Abuelita mariposa

por Frank Thomas Smith 

Durante su último día de trabajo, fui yo quien recibió el último llamado de Abuelita: –Buenas tardes, Carolina –dijo–. Soy yo, Abuelita.

No fue necesario que se identificara, ya que yo reconocí su voz enseguida. Por alguna razón, sabía que lo que me iba a decir sería muy importante y apreté el teléfono con las dos manos como si así pudiera escucharla mejor.

–Dentro de poco vas a recibir un mensaje importante –dijo Abuelita con voz seria.

–¿Ahora no? –pregunté. Soy una persona impaciente, a decir verdad. Y curiosa.

–No, y no seré yo quien te dará el mensaje. Ahora tengo que cortar. Hasta el sábado.

Todos los sábados, los niños del barrio estábamos invitados a la casa de Abuelita. Siempre nos servía tortas de manzana caseras que llamaba “strudel”, y nos contaba cuentos. Las tortas eran deliciosas, pero los cuentos eran mejores–llenos de hadas, gigantes, animales y niños buenos aunque a veces traviesos.

Los grandes la llamaban Doña Margarita. Había llegado a la Argentina desde Europa hacía muchos años. Dijeron que había perdido a toda su familia durante la guerra. Por eso no tenía nietos propios. Nosotros, los niños del barrio, la llamábamos “Abuelita” porque era como la abuela de todos.

Trabajaba como operadora en la compañía de teléfonos y casi todos los días llamaba a alguno de nosotros desde el trabajo y nos daba un mensaje de Dios: que fuéramos buenos, que obedeciéramos a nuestros padres, que nos amáramos y ayudáramos el uno al otro, y cosas por el estilo. Ella no nos decía que eran mensajes de Dios, pero mi amiga Agustina, que sabía más de esas cosas, decía que debía ser así, y los demás estábamos seguros de que tenía razón. Después de jubilarse,  Abuelita ya no nos llamó más, porque hubiera tenido que pagar las llamadas y tenía poco dinero.

Después de que Abuelita dejó de trabajar, fuimos tres sábados más a su casa. Luego se enfermó y la llevaron al hospital. Algunos de nosotros fuimos a visitarla, pero la enfermera no nos permitió entrar.

–Está muy grave –dijo  la enfermera con severidad–. Sólo los parientes pueden visitarla.

–Pero no tiene parientes –dije–. Murieron todos durante la guerra.

La enfermera nos miró un momento y luego dijo: –No importa, es la regla. Sólo parientes.

–Nosotros somos como sus nietos –protestó mi amiga Agustina.

–De cualquier manera, los niños no pueden visitar a los pacientes en la sala de terapia intensiva. Es la regla.

Se dio media vuelta y nos dejó plantados en el pasillo.

–Es como en el colegio –murmuró Nicolás–. Siempre reglas.

Estábamos seguros de que a Abuelita le hubiera encantado vernos, aunque estuviera tan enferma. Por eso regresamos tristes a nuestras casas.

Aquella noche, al rezar, pedí que Abuelita supiera que nosotros, sus amigos, estábamos pensando en ella. Me dormí y después de no sé cuanto tiempo, me despertó una voz que me llamaba desde lejos. Abrí los ojos y vi una luz tenue al pie de la cama. Me incorporé con el corazón latiéndome fuertemente. La luz se esfumó y en su lugar una hermosa mujer apareció.

–¿Quién…?

–Soy el ángel guardián de Abuelita –dijo– y me sonrió.

No pude decir nada. La miré no más.

–Tengo un mensaje para ti –dijo con una voz dulce como una campanilla y yo sabía que este debía ser el mensaje del cual Abuelita me hablaba–. Abuelita no es feliz allí en el hospital –continuó–. Se siente muy sola.

–Nosotros tratamos de visitarla –dije–, pero no nos dejaron entrar. –Entonces se me ocurrió que podía estar soñando.

–No estás soñando, Carolina –dijo el ángel–. Soy real y estoy aquí contigo. 

–B..bueno, gracias.

–Abuelita quiere que la saques de allí y la lleves a su casa.

Me miró fijamente. Yo no dije nada.

–¿Lo harás?

–Sí, por supuesto. ¿Pero nos dejarán?

–Ve con unos amigos primero a la casa de la abuela y llévale ropa, el vestido verde, ropa interior y zapatos.

–¿Puede caminar? –pregunté.

–Podrá caminar. La llave está debajo de una planta colgante al lado de la puerta.

–Podemos traerla con mi papá, en su coche –ofrecí.

–¡No! Grandes no. Hay dinero en el azucarero para un taxi. No digas nada a los grandes.

Me miró de nuevo fijamente. –¿Entiendes, Carolina?

–Sí.

–Bien.  Hazlo el Sábado. Ahora vuélvete a dormir.

Cerré los ojos y me dormí enseguida.

A la mañana siguiente le conté todo a Nicolás.

–Estabas soñando –me dijo. Mi hermano puede ser un sabelotodo a veces.

–No estaba soñando. Ella misma me dijo que no estaba soñando.

–¿Tenés pruebas? –Esta pregunta era típica de Nicolás desde que había empezado a estudiar física en la escuela. No creía más en nada si no tenía pruebas.

–Sí  –le contesté con firmeza.

Mi respuesta lo sorprendió: –¿Cómo sí?

–¿Vos pensás que Abuelita está contenta allí en ese hospital donde ni siquiera permiten que los seres queridos la visiten?

–Claro que no. Pero eso no es prueba de que su ángel guardián te haya dicho que tenemos que ir al hospital para…. secuestrarla.

–Secuestrarla no, tonto. Es para ayudarla a escapar.

–Pero…

–¿Y si realmente era su ángel guardián y no hiciéramos lo que dijo?  

Mi hermano se quedó pensativo mirándose las manos. Finalmente dijo:

–Sería terrible.

–Exacto.

–Bueno  –dijo– la secuestraremos. Pero si nos ponen en la cárcel será culpa tuya.

–Gracias, Nico –le dije. Quería besarlo, pero sabía que no le iba a gustar porque los chicos son así.

–Nadie lo va a creer –dijo.

–Agustina, sí lo va a creer.

–Veremos.

Fuimos enseguida a la casa de Agustina y le conté sobre la visita del ángel guardián de Abuelita.

–¡Guau! –exclamó–. Yo nunca vi a un ángel.

–¿Nos vas a ayudar, Agustina?— le pregunté.

–Pero claro. Vamos ya mismo al hospital.

–No, tiene que ser mañana, sábado –le recordé–. Y primero tenemos que ir a la casa de Abuelita para buscar la ropa y el dinero.

–No entiendo eso –dijo Nicolás–. ¿No tiene ropa en el hospital? 

–Qué sé yo. Así dijo el ángel guardián.   El sábado a la mañana encontramos fácilmente la llave de la casa de Abuelita, entramos y seleccionamos la ropa que necesitaría. Sacamos cinco pesos del azucarero para un taxi del hospital a su casa.

A las cuatro de la tarde llegamos al hospital. Había mucha gente que entraba a visitar a los pacientes. Agustina y yo nos mezclamos con ellos y Nicolás nos esperó afuera para conseguir un taxi en cuanto nos viera salir. Tomamos el ascensor hasta el tercer piso, donde estaba la sala de terapia intensiva. Algunos niños estaban sentados frente a la sala y Agustina y yo tomamos asiento cerca de la puerta. La enfermera salió apurada de la sala y pasó junto a nosotros sin mirarnos.

–¿A quién estás esperando? –pregunté a una niña de unos cinco años que estaba al lado mío.

–A mi tío –contestó con lágrimas en los ojos–. Vinimos para visitar a mi mamá que está enferma, pero a mí no me dejan entrar.

Agustina se levantó y entró en la sala de terapia intensiva. Casi enseguida volvió a salir. –No hay enfermeras –susurró.

Yo me levanté y les dije a los niños: –Podemos entrar ahora.

–Pero…¿nos dejan? –me preguntó la niña de cinco años.

–¿Querés ver a tu mamá o no? –le dije.

–¡Sí! Pegó un salto y entró a la sala seguida por los demás chicos. Agustina y yo también entramos. Una vez adentro cada niño buscó a su familiar o amigo enfermo.

–¡Oh, Teresita –oímos decir a una mujer joven– estoy tan feliz de verte! Al pasar junto al cubículo vimos a la niña de cinco años abrazando a su mamá.

Al final del pasillo encontramos la cama de Abuelita. Compartía el espacio con una anciana sin dientes que dormía roncando. Cuando Abuelita nos vio sonrió y dijo: –Veo que recibiste el mensaje, Carolina. Sabía que vendrían a buscarme. ¿Tienen la ropa? Bien. Rápido, ayúdenme a vestir. Me sacaron la ropa y no sé donde está. Tenemos que salir antes de que vuelva la enfermera.

Al ayudarla a vestirse nos dimos cuenta de que Abuelita estaba muy delgada. Pero estaba alegre y nos dio un beso a cada una cuando estuvo lista para salir. Dio dos pasitos y se paró. Se veía que estaba débil.

–Te ayudamos, Abuelita –dijo Agustina, tomándola por el brazo.

–No, gracias, hija –respondió Abuelita–. Voy a caminar sola.

Besó a la anciana, que todavía dormía, en la frente y dijo: –Qué Dios te bendiga, Ernestina.

Entonces, segura y con la cabeza alta, salió de la habitación.

La sala de terapia intensiva estaba llena de risas y alegría cuando salimos por la puerta. Pero…¡Ay, horror! Justo en ese momento apareció la enfermera que nos había dicho que no podíamos entrar. 

–Sigamos adelante –nos dijo Abuelita.

–Los niños no pueden entrar a la sala de terapia intensiva –nos dijo enojada la enfermera. Obviamente no reconoció a la Abuelita, quien le dijo al pasar:  –Me parece que se equivoca, enfermera. La sala está llena de niños.

–¿Cómo?! No puede ser  –gritó la enfermera corriendo hacia la sala–. ¡Eso es terrible!

–No –susurró Abuelita– es maravilloso.

Salimos del hospital y subimos al taxi que Nicolás había parado. Abuelita se sentó entre Agustina y yo y el chofer permitió a Nicolás sentarse adelante a su lado.

Al llegar a su casa, Abuelita nos dijo que fuéramos directamente al jardín. Una vez que estuvo sentada cómodamente a la sombra, nos dijo: –Ahora vayan a buscar a los demás niños. Es la hora del cuento.     

Nos sorprendió un poco que Abuelita iba a contar un cuento justo el día en que había escapado de la sala de terapia intensiva del hospital, pero la obedecimos y salimos corriendo. No todos los chicos estaban en su casa, así que éramos sólo doce sentados alrededor de Abuelita cuando ella nos contó su último cuento.

Había una vez una oruga que se arrastraba sobre una hoja marchita de un árbol, comiéndole bocaditos cuando tenía ganas. Había también un nido de pájaros en el árbol. La oruga había visto cómo los pájaros lo habían construido e incluso había visto el nacimiento de los pichones cuando salieron de los huevos.         

–¡Qué hermosas criaturas son los pájaros! –se dijo la oruga–. Tienen alas y saben volar. ¡Qué maravilloso debe ser poder volar!

Luego pensó: –¿Y yo? Soy un miserable gusano, siempre solo. Lo único que sé hacer es arrastrarme por el suelo y comer hierba o trepar a un árbol para comer sus hojas. ¿Volar? No, todo mi cuerpo está pegado a la tierra.     

Un día la oruga oyó una voz que le hablaba en el idioma de las orugas. No venía de otra oruga, ni desde arriba o desde abajo, sino que provenía de adentro de la oruga misma. Le dijo que construyera un capullo.

Ella no dudó ni un momento. Empezó a tejer un capullo de seda. Lo hizo rápido porque tenía muchas patas con que trabajar. No abandonó la tarea para descansar ni un momento hasta que hubo terminado. Entonces se dio cuenta de que estaba envuelta en la oscuridad total.

–¡Qué tonta! –se dijo–. Tejí el capullo alrededor mío y ahora no puedo salir. Fue una suerte que empezaba colgándolo de la ramita. Así ahora nadie me puede aplastar.

De repente sintió un cansancio tremendo. –Bueno –pensó–, mañana pensaré qué hacer. Ahora estoy demasiado cansada. Cerró los ojos y se durmió profundamente.

Y pasó todo el invierno. En primavera la oruga volvió a abrir los ojos pero seguía sin ver nada, porque todavía estaba dentro del capullo. Sin embargo, se dijo: –Ah, me siento mucho mejor después de esta siesta. Ahora voy a salir de aquí. Y empezó a masticar el capullo desde adentro hasta que abrió un agujero lo suficientemente grande como para salir.

–¡Me siento tan rara! –pensó cuando estuvo parada sobre la ramita, que ahora estaba llena de pimpollos–. Como un recién nacido.

Entonces quiso estirar las patitas y… ¡POP!

–¡Ay, qué alas hermosas! –exclamó–. Pero…es un milagro. ¡Son mías! Y le pareció que sus alas tenían todos los colores del arco iris.

De repente una brisa la arrancó de la ramita. En medio del susto la flamante mariposa movió sus alas y descubrió que sabía volar. Con un grito de alegría subió y subió hacia el sol.

Abuelita sonrió y cerró los ojos.

Yo había estado tan concentrada en el cuento que no había visto al ángel guardián parado detrás de Abuelita. Cuando lo vi, él puso un dedo sobre sus labios, indicando así que no debía decir nada.

Entonces vi el alma de Abuelita. Salió de su cuerpo y, acompañada por el ángel guardián, subió y subió hacia el sol.