augusto, Salomé y Nina – eran los invitados a su fiesta de cumpleaños. También había invitado a Marina, una nena que vivía al lado, pero ella no quiso ir porque no conocía a nadie.

Al llegar a casa, la mamá los recibió sonriente. Pero su sonrisa tenía algo triste, que Nicolás no llegó a percibir. Sí se sorprendió de ver allí a su papá, ya que a la mañana éste le había dicho que llegaría más tarde, cuando terminara su trabajo. Ni bien entraron, el papá llamó a Nicolás y a Matilde aparte y los condujo a su escritorio, mientras los demás niños iban a la habitación de Nicolás a jugar. Ya en el escritorio, el papá  se sentó en un sillón y les hizo una seña para que se sentaran en el piso frente a él.

–¿Notaron algo distinto cuando llegaron hoy a casa? –les preguntó.

Nicolás pensó un momento y dijo: –¿Los adornos de cumpleaños?

–Quiero decir si no notaron algo que faltaba –replicó el papá.

Nicolás estaba impaciente. Quería ir a jugar con los otros chicos. Pero su papá tenía una expresión muy seria y, de pronto, Nicolás comprendió lo que quería decir.

–¡Frodo! –exclamó–. ¿Dónde está Frodo? –De un salto se puso de pie y corrió a buscar a su perro que siempre era el primero en recibirlo al volver de la escuela, pero que hoy no lo había hecho. Su padre lo llamó.

–Nicolás, espera –le dijo con tono serio. El niño se detuvo y se dio vuelta.

–No vas a encontrar a Frodo.

–¿Dónde está?

–Ven.

Nicolás se empezó a preocupar. Regresó y se sentó en el regazo de su padre.

–¿Sabes cuántos años viven los perros? –le preguntó el papá.

–No.

–Alrededor de catorce. Frodo ya tenía siete años cuando tú naciste. Era el perro del abuelo, ¿te acuerdas?

Nicolás asintió con la cabeza.

–Ahora, ¿cuánto es siete más siete?

Nicolás contó con los dedos pero, por supuesto, sólo tenía diez dedos, así que se bajó del regazo de su papá, tomó algunos clips del escritorio y contó dos veces siete.

– Catorce –dijo, al fin.

–Exacto –asintió el papá–. Muy bien.

Nicolás y su papá se miraron unos instantes sin decir nada. Luego Nicolás habló:

–¿Entonces Frodo cumple catorce años hoy?

–Así es.

–¿Dónde está, Pa?

–Frodo vivió sus catorce años y murió esta mañana mientras estabas en la escuela.

Nicolás hizo un gesto con la cabeza indicando que comprendía y dos lágrimas le corrieron por las mejillas. Matilde estaba sentada en el piso con la boca abierta.

Papá –dijo Nicolás con voz temblorosa–, ¿los perros van al cielo como nosotros cuando se mueren?

–Por supuesto –le contestó el papá .

–¿A un cielo para perros?

–¿Si fuera así, no los veríamos, no?

–Entonces, ¿van al mismo cielo que nosotros? –preguntó Nicolás y la cara se le iluminó un poquito.

–Así es.

–¿Tendré que esperar a morirme para ver a Frodo de nuevo?

El papá pensó un momento y respondió: –Mira, ustedes se han querido tanto, que cuando tengas otro perro va a ser como si tuvieras al mismo Frodo de nuevo. Tal vez no se le parezca, pero.…

Se oyó un ruido afuera en el jardín, un ruido como un ladrido, y Nicolás y su hermana corrieron a la ventana.

–¡Papá, ven rápido! ¡Mira!

El papá se levantó de su sillón, fue hasta la ventana y miró afuera, pero no vio nada excepto los árboles y las flores y el cerco y, más allá, el bosque.

–¿Qué es? –preguntó.

–¿No lo viste? –exclamó Nicolás.

–¿A quién?

–A Frodo.

–¿Frodo?

–Sí, meneó la cola, se dio vuelta y corrió hacia el bosque.

–¿Ah, sí?

–¡Pasó a través del cerco! –exclamó Matilde.

Nicolás sonreía contento: –Debe ir camino al cielo, ¿no, Papá?

El padre los miró a los ojos, primero a Nicolás y después a Matilde. Luego giró la cabeza para mirar por la ventana. –Sí, así es –contestó con voz profunda–. ¿Les parece que vayamos ahora a entregar su cuerpo a la tierra?

–Ah, claro, lo dejó atrás, ¿no?

–Sí. Vengan y llamen a sus amigos. Todos pueden ayudar.

Nicolás, sus padres, su hermanita y los demás niños salieron al jardín, donde el papá cavó un pozo con la pala. No tardó mucho ya que la tierra estaba blanda por la lluvia. Pero ahora no llovía. El sol brillaba y todo el jardín resplandecía como si estuviera tachonado de perlas.

En ese momento se oyó una voz que decía: –¿Qué están haciendo, Nicolás? Todos se dieron vuelta y vieron a una niña pequeña parada del otro lado del cerco. Era Marina, la nena que había sido invitada a la fiesta pero que no había venido porque no conocía a nadie.

–Estamos por enterrar a Frodo –le contestó Nicolás.

–¿Por qué lo quieren enterrar?

–Porque se…

–Lo acabo de ver correr hacia el bosque –lo interrumpió Marina–. No entiendo cómo lo van a enterrar si está en el bosque.

–Ah, esa era su...eh...

–Su alma –le susurró la mamá .

–Sí, su alma.

–Ah –dijo Marina y se puso el pulgar en la boca, algo que aún hacía de vez en cuando, aunque ya tenía casi siete años.

–¿Tu viste cómo pasó por encima del cerco, Marina? –le preguntó el papá de Nicolás.

–No pasó por encima, fue como que pasó a través del cerco. Me pareció medio extraño cuando lo vi, pero si sólo era su alma, está bien.

–Ya te lo dijimos, Papá. –exclamó Nicolás.

–Sí, por supuesto –replicó el papá –, sólo quería saber si Marina también lo había visto.

El papá colocó cuidadosamente el cuerpo de Frodo en el pozo y entre todos lo cubrieron con tierra. Cuando estuvo tapado, buscaron plantas y flores y las pusieron sobre el nuevo cantero de Frodo.

Bueno –dijo la mamá–, ahora que ya nos hemos ocupado de Frodo como es debido, podríamos ir adentro y continuar con la fiesta.

Nicolás jugó con los otros chicos y apagó las velitas de la torta y se rió cuando los demás se reían, pero no pudo evitar sentirse triste de que Frodo ya no estuviese allí con él, aunque supiera que estaba en el cielo y que era feliz.

Cuando terminó la fiesta, el papá prometió conseguir un nuevo perro.

–¿Cuándo? ¿Hoy? –preguntó Nicolás.

–Bueno, hoy ya es un poco tarde y mañana tengo que trabajar. El sábado salimos a la búsqueda –contestó el papá–. ¿Te parece bien?

–Supongo que sí –murmuró Nicolás. De repente su cara se iluminó:

–Frodo necesita un poco de tiempo para encontrar un nuevo cuerpo. Por eso tenemos que esperar hasta el sábado. ¿Verdad, Papá?

El padre miró a su hijo con asombro y luego a su mujer. Ella le sonrió y asintió con la cabeza.

–Supongo que sí, también por eso –le respondió.

–¿Va a ser un perro callejero de nuevo, Pa?

–Sin ninguna duda.

Y Nicolás se sintió aliviado, porque quería que su nuevo perro fuera de la mejor clase.