Aquí escribo recuerdos de mi infancia. Algunos recuerdos me vienen fácilmente, como si fuesen un ovillo de lana y tiro de la punta. Otros, son solo hebras que las fui ordenando lo más cronológico que se me ocurrió, y los anudé. Es posible que no estén bien ordenados, o yo les haya agregado de mi imaginación de niña. Si es así, y alguien lo puede corregir, bienvenido.
En el año 1966 comencé mi primer grado, en un colegio Waldorf de Buenos Aires en la calle Warnes de Florida. Llamado Paula Albarracín de Sarmiento. [Rudolf Steiner Schule]
Luego de unos litigios entre el claustro de maestros en el año siguiente. Algunos padres decidieron comenzar otro colegio en San Isidro, el colegio se llamó San Miguel Arcángel, esto fue en el año lectivo de 1968, o sea cuando comenzamos el tercer grado.
Éramos muy poquitos niños, creo que nueve en el grado donde yo estaba, sus nombres eran Bibi, Marcelo, Susana, Patricia, Silvia, Matilde, Amelia, Beatriz, otra Claudia y yo. Con el tiempo fueron llegando más niños (Juan, Regina, otra Patricia, otro Marcelo, Gerardo, Jost, Ineke, Renate, Michael, espero no olvidarme de ninguno).
Creo que el colegio comenzó con doce niños en total, agregando los hermanitos de algunos compañeros míos. Algunos de los niños solamente estuvieron un corto tiempo y se fueron porque su familia se mudaba lejos.
Seguimos con nuestra maestra de grado de Florida, Fraulein Oehring ( no sé realmente donde poner la “h”), pero también se sumó como maestra Elena Herbon Wedeltoft, que era la madre de Matilde.
Elena, de ojos claros y cabello largo oscuro, con un mechón de pelo blanco. Su voz era calmada, agradable. Para mí era de una belleza particular y refinada, mucho más cercana que la otra maestra F. Oehring, porque a Elena podíamos tomarla de la mano, abrazarla y darle besos, sin ninguna restricción.
A veces estábamos varios a su alrededor abrazándola. Yo por ser la más bajita del grado, estaba primera en la fila, así que disfrutaba de la maestra en ese momento de forma exclusiva. Mirando sus manos siempre empolvadas de tiza. Y recuerdo su perfume como una mezcla de rosas y violetas. Muy sutil, pero yo lo percibía. ¡Que notable lo lejos que pueden llevarnos los perfumes en nuestros recuerdos!
Martin Roth el padre de otro niño, fue el maestro de gimnasia y carpintería. Frank Smith el padre de otra niña llamada Bibi, pasó a ser el maestro de inglés.
A veces veíamos a Herr Schulte que venía y leía en una silla mecedora, a él ya lo conocíamos del colegio de Florida.
Lo mismo que a miss Lunde, altísima. En invierno ella vestía sus sweaters tejidos con guardas elaboradas de varios colores, estilo nórdico. A ella también la conocíamos del otro colegio y a veces nos daba clases de labores.
También creo que una maestra Úrsula se hizo cargo de un grado. Con el tiempo vino Ariana Gedda, recuerdo que nos enseñó geología. Íbamos con ella cerca del río a buscar piedras de canto rodado. Comprobábamos que, si rebotaban al tirarlas sobre el piso de cemento, adentro tenían cristales. Allí estábamos todos los niños con un martillo buscando tesoros de la naturaleza.
Con F. Oehring cantábamos, aprendíamos flauta dulce y labores. Mientras hacíamos labores ella nos contaba historias fantásticas de príncipes, princesas, dragones, castillos. Historias que ocurrían en lugares mágicos y lejanos. La parte mas aburrida para mi era que primero lo contaba en alemán (yo no entendía absolutamente nada) pero luego lo contaba en castellano.
Margarita Widmer, que era la madre de Beatriz, estaba en el jardín de infantes. Algunas veces vino la madre de Silvia, llamada Lidia Gurfein, a darnos gimnasia (pero creo que era algo más como postural y respiración, no una gimnasia convencional de colegio).
Teníamos clases de violín con la señorita Berent, la recuerdo alta, delgada, siempre vistiendo faldas fruncidas que le llegaban a la pantorrilla. Venía en bicicleta con violines colgados cruzados en su espalda como si fuesen bandoleras y otros violines en el canasto de delante de su bicicleta. Era una imagen muy divertida y original. Algunos la hacíamos rabiar (me incluyo) usando el violín como “charango”. Obviamente, la señorita Berent se enojaba porque nos explicaba que así se estropeaban los violines.
El edificio era una casa antigua colonial, típica de la zona. En una calle con árboles altos y añosos. Al entrar había un zaguán, luego se pasaba por una galería con grandes ventanales con vidrios de colores y suelo de baldosas de cemento coloreado típico de esa época, llamadas también como mosaico hidráulico o calcáreo. Allí hacíamos la ronda de la mañana. Creo que la casa tenía cinco habitaciones, dos daban a la calle, en la primera creo que vivía la maestra, y en la segunda estaba nuestro grado, que daba a la calle. La casa tenía una galería, que daba al jardín.
También había una estructura de metal pintada de verde, una especie de glorieta con una hiedra que la cubría. De las columnas de esa estructura nos sosteníamos para dar vueltas girando “como una calesita”. Algunos de los chicos esperábamos turno para girar y girar.
En el medio jardín un árbol de paltas enorme. De ese árbol se colgaban las cintas para hacer “la danza de las cintas”. Era un lote muy grande (o al menos así lo recuerdo yo) y en la parte final había una gran planta de salvia con flores azules.
Subiendo una escalera de metal que estaba al final de la casa, en lo que sería la parte superior de la cocina. Allí había una habitación que también fue usada como aula. Supongo que originariamente era una habitación de servicio.
Ya desde el inicio el colegio fue diferente a todos, método Waldorf, pocos niños, en una casa de familia, los maestros eran los padres, y cuando nos quedábamos a comer algunas madres se turnaban para prepararnos la comida.
Era como una gran familia. Cuando se festejaban cumpleaños en las casas, todos éramos invitados (y más de una vez era aceptado como “colado” algún vecinito o hermano de un invitado). Muchas veces íbamos a jugar a la casa de los compañeros y nos quedábamos a dormir. A veces pasábamos el fin de semana entero de visitas.
Posiblemente, ese proyecto educativo en su comienzo no cumplió con todos los requisitos Waldorf. Por ejemplo, una escuela Waldorf mantiene durante los primeros siete grados a la misma maestra. Nosotros tuvimos varias. Pero así todo, se percibía el esfuerzo que esos padres hacían por darle a sus hijos una educación diferente.
Recuerdo que al principio venían inspectores del ministerio de educación, supongo a tomar exámenes o a quedarse todo un día, a ver cómo se enseñaba. Y un día nos avisaron que seríamos examinados, con unos problemas de matemáticas.
Con Elena habíamos llegado a un “acuerdo trampita”. Si el problema se resolvía por medio de una división, ella se rascaría la nariz. Y si en cambio, era con una multiplicación, ella se tocaría la oreja. (o viceversa no lo recuerdo bien).
El día del examen de inspección, nos dictan el enunciado del problema de matemáticas. Y todos los niños, al terminar de escribir, mirábamos fijo a la maestra Elena (que obviamente tenía que disimular). No recuerdo bien si era una o dos inspectoras.
Poco a poco cada uno fue resolviendo el problema matemático. Pero surgió otro inconveniente. A la maestra Elena de verdad comenzó a picarle la nariz, pero no podía rascarse. Porque nosotros lo entenderíamos como parte de “el mensaje”.
Esto nos lo contó riéndose, cuando los inspectores se fueron. Y supongo que el colegio pasó dicha inspección, porque las clases continuaron.
La maestra Elena nos entregaba a fin de año un verso o poema (que estoy segura de que muchos de ellos, eran de su autoría) para que lo aprendiéramos en las vacaciones. Al comienzo de las clases en marzo, cada niño, de pie en su lugar, recitaba el versito. Todavía recuerdo dos de ellos.
Muchas veces los niños compartíamos la merienda. Yo comía poco, así que nunca terminaba la manzana y la compartía, otros compartían su sándwich. Una de las niñas llevaba un huevo duro, pero no le gustaba la yema, así que la regalaba.
Aprendimos a tejer con dos agujas, con cinco agujas unas medias, a crochet, en telar. A bordar, a hilar lana. Carpintería. Pintábamos con lápices de pastas y con acuarelas. Aprendí a dibujar flores haciéndoles una “nube” del mismo color, porque esa nube era su perfume. Hoy lo considero como algo importante enseñarle a un niño a prestarle atención a lo impalpable o invisible. A ver más allá de lo físico y material.
Hacíamos una huerta en unos terrenos que estaban a unos cuatrocientos metros del colegio. Pasando la Avenida Libertador y frente de la Plaza de San Isidro.
Preparábamos nuestras propias velas con cera de abejas, cada niño con su pabilo esperando su turno en la fila para sumergirlo en la cera y ver como engrosaba.
Hacíamos también nuestros propios cuadernos de clase, con hojas lisas (sin renglones). Las hojas se doblaban al medio, luego se agregaba una cartulina de color como tapa y las perforábamos con un clavo y un martillo. Tres agujeros. Cosía cada uno su cuaderno con hilos gruesos de bordar. Luego esos cuadernos eran escritos con “pastas” y lapiceras fuente (muchas veces chorreados de tinta azul, manos y cuadernos). Allí nos expresábamos “artísticamente” con los dibujos de las diferentes “épocas”. En la época de geografía haciendo los mapas a mano alzada. O en la época de botánica dibujando plantas y flores. Como en toda escuela Waldorf no había libros. Sólo uno para inglés, un libro pequeño que creo que se llamaba “Fairy Tales” con dibujos muy lindos que yo coloreé.
Para sembrar el trigo, fuimos a una estancia llamada “La escondida”, en Zárate. Tiempo más tarde fuimos a cosecharlo. Separamos los granos y preparamos harina en un molinillo manual antiguo de metal. Cada uno hizo su propio pan. Lo recuerdo muy oscuro y duro, casi como una piedra. Pero todos los niños habíamos tenido la experiencia de participar en todo el proceso.
Recuerdo con mucho cariño las Kermesses de la escuela. Se preparaban muchos juegos, teatro de marionetas, el juego de la pesca, la carrera de los barquitos de cascara de nuez, hacer equilibrio sobre un tablón de madera. Cada familia llevaba comida para vender en el evento. ¡Era una fiesta preciosa! El colegio se trasformaba para esa fiesta.
Una vez, la maestra Elena se disfrazó de gitana que leería las líneas de la mano. Nosotros sabíamos que, era nuestra maestra la que estaba en esa especie de carpa, en la penumbra. Pero yo igualmente me presenté ante “la bella gitana” para que me leyera el futuro. Ella con sus manos llenas de pulseras, tomó la mía y la miró con mucha atención, lentamente con su dedo recorrió las líneas de mi mano. Y me leyó el futuro, yo me tomé muy en serio sus palabras.
Para fin del séptimo grado hicimos una representación. Yo actué de pajarito, éramos cuatro pajaritos, vestidos con la típica túnica de representaciones Waldorf y unas máscaras de pañolenci, muy simpáticas pero también muy calurosas. Calculo que sería aproximadamente en la segunda semana de diciembre, caluroso para Buenos Aires. Allí estábamos los “pajaritos”, colorados por el calor y la vergüenza bailando y cantado:
–Zip, zip. Cúcu, cúcu, cúcuuu. Ruquedicú, ru…que…dicú.
Creo que éramos los pajaritos del bosque del cuento de Yorinda y Yorindel.
El último día. Cuando ya nos despedíamos todos, Elena nos regaló a cada uno un libro con una dedicatoria. El libro ya no lo tengo, ni recuerdo nombre, pero la frase está todavía en mi memoria.
A lo largo de mis muchas mudanzas perdí las fotos de los compañeros del colegio, pero no perdí mis recuerdos. Ni el amor por las plantas de salvia, como había en el jardín del colegio. Ni la simpatía por los aromas que me transportan, sin darme cuenta, directamente a esa época a evocar recuerdos vívidos de manera casi instantánea. Como por ejemplo, perfume a: lanolina, por hilar la lana virgen y para rellenar muñecos. El de los lápices de pasta así los llamaba a las ceras Stockmar. Jabón de coco (siempre había jabón blanco de coco para lavarse las manos). Aroma de las velas de cera de abejas. Perfume a lavanda o a rosas… Y las flores dibujadas rodeadas de su nube de perfume.
11 de febrero 2025