El camino se lo indicó el viento.
Dicen que llegó una tarde de otoño a ese pueblo casi desconocido perdido en el medio de la nada. Llegó con las zapatillas gastadas y raídas, supongo que de tanto caminar.
En el pueblo nadie lo conocía. Vivió unos pocos días en una pensión, pero se fue sin decir nada, sin haber cruzado palabra con nadie.
El pueblo está rodeado por monte virgen y un arroyo. A mí me gustaba salir a caminar. Ver los cambios del paisaje en las diferentes estaciones del año, reconocer los cantos de los pájaros. Disfrutaba de ver a los animales que, muchas veces con confianza, se quedaban cerca mirándome. Sabían que cada vez que podía les llevaba algo de comida.
En una de mis caminatas, lo vi. Allí estaba de espaldas mirando hacia el valle. El forastero evidentemente no había abandonado el pueblo, como todos pensaban. Desde allí, él podía ver todo, pero era muy difícil que la gente lo viera a él. Creo que no se dio cuenta de que yo lo estaba observando. Seguí mi paseo tratando de no hacer ruido. El día siguiente hice el mismo camino. Lo volví a ver. Allí seguía en la misma posición, como si no se hubiese movido.
Así que cada día comencé a dejarle algún alimento cerca, pero siempre sin que me viera. En realidad, no sé si notaba mi presencia o simplemente estaba absorto en sus pensamientos, sus recuerdos, su pasado, su futuro. No lo sé.
Con el paso del tiempo su pelo y su barba comenzaron a crecer. También su ropa a desteñirse y envejecer. ¿Qué edad tendría? quizás cincuenta años, pero no podría estimarlo con seguridad.
En el monte siempre corre un viento muy fuerte. Ese viento que hace que zumben los oídos, que vuele el polvo, las hojas, todo… Y él siempre allí. A veces sentado, a veces de pie. Mirando el horizonte de frente al viento con el pelo y su ropa que flameaba.
Yo, intrigado, quería saber, o al menos imaginar, por qué estaba allí solo. Completamente solo.
Lo miraba de lejos, escondido entre los arbustos, tratando de comprender sus sentimientos, sus pensamientos…
Así fue pasando el tiempo del otoño y el invierno, que ese año no fue muy crudo. Yo igualmente había dejado una manta para que pudiese abrigarse.
En el verano él ya se había quitado la camisa y estaba solo en pantalones. Los había cortado como bermudas, pero seguía con su posición acostumbrada. Ahora dejaba que el sol dorara su piel.
Los días pasaron y yo seguí con mi rutina de llevarle algo de comer. Comencé a pensar que era hora de animarme. Fui llevando de a una las prendas, un día una remera otro día un pantalón. Finalmente unas sandalias.
La ropa desaparecía del lugar donde yo la había dejado, pero no veía que la llevara puesta.
Pero yo no perdí mis esperanzas. Por último me atreví; era lo que más me atemorizaba dejarle: un par de tijeras y un pequeño espejo. No sabía cómo usaría el espejo. ¿Qué buscaría? ¿reflejarse hacia el futuro o hacia el pasado? Yo no sabía qué pesaría más en su alma…
Dejé pasar una semana, no quise ir antes… Era su tiempo, su decisión. Y yo debía respetarlo.
Cuando volví al lugar, solo encontré la tijera y el espejo. Pero no estaban en el mismo lugar donde yo los había dejado. Estaban colocados uno al lado del otro sobre una zona donde no crecía el pasto, solo había tierra. Vi también un pedazo de rama. Sobre la tierra seca apisonada pude leer claramente escrita la palabra: GRACIAS.
Él no estaba. Se había ido.
Eso me demostró que había decidido mirar hacia el futuro. Yo creo que este fuerte viento del monte lo limpió, llevándole todos los malos recuerdos y experiencias de su vida. Debe haber tenido muchos, dado que necesitó nueve lunas. Nueve lunas para gestar una nueva vida. Para decidir que podía comenzar otra vez.
Yo solo era un niño en esa época, tendría unos trece o catorce años; pero esa experiencia me marcó mucho. Con los años comprendí que en soledad lidiamos en nuestro interior con nosotros mismos, con nuestros propios fantasmas. Solos, para evitar que nadie juzgue nuestra decisión. A solas con nuestra propia conciencia. Y dándonos tiempo, el tiempo que sea necesario para cicatrizar el alma.
Caminando en penumbras con nuestra vela apagada, por el espiral que cada uno tiene que recorrer, hasta llegar a la luz central donde nos espera una llama de esperanza. Frente a ella volvemos a encender la vela de nuestra luz interior, que nos alumbrará en el camino de vuelta.
Y al regresar de ese viaje dejar que el viento haga flamear nuestra ropa. Que despeine nuestros cabellos. Con ayuda de los rayos del sol y la luz de la luna. Sostenidos por esta bendita tierra.
Entonces, fortalecidos, festejar el reencuentro con nosotros mismos. Con nuestra esencia.