Mi amiga Bibi

Bibi, segunda desde la derecha, con falda azul. Claudia, quinta desde la izquierda, con falda verde.

por Claudia Lemus

Estoy redescubriendo lo que significó para mí la amistad de esa niña, Bibi. Muchas veces recordaba las anécdotas, pero solamente como cosas de niños, divertidas y nada más. Pero hoy creo que fue algo más profundo. Que el universo, la vida, o como lo quieran llamar, la puso allí. Que no fue casualidad.

Al recordarla, le agradecí en mis meditaciones, considerando que esa energía positiva le llegaría. Pasaron más de veinticinco años. Yo cambié, y ella seguramente habrá cambiado. Pero quiero honrar esos recuerdos…

Hace un tiempo al escuchar a Deepak Chopra, comencé a hacerme varias preguntas y una de ellas fue: “¿De qué estoy agradecida?”

Aparecieron agradecimientos actuales, muy evidentes. También aparecieron otros agradecimientos del pasado, de hace mucho tiempo, como éstos que estoy escribiendo.

Haciendo un viaje con mi niña interior, recordé muchos momentos con mi amiga y compañera de banco, Bibi.

Aquí un poco de historia…

En 1968, cuando comenzamos el tercer grado, se fundó el nuevo colegio Waldorf de San Isidro, en la calle Ituzaingó 368.1 Desde el primer momento nos sentamos juntas. En la primera fila de bancos, la más cercana al pizarrón, y a la puerta.

El lugar no lo elegimos nosotras. Creo que nos ubicaron ahí porque Bibi era inquieta y hablaba mucho. Yo todo lo contrario, era callada y me distraía en mis pensamientos lejos de la clase. Seguramente por eso estábamos al lado de la puerta y no al lado de la ventana.

La maestra, Elena, muchas veces me llamaba la atención y me decía: “Claudia, ya estás otra vez en la luna de Valencia”. Yo pensaba para mis adentros, “¿qué tendrá de tan especial la luna de Valencia, si yo podría estar en cualquier luna?”

Durante las vacaciones de verano, Frank, el padre de Bibi me pasaba a buscar en su Citroën 2CV para llevarnos al campo de Zárate, “La escondida” del Señor Klein. Allí nos esperaba la maestra Fräulein Oehring, nuestra primera maestra.

Yo no quería ir porque sabía que extrañaría a mi mamá, así que esperaba en la puerta de mi casa, llorando. Al subir al auto, Bibi ya estaba comentando entusiasmada todo lo que haríamos: andar a caballo (una de sus pasiones), caminar por el campo, estar con las vacas, etc. etc. Yo seguía llorando despacito.

El papá de Bibi nos dejaba en el campo y nos volvía a buscar una semana más tarde (o así lo recuerdo).

Apenas llegábamos, Bibi dirigía el tour visitando a los caballos, las vacas, y saludando muy desenvuelta a la familia que vivía allí. Después, me llevaba al estanque para ver las cucarachas de agua, buscábamos bichitos de la suerte, observábamos a las abejas en las flores de los cardos y a nidos de horneros.

Recuerdo que para el desayuno Fräulein Oehring nos preparaba pan integral con manteca y miel. Pan con queso para el abendbrot. A veces también nos daba un pan con queso para que lleváramos en nuestras expediciones.

Por la mañana, en ayunas, Fräulein Oehring nos daba una cucharada de jugo de limón recién exprimido. También tomábamos cuajada hecha por ella, con la leche de campo.

Yo al despertar tenía mi cabello largo, negro, y con rulos hechos una maraña. Así que trataba de peinarme, pero al no poder desenredarlo, me ponía a llorar. Bibi con toda su paciencia se ofrecía para desenredar mi pelo y peinarme.

Luego del desayuno, Bibi ya dirigía las actividades del día, y yo la seguía confiada.

En las noches yo lloraba porque extrañaba a mi mamá y Bibi me abrazaba y decía: “No llores, yo ahora soy tu mamá”. Creo que dormíamos juntas en la misma cama, pero no estoy segura.

Todavía me sorprende que una nena de ocho o nueve años pudiera tener esa actitud con su amiga. Porque la verdad es que esas acciones salían de Bibi, no es que Fräulein Oehring la mandara ni lo sugiriera.

También reconozco que la maestra no era muy demostrativa o cercana con nosotras. Pero creo a su manera nos quería, si no, ¿por qué invitar a dos crías a estar ese tiempo con ella, cuando era su momento de descanso?

No recuerdo si fue idea de Bibi o de la maestra “pescar cucarachas de agua con unos palos y unas latas”. Así que conseguimos dos latas, y les hicimos tres agujeros en la parte superior, con un clavo. Luego pasamos piolín, y lo atamos a un palo.

Así pasamos varias horas al lado del tanque australiano.

Acompañábamos a Mónica, la chica que vivía en el campo, a ordeñar las vacas. Ella nos enseñaba como hacerlo, pero yo mostraba muy pocas habilidades. A Bibi enseguida se le ocurrió que podíamos sacarle unos pedacitos a la gran barra de sal de las vacas, para “saborearla” nosotras.

Cuando salíamos a andar a caballo, Bibi iba adelante y obviamente yo atrás, agarrada de su cintura. No me convencía mucho eso de “ver el suelo tan alejado”.

Un día, Fräulein Oehring nos mandó a comprar al almacén del pueblo, un kilo de azúcar y unos espirales. Fuimos a caballo, como siempre yo agarrada de la cintura de Bibi, con una mochila a mi espalda para traer la compra.

El viaje se me hacía super-largo, pero la verdad es que no tengo ni idea de qué distancia habría hasta el almacén. Cuando finalmente llegamos, Bibi muy segura de sí misma, saludó a los paisanos y pidió el azúcar y los espirales. Creo que era el verano del año 1969. Por aquel entonces el azúcar no venía en bolsa de plástico, sino que se vendía suelta. Se envolvía en papel blanco, haciendo una especie de “repulgue de empanada” a los lados. El almacenero preparó el paquete de azúcar, y nos lo entregó junto con los unos espirales sueltos, sin caja.

Bibi se montó sola al caballo, pero yo no sabía cómo hacerlo, y tenía miedo. Al verlo, se acercó un paisano, me tomó en brazos, y me subió al caballo. A la vuelta íbamos admirando las flores de cardo, y los nidos que hornero, que a mí siempre me fascinaron y todavía hoy me fascinan.

Hicimos parte del trayecto al galope, pero como a mí me daba miedo, la mayor parte del tiempo fuimos al trote.

Cuando llegamos al campo y abrimos la mochila, encontramos que el azúcar estaba todo desparramado, mezclada con los pedacitos que quedaban de los espirales. Sin decir nada, la maestra empezó a separar pacientemente los pedacitos de los espirales, del montón de azúcar.

Recuerdo que otras veces fuimos a “La Escondida” con todo el grado, para hacer la siembra del trigo, y luego para cosecharlo. Pero esos viajes no los recuerdo con tanto cariño.

Bibi vivía en Martínez en la calle Juncal, y yo en Olivos, así que íbamos y volvíamos con el mismo transporte escolar. Creo que era un Rambler.

Bibi tenía un gran espíritu emprendedor. Una vez, cuando me invitó a su casa, hicimos limonada. Poniendo una mesita en la vereda, la jarra de limonada y algunos vasos, salimos a captar clientes, aunque no recuerdo que hiciéramos muchas ventas.

Otras veces nos poníamos a dibujar con pastas de cera. Bibi dibujaba unos caballos preciosos. Yo no recuerdo qué dibujaba, pero caballos seguro que no. A cada dibujo le anotábamos bien grande el precio en la parte de atrás, y salíamos a ofrecerlos a los vecinos. Había una pareja de “abuelos” (que tendrían quizás la edad que tengo yo ahora) que siempre eran muy amables y nos compraban dibujos.

Con ese dinero compramos unos restitos de cuero minúsculos, y preparamos bolsitas para vender entre los compañeros del grado. Con el dinero recaudado compramos un pato de plástico amarillo, bastante feo, pero era barato. Y organizamos una rifa para vender en el colegio. Pero allí término nuestro emprendimiento, porque en el colegio no nos permitieron vender rifas.

Bibi también fue la que me trató de enseñar a silbar, pero aunque me esmeraba, nunca aprendí.

Creo que fue cuando la acompañé a sus clases de equitación, que Bibi me enseñó a tirarme del colectivo cuando todavía no había frenado, o sea en movimiento. Y yo siempre con actitud de discípula obediente, terminé corriendo sin poder frenar al borde de una zanja en alguna calle de San Isidro, con el colectivero retándome a los gritos.

Una vez fuimos al circo, pero teníamos que hacernos pasar por menores de ocho años para conseguir un descuento. Ella me indicó que iríamos caminando semi-agachadas, plegando las rodillas hasta la boletería, asomando apenas la cabeza. Ahora me río, pensando cómo se verían esas niñas. Con lo que ahorramos de la entrada, compramos un paquete de caramelos con forma de mandarina, que compartimos mientras mirábamos el espectáculo.

Algunas veces no llegamos a ponernos de acuerdo, pero fueron pocas. Por ejemplo, en la clase de jardinería, yo quería sembrar zanahorias y Bibi, gourmet, quería sembrar perejil. Yo no entendía por qué sembraríamos perejil, si el perejil lo regalaban en la verdulería. Bibi me explicaba pacientemente que, el perejil recién cortado era mucho más rico que el que te daban en la verdulería. Al final Bibi cedió y plantamos zanahorias.

Salieron muy pocas zanahorias, y chiquitas. Pero Bibi, llena de ideas, tenía la solución. Juan y Marcelo, compañeros de grado, también habían sembrado zanahorias y ya se veía que eran grandes. Así que un día a la salida del colegio, Bibi y yo fuimos al terreno donde se hacía jardinería, desenterramos zanahorias de las grandes y se las cambiamos por las nuestras chiquitas, justo el día antes de la cosecha.

De paso, nos iniciaríamos como fumadoras: pusimos pasto en una hoja de papel y lo prendimos con unos fósforos que habíamos llevado. Yo tenía que probar primera. Resultado, me quemé la punta de la nariz, y al día siguiente nos retaron por robar zanahorias.

La vendetta (que se le ocurrió a Bibi) tuvo lugar en la misma clase de jardinería. Buscamos unas cuantas lombrices, que agarraba Bibi porque a mí me daba asco, y se las metió por el cuello de la camisa a Juan y Marcelo, mientras estaban ocupados de su huerta. Eso terminó en una guerra de lombrices entre ellos tres. Yo tuve el cuidado de alejarme lo suficiente como para ser sólo observadora. Hasta que vino la maestra a retarnos.

Bibi fue la que me enseñó que se pueden hacer sándwiches de rodajas de banana y “mariposas de nuez”. Y también a comer pan con chocolate.

En la esquina del colegio había una panadería muy grande y tradicional. Allí Bibi pedía dos pancitos miñones y dos barritas de chocolate, que el panadero cortaba de una barra grande. Poníamos el chocolate dentro de la miga del pan y volvíamos a nuestras casas, comiendo el pan con chocolate. Caminando a la estación de San Isidro, cruzábamos la Avenida Centenario para tomar el colectivo 707. Bibi se bajaba en Martínez, y yo seguía hasta mi casa.

Tengo que reconocer que Bibi me acompañaba a tomar el 707 sólo como una muestra más de su fidelidad, ya que ella podía tomar el colectivo 60, o creo que el 314. Estas líneas pasaban mucho más seguido que el 707. Además, éstos últimos eran colectivos viejos, más destartalados, y si perdíamos uno había que esperar por lo menos veinte minutos para el próximo.

Un día, cuando estábamos sentadas ya para la clase, Bibi en secreto me muestra una caja de cartón alargada, como de confitería.

- ¿Qué es? - Le pregunto

- Lengüitas de gato para regalarle a mi papá para su cumpleaños - me contesta con cara de pícara. Yo miré la caja con asco, porque nunca me gustó comer carne, y pocas cosas se me antojaban más asquerosos que “lenguas de gato”. Bibi me explicó que en realidad son chocolates, sólo su forma recuerda a lengua de un gato. Yo sigo pensando que es horrible.

Pero me dice: - Son para mi papá, que a él no le gustan.

Yo curiosa, le pregunto: - ¿Para qué le compraste algo que sabés que no le gusta?

Muy satisfecha, ella contesta: - Porque cuando se las regale, él va a decir que no le gustan. Yo me voy a hacer la que no lo recordaba, y me las voy a comer yo.

Así de admirable era mi amiga Bibi. Pícara, auténtica, fiel, llena de energía, y con una gran personalidad y una risa contagiosa que todavía recuerdo.

Cuando dejamos de ir al colegio en transporte escolar, nos habíamos puesto de acuerdo para hacer juntas también el viaje de ida. Yo tomaba el colectivo primero y abría la ventanilla para hacerle señas Bibi, que ya estaba en la parada que le correspondía y al verme subía, así viajábamos juntas.

Fuimos compañeras de banco hasta que terminamos el séptimo grado a fines del año 1972.

Creo que en el año 1974 Bibi y su familia se fueron del país. Pero seguimos mandándonos cartas de papel y por correo. A mí me hubiera gustado mucho que hubiéramos seguido viviendo cerca. Cada vez que Bibi viajaba a Argentina nos encontrábamos y nos poníamos al día de las novedades.

Pero hace más de veinticinco años que no la veo. Tengo que reconocer que fueron motivos personales míos, que no tenían que ver con ella sino con mi entorno, los que provocaron el distanciamiento. Y fue una pena.

Quiero imaginarla viviendo en el campo, criando caballos y otros animales de granja. Que sigue dibujando (con su mano izquierda) tan lindos caballos al galope y pintando pañuelos de seda. Feliz y riéndose. Y hasta capaz que siga jugando constantemente con sus manos, tocando cada una de las yemas de los dedos con el pulgar de la misma mano, de forma ordenada y repetitiva.