Traduccion: Beatrice Smith
A veces me despertaba y no sabía dónde estaba ni en qué idioma le debía dar los buenos días a la empleada doméstica. Tomaba el desayuno, generalmente solo, a veces con mi madre cuando no se había ido a dormir tarde la noche anterior, y me iba al colegio en una limusina blindada, con chofer, acompañado por mis dos guardaespaldas. Por si no lo saben, los Estados Unidos son un país enorme y poco querido al que le gusta hacer valer su peso para que las compañías norteamericanas puedan comprar el mundo, mientras que el así llamado tercer mundo está lleno de idiotas que piensan que pueden cambiar todo secuestrando al hijo del embajador.
Tenía esa pesadilla que se repetía. Estoy tirado desnudo sobre un catre, de brazos y piernas abiertos, en un sótano lúgubre y sucio. Los terroristas deciden que la única manera de convencer a los Estados Unidos de que devuelvan Texas a los mejicanos es cortándome los huevos y mandándolos a la Casa Blanca con una nota que aclara gráficamente lo que vendrá después. Un albino lampiño se me acerca con una sierra de arco cuando despierto gritando. Yo me preguntaba de qué me servía ser el hijo del embajador si todos esos imbéciles me querían castrar para demostrar que estaban hablando en serio, y tenía que estar acompañado de guardaespaldas todo el tiempo. Además, tenía muchas discusiones con mi padre sobre el hecho de que nosotros estuviéramos apoyando un gobierno militar cuyo pasatiempo era "hacer desaparecer" a cualquiera que no estaba de acuerdo con ellos. Él decía que todo esto era parte de la guerra contra el comunismo - las estupideces de siempre. Por eso decidí dejar de ser el hijo del embajador, por lo menos durante un tiempo.
Eso involucraba fugarme, cosa que no era tan fácil como parece. Un pelotón de marines, una empresa local de seguridad y la policía cuidaban la residencia en Buenos Aires, y mis dos guardaespaldas me seguían a todos lados como dos sombras. Sin embargo, tenía la ventaja de la sorpresa, dado que ellos estaban ahí para protegerme y no esperaban que me quisiera escapar.
Me deshice de ellos cuando estaba en el cine con la hija del embajador de Liberia. -Miren, amigos, -les dije-, la quiero apretar un poquito en la oscuridad, así que, ¿qué tal si se sientan bien atrás, así no me pongo nervioso sintiendo su respiración en la nuca? La película era con esa mole de Schwarzenegger, justo lo que les gustaba, y sirvió para distraerlos. Le pedí a la chica que le dijera a mi madre que estaba harto de ser el hijo del embajador y de ese estúpido colegio americano al que me iba a tomar unas vacaciones por un tiempo. Para que no pensaran que me habían secuestrado y pusieran mi foto en todos los malditos diarios del mundo.
Tomé un taxi al Aeroparque, y me embarqué en un vuelo a Sao Paulo, Brasil. Ustedes se preguntarán por qué a Sao Paulo, por qué no simplemente esconderme en Buenos Aires, que es tan grande como Nueva York y donde es tan fácil desaparecer. Bueno, hay algo que todavía no he mencionado. Soy negro, y mi padre es el único embajador norteamericano negro que existe. No quiero meterme en estupideces raciales aquí, pero es un hecho que en la Argentina casi no hay negros. Había un montón, llevados de África, como esclavos, pero murieron en epidemias de cólera y luchando como conscriptos en todas esas guerras contra los españoles que hubo por allí, y por eso yo llamaba la atención desmesuradamente. Además, soy bastante conocido porque salí con algunas de las blanquísimas chicas de la alta sociedad argentina, y a los periódicos les parecía algo novedoso, lo que de hecho era, ya que para una piba argentina salir con un negro era como poner en peligro la virginidad de su puta raza.
Por lo tanto, primero, lo mejor era desaparecer de la Argentina para no ser reconocido. Segundo, en Brasil cualquiera es negro, y no sólo no me reconocería nadie, sino que también armonizaría muy bien en cuanto al color. Tercero, conocía un lugar donde nunca me buscarían: una favela, lo que viene a ser una villa miseria en brasileño. Cuarto, yo hablo fluidamente el portugués brasileño, incluso mejor que el castellano, porque estuvimos destinados en Brasil antes de la Argentina, y pasé allí varios años muy formativos.
Cuando mi padre era embajador en el Brasil, una vez visitamos una favela en Sao Paulo, dado que el gobierno de los Estados Unidos había donado algunas computadoras a una escuela allí. Me quería mostrar lo generosos que éramos y cómo estábamos ayudando a los pobres y toda esa mierda, cuando en realidad todo lo que hacemos sólo empeora la situación. Quiero decir, están muriéndose de hambre, y nosotros les damos computadoras. Durante la visita vi algunos chicos, alemanes, un suizo e incluso algunos norteamericanos, que estaban trabajando allí durante una temporada como voluntarios. Mi plan era trabajar allí como voluntario hasta que me cansara.
Dona Ute , la mujer que dirigía la escuela, vivía en una casa que no era mucho mejor que las casitas de la favela. Estaba encaramada en una colina, con vista sobre la avenida, o sea que uno no se podía oír a sí mismo por el ruido de los buses y los coches. No había timbre, por lo que batí las palmas, que es lo que se hace en Brasil cuando no hay timbre.
Yo me acordaba de ella, pero sabía que ella no se iba a acordar de mí. Apenas me vio aquella vez, porque todo el mundo estaba tan excitado por la visita del embajador norteamericano, pensando que era gran cosa, que no lo era. Mi padre nunca le dirigió ni una palabra a la gente de la favela, ni siquiera los miró. Habló un poquito con Dona Ute , pero la mayor parte del tiempo se mantenía junto al alcalde de Sao Paulo, que ahora está preso por estar metido en lavado de dinero, y, naturalmente, de la prensa. Dona Ute no era vieja ni nada, pero estaba un poco desaliñada, como algo que el gato hubiera traído a casa. Pero yo la admiraba millones de veces más que a esas esposas de embajadores que siempre parecían recién salidas de un salón de belleza.
Estaba tentado de decir que era brasileño, pero decidí que no era una buena idea porque siempre hay cositas que te pueden delatar si no eres realmente del lugar, como por ejemplo quiénes ganaron el campeonato de fútbol en 1940, porque el fútbol es algo que los vuelve locos a los brasileños. Yo apenas sabía quiénes eran Pelé y Maradona. A mí me gusta el béisbol, pero de qué te sirve eso en Brasil, donde no reconocerían un fastball ni siquiera si les pegara en la cabeza. Por lo tanto, decidí no correr riesgos y decir que era un yanqui que había vivido en Brasil varios años hasta que mi padre, un misionero, fue transferido de nuevo a los Estados Unidos, y que ahora era un estudiante que estaba escribiendo su tesis sobre las favelas brasileñas. Bastante debil, ahora que lo pienso, pero se lo tragaron.
-Sabes que no te podemos pagar, -dijo Dona Ute -, excepto el boleto si tienes que ir a algún lado por nosotros.
-No importa, tengo dinero.
-Tu portugués es muy bueno. ¿Sabes otros idiomas?
-Inglés, naturalmente.
-Claro.
-Aparte, castellano, alemán, francés, indostaní...
-Está bien -rió-. ¿Dónde aprendiste todos esos idiomas?
-Bueno, mi padre estuvo destinado en todo el mundo, y yo simplemente los iba aprendiendo. Como chico uno es rápido en eso.
-Sí, lo sé. Yo también tuve una vida nómade cuando era pequeña -dijo dona Ute -. Mi padre era científico y vivimos en diferentes países. Yo creo que no tener raíces de niño te marca. En un sentido es positivo; en otro, te priva de algo.
-En su caso, es positivo- dije.
Suspiró. -Por favor, no creas que soy una especie de Madre Teresa. No es verdad, y no me gustaría que lo creyeras.
-OK, no lo haré. -Pero era exactamente lo que creía.
-Nos gustaría mandar nuestros pedidos de ayuda a más lugares, en los idiomas de la gente en cuestión, -explicó Dona Ute -. Tal vez tú podrías trabajar en la oficina y ocuparte de eso.
-Claro, -dije realmente contento, porque no me apetecía demasiado estar todo el santo día limpiándoles la cola a niñitos.
-Uno o dos días por semana. Hay otras cosas que hacer fuera de la oficina.
-Sí, claro, no me gustaría quedar al margen del verdadero trabajo.
-¡Ése es la actitud que me gusta! -dijo, y yo sabía que había hecho una buena impresión.
-Ah, por cierto, ¿cómo te llamas?
Créanme o no, yo no estaba preparado para esta pregunta. Sin embargo, dudé sólo un segundo.
-Jackie.
-¿Jackie qué?
Jackie Robinson.
Fue una inspiración. Me di cuenta demasiado tarde de que podría llamar la atención de los norteamericanos que me estuvieran buscando, pero una vez que lo dije me sentí muy bien, porque realmente adoraba a ese tipo. Y como decía, a los brasileños el béisbol no les interesa en absoluto, y por eso no reconocerían el nombre del primer jugador negro en toda la historia de la liga. Yo incluso conocía chicos norteamericanos que no sabían quién era.
Un brasileño llamado Zeca, unos años mayor que yo y estudiante de ciencias políticas, trabajaba en la "oficina" -una casucha adosada a la escuela- y hacía la mayor parte del trabajo administrativo. Parecía una mezcla de todas las razas del mundo. Yo le ayudaba con las cartas en otros idiomas. Me hizo un montón de preguntas sobre los Estados Unidos, sobre todo sobre las condiciones en que vivían los negros. Mi familia está muy integrada en la sociedad blanca. Quiero decir que apenas sí conocemos negros, excepto mis parientes. Sin embargo, lo que le dije era más de lo que él sabía, y pareció satisfecho. Me preguntó qué pensaba de la situación social en el Brasil, y le dije que era terrible, y que por eso yo estaba ahí, para ayudar lo poco que podía ayudar, lo que naturalmente era pura mentira, pero él me creyó.
Un día, cuando estábamos solos en la oficina, me preguntó, sin levantar al cabeza de lo que estaba haciendo: -Oye, Jackie, ¿tú crees que lo que estamos haciendo va a cambiar alguna cosa?
Era una buena pregunta, que no había considerado antes. -Estamos ayudando a los chicos en esta favela. -dije.
-Despierta, Jackie. El Brasil tiene unos 160 millones de habitantes, y dos tercios viven como animales. ¿Qué tiene de bueno ayudar a algunas personas en una favela privilegiada?
-Y entonces, ¿por qué trabajas tú aquí?
-Porque yo solía pensar como tú, que es mejor que nada, y ahora que estoy aquí, ya no estoy tan seguro.
Yo no dije nada, aparte que tampoco tenía nada que decir al respecto.
-Me caes bien, Jackie. Eres gringo, es algo que no puedes remediar, pero por lo menos eres negro y tienes conciencia social, porque si no no estarías aquí. -Volvió a su trabajo, pero yo sospeché que pronto volvería sobre el tema, y acerté.
Fui conociendo mucha gente en la favela, pero la persona más importante para mí fue Mireya, una negrita de apenas catorce años, pero las chicas maduran pronto en Brasil. Los muchachos decían que era medio creída. Yo también pensaba lo mismo hasta que la vi con los niños en el jardín de infantes donde trabajaba de asistente. Me enamoré de ella, lo cual era maravilloso pero complicaba las cosas considerablemente. Para poder trabajar en el jardín de infantes, le conté a dona Ute que me encantaban los niños, lo cual no era exactamente cierto. Tengo un hermanito al que no adoro exactamente porque, para decir la verdad, es un pendejo malcriado. Supongo que no es su culpa, considerando al resto de mi familia. La verdadera razón era que quería estar cerca de Mireya. Al principio fue bastante duro, ya que los chicos de la favela no son malcriados; son pequeñas pestes. Cuando uno de ellos pone las manos sobre un juguete, no se lo quitas sin amenazas. ¡Y qué modales! Comen como si fuera la primera vez que hubieran visto comida. Pero supongo que si uno estuviera siempre con hambre también se comportaría así.
Comencé a acompañar a Mireya a su casa con la excusa de que en el camino me podría explicar cómo mejorar mi trabajo en el jardín de infantes. Vivía con su madre y su tío y cuatro hermanitos menores en una miserable casucha de la favela, pero al menos estaba limpia, cosa que no se podía decir de la mayoría de las otras. Ustedes piensan que las favelas son lugares peligrosos, ¿no? Pues lo son. Traficantes de drogas, ladrones, asesinos, de todo. Sin embargo, son una minoría. Créanme o no, pero la mayoría de la gente que vive allí es honesta y religiosa. Su religión es bastante extraña, ya que es una mezcla de macumba, que viene a ser una especie de vudú bueno, y de catolicismo. Pero también hay mucha delincuencia, y por lo tanto es peligroso. No, sin embargo, para la gente de dona Ute . Podíamos ir a donde nos apetecía, y nadie nos molestaba. Eso era porque consideraban a dona Ute una especie de santa. Por un lado la respetaban, y por otro lado no es recomendable meterse con los santos. Los ladrones hasta le dieron una máquina de escribir eléctrica (robada, naturalmente), que ella aceptó a regañadientes. Pensaba que podía estar fomentando el crimen aceptándola; por otro lado, no quería insultar a nadie rechazando un regalo. Además, necesitaba una máquina de escribir nueva. Pero cuando le ofrecieron una computadora, no la aceptó, diciendo que era demasiado complicada para ella y que nunca aprendería a usarla. Cuando Zeca se enteró de eso, les dijo que pusieran la computadora en la oficina, y que él se encargaría de dona Ute . Su forma de de encargarse de ella era no mencionar la computadora. Ella la vió, pero tampoco dijo nada. Después de todo, una donación es una donación. Zeca dijo que aceptábamos donaciones de compañías que explotaban a los pobres e incluso de los Estados Unidos, que son unos imperialistas, etc., por qué no entonces de un pobre ladrón de favela que sólo robaba a los ricos.
Una noche la llevé a Mireya al cine. Después fuimos a una pizzería, y le pregunté por su educación escolar, y me dijo que había cursado la primaria.
-¿No quieres cursar el secundario?
-Sí, claro, pero tengo que cuidar a mis hermanitos porque mi mamá trabaja todo el día.
-¿Qué hace?
-Es empleada doméstica en lo de una familia rica.
"Rico" es una palabra muy relativa, dado que para los habitantes de las favelas todo el mundo que vive fuera de ellas es rico. No obstante, ricos o no, todos tenían empleadas domésticas, porque en Brasil siempre se puede encontrar a alguien más pobre que está dispuesto a trabajar por casi nada.
-¡Qué pena! -exclamé-, porque si no cursas el secundario, probablemente vas a terminar empleada doméstica como tu mamá.
Se enojó con eso. -¿Qué hay de malo con ser una empleada doméstica?
-Nada. Si te parece un trabajo tan genial, puedes ser una. -Entoces se puso a llorar, y me hizo lamentar lo que había dicho, especialmente cuando me explicó que no tenía dinero para el boleto del autobús y para los libros.
-Mira, Mireya, -dije-, tal vez podamos encontrar una solución para que vayas a la escuela nocturna. ¿Alguna vez hablaste con dona Ute sobre eso?
-Ella también dice que debería ir al colegio.
-¿No te pagan por trabajar en el jardín de infantes?
-Sí, pero se lo doy a mi mamá. Aparte, la escuela nocturna está a dos horas en autobús. Tendría que pasarme cuatro horas sólo viajando.
-Eso es porque el bus hace mil vueltas y para en cada yuyo doblado. Si fueras en la combi...
-¿La combi? ¡Pero si no puedo manejar, soy demasiado joven!
-Pero yo sí. -Sonreí y puse mi mano sobre la suya, la que no estaba ocupada con la pizza.
-Tú me llevarías al colegio todas las noches?
-Claro, ¿por qué no? -No tenía licencia de conducir brasileña, sólo la argentina, pero esa es válida en Brasil si uno es turista. Está bajo mi nombre verdadero, pero no esperaba que me parasen, dado que manejaba con mucho cuidado comparado con los brasileños que andan como locos. Por otro lado, la única razón por la que los policías te paran es para robarte, y no estarían interesados en parar a un muchacho negro que maneja una combi de la escuela de una favela.
Mireya aceptó, pero una noche por semana no podría ir a clases porque tenía que ir a una reunión. Era la misma reunión a la que Zeca ya me había invitado, y que yo sospechaba era sobre asuntos revolucionarios. Yo no me quería meter en esas cosas, por causa de mi verdadera identidad y porque en realidad problablemente no me importaba demasiado lo que estaba sucediendo en Brasil. Lo había ido postergando, diciendo que lo pensaría. Ahora Mireya me preguntaba por qué no quería ir, y le dije que estaba meditándolo, y que tal vez fuera.
Dona Ute no sólo estuvo de acuerdo en prestarnos la combi, sino que también sugirió que la escuela pagase los libros que necesitara, porque era importante que los futuros maestros tuvieran una buena educación. Así, Mireya se anotó en las clases nocturnas, y yo la llevaba todas las noches menos los jueves, cuando íbamos a las reuniones de Zeca. Durante las tres horas que ella estaba en clases, yo me iba a un café y leía libros o escribía esta clase de diario. Tiré mucho a la basura, las cosas aburridas. Tal vez no lo debía haber hecho, pero no me gusta leer cosas aburridas, ni siquiera cuando soy yo quien las ha escrito. Pero hay una cosa que me gustaría mencionar, a pesar de que no tiene nada que ver con lo que pasó después, me refiero al secuestro y todo eso.
Un día justo antes de Pascuas, Mireya me preguntó si iría a la Santa Ceia.
-¿Qué es eso?
-Vente a la escolinha -así llaman la escuela de dona Ute - a las siete. Ya verás.
La escolinha era una especie de barracón prefabricado que habían arreglado pintándolo y colgando cuadros y plantas y cosas así. No oí nada cuando me acerqué a eso de las siete y cuarto, y pensé que todavía no habría llegado nadie. Pero cuando abrí la puerta, entré a una casa llena de gente. Ciro, un joven favelado que trabajaba en la carpintería, estaba de pie, vestido de cura detrás de una mesa cubierta con un paño azul. Pensé que se trataba de una obra de teatro, algo que les encanta hacer, y me senté cerca de la puerta para observar. Sentada a la misma mesa o, mejor dicho, al mismo altar, estaba dona Ute , y a cada lado del altar había un monaguillo parado bien derechito.
Cido terminó de leer algo. Le pasó el libro al monaguillo a su izquierda, y éste leyó balbuceando una parte en voz alta. Era la Biblia, y estaba leyendo algo sobre cuando Jesús era condenado a muerte. Después le pasó el libro al monaguillo a su derecha, y éste leyó algo sobre la resurrección de Jesús. Cuando terminó, dona Ute levantó una fotografía grande de un chico. Dijo que ese muchacho había muerto en un accidente y que su padre, un abogado, no sabía qué hacer con el dinero que había recibido del seguro, porque no lo necesitaba. Entonces había oído del trabajo de dona Ute y le haía mandado el dinero a ella y así había sido que pudieron comprar el terreno y poner la prefabricada que les servía de escuela. Nos pidió que rezáramos por el niño y su padre. Cido cerró los ojos y dijo una oración y todos cerraron los ojos y bajaron la cabeza, así que yo también lo hice. No estaba realmente rezando, pero no quería ser el único que estuviera mirando al espacio. Después, lo que realmente me sorprendió fue que Cido tomó un poco de pan de un cesto y dijo: -Este es mi cuerpo. -Luego levantó un vaso con algo que parecía ser vino, lo bendijo y dijo: -Esta es mi sangre. -Después algunos chicos con cestos pasaron por las mesas y pusieron un pedazo de pan delante de cada persona. Ya teníamos delante nuestro vasos vacíos, la mayoría de ellos ya un poco desportillados, y más chicos vinieron y los llenaron con vino. Primero me pareció raro que les dieran vino a esos niños tan pequeños, pero cuando tomé un trago me di cuenta de que era agua mezclada con una gota de vino. Bueno, todos tomamos el vino y comimos el pan, pero era como una fiesta, la gente conversando y riendo y todo eso.
Yo sabía lo que era una misa, porque habían tratado de criarme en la fé católica, pero lo que viví en la favela fue lo que tal vez era hace mucho tiempo cuando la gente todavía se acordaba de Jesús y todavía no se había convertido en una tortura para los niños pequeños en la que tienas que confesar cuántas veces te has hecho la paja antes de poder comer un pedacito de pan duro, y donde no te dan ni una gota de vino.
Después le pregunté a dona Ute sobre eso. Me dijo que como había una gran escacez de curas en Brasil, en muchas ciudades el hijo mayor de una familia respetable asumía el papel. No lo consideran una misa, en realidad, me explicó. Yo dije que no, que era mucho mejor. Ella sólo rió y cambió de tema.
Mireya y yo nos fuimos acercando, pero incluso cuando estábamos solos en mi cuarto no me la cojí, aunque me imagino que lo podría haber hecho. Nos besábamos y yo le acariciaba los pechos y los besaba. Eran como pequeñas manzanitas marrones y sabían millones de veces mejor. Le decía que la amaba y ella sonreía y me tocaba la mejilla y decía que también me amaba. Dona Ute me advirtió que esperaba que mi relación con Mireya fuera responsable, que era sólo una niña y todo eso. Le dije que claro, que no se preocupara, y era verdad, no estaba mintiendo en eso. Quiero decir que estábamos haciendo cosas de niños comparado con las costumbres de hoy día.
El jueves por la noche fuimos a la reunión de Zeca. Zeca hizo muchos alardes de que yo estuviera allí, diciendo que era un gringo negro con conciencia social y que sería un bienvenido y valioso agregado para el grupo. Zeca sabía hablar, de eso no había duda.
Continuaron discutiendo sobre por qué los pobres son pobres y sobre lo que había dicho Marx y qué héroe que había sido el Che Guevara y toda esa bosta. Yo estaba sentado ahí sin decir nada, hasta que Zeca me preguntó qué opinaba. Debería haberme callado la boca, pero tengo ese problema de que siempre que me preguntan lo que pienso, lo digo.
-Es interesante, -dije-, pero ¿y qué? Quiero decir, ¿qué podemos hacer nosotros al respecto?
-Tenemos un plan, -respondió Zeca, y exhaló un perfecto círculo de humo-. Vamos a raptar a la hija del embajador norteamericano.
Físicamente no me caí de la silla, pero mentalmente sí.
-Es audaz, -continuó Zeca-, pero tenemos que hacer algo audaz para demostrar que existimos y que estamos hablando en serio.
-¿Pero por qué ella? -La conocía bastante bien. Era unos años mayor que yo, estudiante de alguna universidad prestigiosa en los Estados Unidos. Ella creía que era súper, porque era mayor que yo y linda y blanca y me ganaba jugando al ajedrez, pero eso era sólo porque había estado destinada en Rusia donde aprenden a jugarlo en la escuela. A mí me hubiera gustado hacer otras cosas con ella aparte de jugar al ajedrez, pero nunca me dio mucha bola, tal vez porque no estaba demasiado loca por cruzar la frontera de colores.
-Un amigo mío que es estudiante de intercambio en la universidad donde ella estudia en los Estados Unidos la conoce, -explicó Zeca-. Dice que tiene conciencia social.
Yo eso lo dudaba mucho.
-Mira, -continuó Zeca, entusiasmado-, la llevamos a una casa segura y le explicamos la situación en el Brasil. No le hacemos nada ni pedimos dinero ni nada de eso. Es un acto puramente político. Su desaparición va a aparecer en los titulares de todo el mundo. Después la soltamos y ella le cuenta al mundo qué es lo que queremos.
-¿Que vendría a ser...?
-Justicia, un nuevo orden, socialismo democrático.
-¿Cómo la van a secuestrar si está en los Estados Unidos?
-Viene al Brasil durante las vacaciones.
-¿Habla portugués? -No lo creía.
-No estamos seguros. Por eso te necesitamos a ti, Jackie. ¿Qué dices?
-Yo creo que es una locura. -Lo cual era mi honesta opinión-. No cuenten conmigo.
Pero entonces vino el toque que cambió mi vida: Mireya puso su mano sobre mi rodilla, que estaba desnuda porque todos usabamos shorts, y dijo: -Por favor, Jackie, piénsalo por lo menos.
Pero cuanto más lo pensaba, más loco me parecía.
-Supongamos que tienen éxito y la pueden agarrar. ¿Qué van a hacer con ella? La policía brasileña y las fuerzas armadas van a estar buscándola, sin mencionar la CIA, el FBI y un millón de personas en busca de la recompensa que ofrecerán.
-Tenemos un lugar donde no la van a encontrar nunca.
-¿Dónde?
-El no es uno de nosotros, -protestó un negro, -no es un brasileño que siente cómo sufre nuestra gente.
-El Ché tampoco era cubano, -dijo una chica blanca y bizca.
-No, y quién sabe cuánto tiempo tardaron en convencerlo, -asintió Zeca-. Pero una vez que decidió ayudar se volvió el corazón de la revolución latinoamericana, trascendiendo a Fidel, justamente porque no era cubano. -Me miró como si él fuera Fidel Castro reclutando al Che Guevara para la causa-. Esto puede ser el comienzo de la liberación de tu propio pueblo, Jackie.
-¿Dónde la van a esconder? -pregunté, aún esperando poder convencerlos de que la idea era una locura.
-En una fazenda a una hora de Sao Paulo.
-¿Y qué tiene de seguro eso? -Una fazenda es una estancia brasileña.
Zeca miró a un tipo blanco, grande y peludo que estaba sentado a su lado, y que asintió con la cabeza-. Pertenece al general al mando del área militar de Sao Paulo.
-Zeca, ¿me estás tratando de decir que un general está con ustedes en esto?
-No, pero no estuvo en su fazenda en los últimos tres años. Su hijo Sócrates -indicó con la cabeza al tipo blanco- vive allí.
Yo no sabía qué decir. Si realmente podían esconderla en lo de un general...
-¿Vería nuestras caras? -pregunté.
-Claro que no, estaremos enmascarados.
Debería haberme levantado en ese momento, diciendo OK, cuenten conmigo, camaradas, e ido directamente al aeropuerto para tomar el primer avión a Miami. Pero no lo hice. En vez de eso pregunté cómo pretendían llevar a la hija del embajador a la fazenda.
-¿Estás con nosotros, o no? preguntó Zeca. Todos me miraban con expectación, especialmente Mireya. Zeca me había dicho dónde iban a esconderla a la chica, una señal de confianza de su parte. Mi mayor preocupación era qué pensaría Mireya de mí si decía que no; en segundo lugar, si me dejarían salir de ahí vivo sabiendo lo que sabía.
Di la señal del pulgar hacia arriba, que quiere decir lo mismo en Brasil que en todo el mundo, excepto que en Brasil todo el mundo la usa todo el tiempo. Zeca sonrió y me respondió de la misma manera, y los otros también, y así estábamos sentados todos como unos idiotas con el pulgar hacia arriba.
Ella vive en Brasilia cuando está aquí, claro, -explicó Zeca- pero viene a Sao Paulo frecuentemente para encontrarse con un novio brasileño. Vigilamos al novio, y cuando salgan de noche esperamos la oportunidad y cuando llegue, bueno, no creo que sea demasiado difícil.
-¿Y qué hay de los guardaespaldas?
-Sólo hay uno, y normalmente se libra de él. Él no dice nada, porque probablemente eso le costaría su empleo, o tal vez no le importe tener unas horas libres.
Teníamos la combi porque era noche de clases nocturnas, y Mireya volvió todo el camino a casa acurrucada contra mí. La invité a mi cuarto, a pesar de ser ya muy tarde, y fuimos a la cama. Pero no hice nada de lo que ustedes se están imaginando. Qué diablos, ella sólo tenía catorce años y yo le había dado mi palabra a dona Ute .
Pasó un mes y nadie dijo nada sobre el secuestro. Mireya hasta iba a clases en las noches de reunión. Yo esperaba que hubieran decidido que la idea era demasiada loca y desistido; pero eso eran ilusiones.
-Tenemos a la chica, - me dijo Zeca un día que estábamos solos en la oficina.
-¿Qué chica? -pregunté, deseando que no fuera verdad.
-La hija del embajador, imbécil. -Y se rió como el loco que era.
-¿Cómo?
-Delante del cine. Anoche estaba casi vacío, y después de la función el novio la dejó esperando delante del cine para buscar el coche que estaba estacionado en la otra calle. Todo lo que tuvimos que hacer fue empujarla adentro de la combi antes de que volviera, y desaparecer. No creo que nadie lo haya notado.
-¿Usaron la combi?
-Cubrimos el nombre, -respondió Zeca-. No te preocupes.
-Entonces ahora está en la fazenda?
-Exactamente. Y no habla portugués.
-¿Cómo sabes?
-Se lo pregunté.
-Tal vez estuviera mintiendo.
-¿Por qué iba a mentir?
No lo sabía.
-Esta noche, después de llevar a Mireya a la escuela, vas directamente a la fazenda. -Sacó un pedazo de papel del bolsillo y me lo dio-. Aquí tienes un mapa. Es fácil llegar. Vas a tardar una media hora, más o menos.
-Qué se supone que tengo que hacer?
-Está bastante asustada. Pensé que tú le podrías decir que también eres gringo y explicarle por qué estás luchando por nuestra causa.
-No me parece buena idea.
-¿Por qué no?
-Creo que es mejor que yo me haga pasar por brasileño, así después no me pueden seguir la pista.
Zeca lo meditó un ratito, después dijo -Quizás tengas razón. -Pero no parecía muy convencido.
Me estaba sintiendo descompuesto, para decir la verdad. Pensé en cómo me podría disfrazar. Zeca dijo que había una máscara de esquí en la combi, y que me la pusiera cuando llegara a la fazenda. Yo podía tratar de simular un acento. Incluso pensé en disimular el hecho de que soy negro, pero eso era imposible. Quiero decir, no podía vestir pantalón largo y todo eso, cuando todo el mundo andaba en shorts. Ella podría pensar que era el hombre invisible, y que si me sacaba la ropa no vería nada.
Fui a la fazenda esa noche, después de dejar a Mireya en el colegio. Era una de esas propiedades enormes llenas de vacas y todo, y una casa en la que le hubiera gustado vivir a Michael Jackson, una de esas que los generales de alguna manera poseían a pesar de sus miserables salarios. Toqué el timbre y Sócrates, el hijo del general, abrió la puerta y me dió la señal del pulgar para arriba.
-Está arriba, en el dormitorio principal, -dijo, y me acompañó por unas escaleras de caracol. Me puse la máscara, respiré profundo, y entré.
Ella estaba recostada en la cama, con las rodillas dobladas, leyendo un libro de Stephen King. Yo podía ver un poquito de su bombacha negra que contrastaba contra sus muslos blancos. Miró por encima de su libro y preguntó- ¿Ustedes nunca llaman a la puerta antes de entrar? -Estiró las piernas y así la mejor parte de la vista desapareció, pero seguía siendo bastante buena. Llevaba una minifalda y una camiseta ajustada, sin mangas, y no llevaba corpiño y los pezones se le marcaban como carozos de cereza. Fui hasta la cama y me quedé parado al lado de ella. El cuarto era grande y estaba vacío. Habían sacado todo lo que hubiera permitido identificar el lugar.
-¿Qué quieres? -me preguntó nerviosa, a pesar de sus intentos de hacerse la corajuda.
-No te preocupes, -le dije con un acento brasileño fingido-. Nadie te va a hacer daño.
-Súper, pero yo había preguntado qué quieres.
-Quiero hablarte de... eh...ciertas cosas.
Me miró con cara rara, como si hubiera notado algo en mí.
-Te estarás preguntando por qué estás aquí.
-Estoy aquí porque ustedes bastardos me raptaron.
-No te raptamos, sólo queremos hablar contigo.
-¿Y dónde está la diferencia?... Oye, ¿tú eres brasileño o qué?
-Sí, claro que soy brasileño.
-¿Entonces por qué hablas tan bien inglés?
-Viví en los Estados Unidos durante un tiempo. Aparte, hay muchos brasileños que hablan buen inglés.
No los brasileños negros..
¡Qué hija de Puta!
-Y por qué entonces el otro energumeno dijo que me vendría a ver un gringo?
-Bueno... eh... me llaman "gringo" porque viví en los Estados Unidos.
-Hm. Oye, ¿juegas al ajedrez? -me preguntó, tratando de mirarme a través de la máscara.
-No. Los brasileños negros no jugamos al ajedrez.
Sonrió-. ¿Alguna vez estuviste en Buenos Aires?
Me había reconocido a pesar de la máscara y mi acento fingido -- Pero, ¿podía estar segura? Consideré tratar de seguir con la farsa, pero decidí no hacerlo, porque ¿qué pasaba si le contaba a Zeca quién era yo, o quién ella creía que yo era? Él se reiría, primero, pero después sin duda lo averiguaría.
-OK, Alice, escucha sólo un minuto. Estamos juntos en esto y vamos a tener que jugar bien nuestro papel porque sino, nunca saldremos vivos. -Eso la impresionó bastante. Me miró con la boca abierta-. Esta gente cree que soy el hijo de un cura norteamericano que vivió en Brasil y aprendió el idioma y ahora estoy trabajando en una favela por mi conciencia social. Tuvieron esta idea de raptarte y me pidieron que colaborara, y acepté para asegurar que no te pasara nada.
-¿Pero qué estás haciendo aquí?
-Me fugué de la embajada en Buenos Aires.
-¿Por qué te fugaste? -Me miraba con cara rara como si no me hubiera creído nada hasta entonces y no estuviera dispuesta a creerme lo que le fuera a responder a su última pregunta.
-Simplemente me cansé de todas esas sandeces diplomáticas. Tú sabes a qué me refiero.
-¿Yo? Oye, ¿por qué no te quitas esa máscara imbécil? Igual ya sé quién eres, Booker Tee.
No creo haber mencionado todavía que mi nombre verdadero es Booker T. Washington Smith. Un psicólogo probablemente explicaría que no lo he mencionado hasta ahora porque no me gusta, y tendría toda la razón del mundo. No tengo absolutamente nada en contra de Booker T. Washington. A decir verdad, lo admiro. Pero eso no quiere decir que tengan que ponerte su nombre. Es un nombre pretencioso, otra razón por la que prefiero el de Jackie Robinson.
-Uno de esos tipos puede entrar en cualquier momento -susurré-. Y por favor, no me llames Booker Tee, ¡por amor de Dios!
-¿Y cómo quieres que te llame, Zorro?
-Sí, eso está bien. -No tenía nada en contra de ese nombre.
-Voy a apagar la luz, -dijo Alice-, y entonces nadie sabrá si estás usando máscara o no.
Apagó la luz de cabecera antes de que yo pudiera protestar. Entraba un poco de luz del pasillo por la ranura debajo de la puerta, y la luz de una lámpara del jardín se filtraba un poco por las persianas cerradas, pero estaba lo suficientemente oscuro como para que no se pudiera ver si llevaba la máscara o no, así que me la quité. Podía ver el cabello rubio y la piel blanca de Alice, sin embargo. Ella se deslizó sobre el trasero hasta estar sentada delante mío, y la minifalda se le subió hasta el ombligo. Me tomó de la mano y tiró de ella para que me sentara a su lado.
-¿Quieren dinero?
-No, sólo publicidad, y después te dejarán ir.
-Yo sé que me cuidarás, Book... Zorro. -rió bajito y apoyó la cabeza en mi hombro y me puso la mano sobre el muslo desnudo, justo donde terminaban los shorts.
Yo estaba enamorado de Mireya, ya lo he dicho, pero como sabrán, los adolescentes somos unos libidinosos y nos excitamos por cualquier cosa. No me la cogía a Mireya porque era menor de edad, así que cuando Alice, que era mayor, me empezó a toquetear de esa forma, se me paró de una manera que era imposible que se quedara dentro de los shorts. Los abrí, y salió como un cohete camino a Marte. Y cuando Alice me la chupó, acabé en menos tiempo de lo que se necesita para decir Booker T. Washington Smith. Se fue al baño, para escupir me imagino, y cuando volvió estaba desnuda y se sentó encima mío antes de que mi cohete se desinflara. Como recién había acabado, ahora podía aguantar indefinidamente, y nos revolcamos por la cama en una orgía, con Alice que gemía- ¡más, Zorro, más...! -y yo que trataba de hacerla callar la boca y la disfrutaba al mismo tiempo. Era obvio que ella tenía mucha más experiencia que yo en cuanto a sexo. Eso muestra lo que puedes aprender en una universidad estadounidense de renombre.
Cuando finalmente salí del cuarto y corrí escaleras abajo, Sócrates me preguntó cómo me había ido y le contesté que bien.
-¿Ella realmente tiene conciencia social? -me preguntó.
Me había olvidado de todo eso-. Yo creo que tal vez sí, que la tenga, pero tenemos que acercarnos despacito, sin apurarla. -Sócrates me hizo la señal del pulgar para arriba, y yo salté a la combi y de alguna manera conseguí volver al colegio de Mireya. Ella me dijo que había estado preocupada por mí, lo que me hizo sentir como el sorete que era.
-¿Y cómo fue? -me preguntó Zeca al día siguiente en la oficina.
-Bastante bien, creo. Quiero que confíe en mí primero y sólo después hablarle de las cosas serias.
-¿Cuánto después?
-Pronto, tal vez ya esta noche, si está preparada.
-Lo más pronto posible, Jackie. -Miró para todos lados, aunque estábamos solos en el cuarto y la puerta chirriaba como diez gatos juntos cuando alguien la abría.
Había estado pensando mucho sobre cómo tratar a Alice. Si quería que pasase a nuestro lado -ya sé, estoy diciendo "nuestro" lado ahora, porque así fue como salió todo- la única forma de conseguirlo era seguir cogiéndola. Me imaginé que era lo único que le interesaba, porque pensaba que era amor. Pero amor es lo que sentía por Mireya, con quien no podía coger porque era demasiado joven, e incluso si no lo fuera tendría que seguir cogiendo con Alice para convencerla de que se pasase a nuestro lado. Era lo que mi padre llamaría un dilema. Una de sus palabras favoritas.
La próxima noche comencé a hablarle a Alice de las condiciones en las que vivían los pobres en Brasil.
-¿Te das cuenta de que el 70% de la población es pobre y la mitad de ellos viven en la miseria total? (modifiqué un poco las estadísticas de Zeca porque me parecían un poco exageradas, pero por otro lado realmente no tenía idea). Las favelas son un caldo de cultivo para el crimen, la perversión, las drogas, la violencia. Los niños no tienen chance. Viven de arroz con frijoles y están desnutridos, apenas van a la escuela, frecuentemente son abusados sexualmente y la gran mayoría pasan a ser chicos de la calle, primero pidiendo limosna, después robando; se vuelven drogadictos, luego traficantes de drogas, a menudo son torturados y asesinados por la policía. ¿Y sabes quién es responsable de todo esto? -Los ojos de Alice estaban diciendo- ¿Qué carajo me importa?, ¡cogéme, Zorro! -Y así lo hice. Ella decía que adoraba mi piel oscura, lo que significaba que adoraba mi pija negra.
-¿Y sabes quién es responsable? -repetí después de este intervalo indecente.
-¿El gobierno?
-No solamente. Tú y yo y nuestros malditos padres embajadores que sólo protegen los intereses de los negocios norteamericanos. Y los malditos capitalistas, todos, los americanos, brasileños, alemanes, todos. -Pucha, parecía Zeca hablando.
De repente, pero realmente de repente, la puerta se abrió de un golpe y unos veinte policías militares irrumpieron en el cuarto gritando y apuntándonos con sus armas. Alice y yo todavía estábamos en la cama, totalmente desnudos. Yo me senté y ella se escondió debajo de la sábana. Me tiraron de la cama, y uno me dio una trompada, rompiéndome la nariz. Un oficial gritó en su móvil que habían encontrado a la hija del embajador yanqui y a su secuestrador.
-No, es una equivocación, yo soy... -Traté de hablar escupiendo sangre, pero el soldado que me había dado la trompada me dijo que me callara o me rompería el culo también. Así que me callé.
Me llevaron a uno de sus cuartos de interrogación, aún desnudo, y un tipo gordo dijo que le contara dónde estaban mis cómplices o me metería en el culo el atizador al rojo vivo que tenía en las manos. Mi pesadilla se había vuelto realidad.
-Soy el hijo del embajador norteamericano para la Argentina -dije en portugués con un acento americano fingido, tratando parecer calmo, aunque estaba temblando como alguien al que le están por meter en el culo un atizador al rojo vivo.
Los cuatro gorilas se quedaron imbecilmente boquiabiertos. Después el gordo empezó a reír y su panza temblaba mientras se me acercaba con el atizador que se reflejaba en sus ojos inyectados de sangre.
-¡Esperen un minuto! -el oficial, a quien no había notado porque estaba detrás mío, se me puso adelante y me miró fijamente. Probablemente se había acordado que el antiguo embajador norteamericano había sido negro. No pienso que me creía, pero no iba a correr riesgos.
-No lo toquen -le dijo al gordo-. Al menos no hasta que vuelva.
Al gordo no le gustó nada la idea de ser privado de su diversión e hizo una mueca, así que el oficial lo agarró por la camisa y le dijo que si me tocaba lo herviría en su propia grasa. El oficial era un tipo bajito y flaco, pero esto demuestra lo que puede la autoridad.
No pasaría más de una hora, supongo, pero pareció mucho más hasta que el oficial volvió acompañado de dos norteamericanos vestidos con corbatas a rayas y camisas de mangas cortas. Uno era un vicecónsul y el otro no dijo quién era. Probablemente de la CIA. Me hicieron preguntas y yo di todas las respuestas correctas. Sobre quién era yo, no sobre el secuestro. Cuando comenzaron a indagar sobre ese tema les pregunté qué les había dicho Alice, y me respondieron que todavía estaba bajo el efecto del shock. Les dije que me consiguieran algo para vestirme y me sacaran de ese lugar. Me prestaron un par de shorts que sacaron de algún lugar, y cuando nos fuimos lo miré al gordo y al que me había roto la nariz y les dije en mi mejor portugués: -¡No me olvidaré de ustedes dos hijos de puta! -Luego fuimos al Hospital Alemán, el mejor de la ciudad, donde me arreglaron la nariz, aunque supongo que siempre me quedará un poco torcida.
Por suerte, Alice estaba en el mismo hospital. No sabía qué decir sobre el secuestro y sobre mí, así que se había callado la boca y pensaban que estaba bajo shock. Primero, no querían dejarme verla, pero dije que tal vez le pudiera ayudar, y me dejaron entrar. Había un médico y una mujer de la embajada, sin mencionar a la madre de Alice, sentada en un rincón y con pinta de estar recién salido de un salón de belleza.
-Alice, cariño, creo que tenemos que decirles la verdad -dije, tomándola de la mano. Las cosas estaban bastante complicadas para ella. El novio brasileño resultó ser un conocido jugador de fútbol casado con una estrella de cine, un detalle que Zeca se había olvidado de mencionar. Cuando Alice desapareció de frente al cine, el novio decidió desaparecer también. Alice me contó todo eso después.
-Mi amigo Sócrates, sabes, nos prestó su fazenda para que pudiéramos pasar un fin de semana juntos.
-Ay, Zorro, ¡cómo me alegro de que estés aquí! exclamó y me abrazó y me besó.
-¡Zorro! -exclamó su madre-, ¿quién es Zorro?
Me dieron de alta a la mañana siguiente cuando llegó mi padre, quien me mandó a una escuela militar en Virginia, donde hice mi último año de secundario. Fue una bosta, pero como yo era hijo de un diplomático, no me molestaron demasiado. Le prometí a mi padre que me quedaría si me dejaba estudiar después en la Universidad de Sao Paulo -o sea, si me financiaba, dado que ya no sería menor de edad para entonces. Finalmente dijo que sí, probablemente porque la USP es mucho más barata que Georgetown u otra universidad de prestigio en los Estados Unidos.
Una vez de vuelta en Brasil, me ocupé de que Mireya terminara el secundario y fuera a la facultad. También me ocupé de que se mantuviera alejada de secuestros y ese tipo de cosas. Hay otras formas de cambiar las cosas, como lo que está haciendo dona Ute . Hice una lista en mi diario de las cosas que me gustan del Brasil. La mayoría de ellas son previsibles, como Mireya y dona Ute y los pulgares para arriba y la mezcla de razas y la misa que es mejor que una misa verdadera, y toda esa gente que anda por ahí en shorts y sonriendo a pesar de ser tan pobre. Sé que parece loco, pero bien arriba en mi lista, después de Mireya y dona Ute , está una de las cosas que más me gusta del Brasil: Aquí me llaman Jackie Robinson.
© Frank Thomas Smith
Beatrice Smith es una traductora professional (alemán/inglés/español /portugués) que vive in Munich, Alemania.
E-mail: [email protected]
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