Profunda siesta de Remi

 

Por Julio Cort�zar

 

Ven�an ya. Hab�a imaginado muchas veces los pasos, distantes y livianos y despu�s densos y pr�ximos, reteni�ndose algo en los �ltimos metros como una �ltima vacilaci�n. La puerta se abri� sin que hubiera o�do el familiar chirrido de la llave; tan atento estaba esperando el instante de incorporarse y enfrentar a sus verdugos.

La frase se construy� en su conciencia antes de que los labios del alcalde la modularan. Cu�ntas veces hab�a sospechado que solamente una cosa pod�a ser dicha en ese instante, una simple y clara cosa que todo lo conten�a. La escuch�:

-Es la hora, Remi.

La presi�n en los brazos era firme pero sin maligna dureza. Se sinti� llevado como de paseo por el corredor, mir� desinteresado algunas siluetas que se prend�an a las rejas y cobraban de pronto una importancia inmensa y tan terriblemente in�til, sola importancia de ser siluetas vivas que a�n se mover�an por mucho tiempo. La c�mara mayor, nunca vista antes (pero Remi la conoc�a en su imaginaci�n y era exactamente como la hab�a pensado), una escalera sin apoyos porque con �l ascend�a el apoyo lateral de los carceleros, y arriba, arriba...

Sinti� el redondo dogal, lo soltaron bruscamente, se qued� un instante solo y como libre en un gran silencio lleno de nada. Entonces quiso adelantarse a lo que le iba a suceder, como siempre y desde chico adelantarse al hecho por v�a de reflexi�n; medit� en el instante fulm�neo las posibilidades sensoriales que lo galvanizar�an un segundo despu�s cuando soltaran la escotilla. Caer en un gran pozo negro o solamente la asfixia lenta y atroz o algo que no lo satisfac�a plenamente como construcci�n mental; algo defectivo, insuficiente, algo... Hastiado, retir� del cuello la mano con la cual hab�a fingido la soga jabonada; otra comedia est�pida, otra siesta perdida por culpa de su imaginaci�n enferma. Se enderez� en la cama buscando los cigarrillos por el solo hecho de hacer alguna cosa; todav�a le quedaba en la boca el sabor del �ltimo. Encendi� el f�sforo, se puso a mirarlo hasta casi quemarse los dedos; la llama le bailaba en los ojos. Despu�s se estudi� vanamente en el espejo del lavabo. Tiempo de ba�arse, hablarle a Morella por tel�fono y citarla en casa de la se�ora Belkis. Otra siesta perdida; la idea lo atormentaba como un mosquito, la apart� con esfuerzo. �Por qu� no acababa el tiempo de barrer esos resabios de infancia, la tendencia a figurarse personaje heroico y forjar en la modorra de febrero largos acaeceres donde la muerte lo esperaba al pie de una ciudad amurallada o en lo m�s alto de un pat�bulo? De ni�o: pirata, guerrero galo, Sandokan, concibiendo el amor como una empresa en la que s�lo la muerte constitu�a trofeo satisfactorio. La adolescencia, suponerse herido y sacrificado -�revoluciones de la siesta, derrotas admirables donde alg�n amigo dilecto ganaba la vida a cambio de la suya!-, capaz siempre de entrar en la sombra por el escotill�n elegante de alguna frase postrera que le fascinaba construir, recordar, tener lista... Esquemas ya establecidos: a) la revoluci�n donde Hilario lo enfrentaba desde la trinchera opuesta. Etapas: toma de la trinchera, acorralamiento de Hilario, encuentro en clima de destrucci�n, sacrificio al darle su uniforme y dejarlo marchar, balazo suicida para cubrir las apariencias. b) Salvataje de Morella (casi siempre impreciso); lecho de agon�a -intervenci�n quir�rgica in�til- y Morella tom�ndole las manos y llorando; frase magn�fica de despedida, beso de Morella en su frente sudorosa. c) Muerte ante el pueblo rodeando el cadalso; v�ctima ilustre, por regicidio o alta traici�n, Sir Walter Raleigh, Alvaro de Luna, etc. Palabras finales (el redoblar de los tambores apag� la voz de Luis XVI), el verdugo frente a �l, sonrisa magn�fica de desprecio (Carlos I), pavor del p�blico vuelto a la admiraci�n frente a semejante hero�smo.

De un ensue�o as� acababa de tornar -sentado en el borde de la cama se segu�a mirando en el espejo, resentido- como si no tuviera ya treinta y cinco a�os, como si no fuera idiota conservar esas adherencias de infancia, como si no hiciera demasiado calor para imaginar semejantes trances. Variante de esa siesta: ejecuci�n en privado, en alguna c�rcel londinense donde cuelgan sin muchos testigos. S�rdido final, pero digno de paladearse despacio; mir� el reloj y eran la cuatro y diez. Otra tarde perdida...

�Por qu� no charlar con Morella? Disc� el n�mero, sintiendo que le quedaba a�n el mal gusto de las siestas y eso que no hab�a dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareci� que el �Hal�!� no lo dec�a Morella sino una voz de hombre y que hab�a un sofocado cuchicheo al contestar �l: � �Morella?�, y despu�s su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre s�lo que algo menos espont�neo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.

 

De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. �Pero no le hab�a dicho �l: �Te ver� a las ocho en lo de la se�ora Belkis�? Cuando lleg�, casi tir�ndose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entr� a la carrera por el living, trep� al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abri� sin llamar. Oy� el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella grit� al ver el rev�lver. A Remi le pareci� como si el grito fuera suyo, alarido quebr�ndose de golpe en su garganta contra�da.

 

El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor busc� el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.


Julio Florencio Cort�zar, (Bruselas, 26 de agosto de 1914 - Par�s, 12 de febrero de 1984)
escritor e intelectual argentino.

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