La Tacuino

R. Ariel Gómez

 

El viejo los reunió alrededor del fuego y les dijo que lo que escuchaban era el alma de un hombre.” (Del Tio Cuenta-cuentos)

 Hoy

Compré la libretita en Florencia. Una para él, y otra para mí. La faja de papel dorado que envolvía sus tapas de cuero negro, anunciaba que la libretita se llamaba Tacuino y que se la seguía manufacturando de la misma manera que cuando la usaban grandes como Maupassant, Hemingway, y algunos otros de nuestros escritores favoritos. La idea de regalarle esa libretita para que escribiera sus relatos me gustó de entrada.

Hacía ya unos cuantos años que el Tío y yo no nos veíamos. Él en Argentina y yo por donde me llevara el destino. A pesar de las distancias, habíamos mantenido cierto contacto primero por correo, y más tarde por el teléfono. Ni que hablar de e-mail, no era su estilo y nunca se interesó por las computadoras. Habláramos de lo que habláramos, siempre se trataba de literatura, desde que yo era un pibe.

Aún recuerdo, todo empezó con Platero y Yo, mi primer libro, el libro que él me regaló antes de que yo supiera leer y me leyó y explicó cuando él tendría diecinueve años y yo calculo que cuatro o cinco. Despertábamos juntos a dos mundos simbióticos. Él, al del cuenta-cuentos y yo al del lector, mundo que por otra parte marcó desde entonces, desde aquel Platero, toda mi vida. Entonces, cuando nos visitaba el Tío, yo traía mi más preciada posesión, y comenzaba la lectura: “Platero es pequeño, peludo y suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos*...”. Lo leímos todo, de cubierta a cubierta, mejor dicho, lo leyó él porque todavía yo no sabía leer.

Desde el comienzo, y para siempre, quedé hechizado por la albañilería mágica de las historias, sus mensajes eternos, sus universos múltiples, sus espejos y espejismos de la realidad: el poder verdadero, embriagador de la fantasía. Aprendí a leer rápidamente porque quería explorar esos mundos que me habrían puertas a lugares inesperados y fantásticos y así desarrollé un vicio y una libertad que me acompañan desde entonces. Recuerdo esa noche en que después de muchas horas hilando sílabas construí mi primera palabra: La dije primero con aprensión, después la repetí una y otra vez, cada vez con más seguridad, saboreándola al fin. Continué, descifrando una palabra tras otra, en una carrera loca por leer todo. No podía parar. No podía sacar mi cara de la hoja. Había descubierto un gran secreto y no se me iba a escapar. La alegría me desbordaba. Estábamos todos en la cocina y yo no podía despegarme del libro.

Sé leer,” exclamé.

Mis padres me miraron sorprendidos pero adivinando la verdad en mis ojos dejaron que les leyera todo un párrafo de aquel libro, El alfarero, que aún hoy llevo en mi memoria. No quería ir a dormir esa noche puesto que tenia miedo que al dejar de leer, el hechizo se disipara perdiendo el tesoro que acababa de encontrar. Mis padres tuvieron que asegurarme con mucha, muchísima, convicción que ya nunca me olvidaría. Esa noche, cuando al fin me dormí, me visitaron toda clase de palabras, cada una con su propio aroma y su música. Algunas eran de trigo y sol, otras escurridizas como ranas en el agua, muchas como el  barro cocido, y unas pocas, trasparentes como ciudadelas de aire. Aunque todo estaba igual, cuando desperté, mi casa ya no era la misma. Desde allí, todo era posible.

 

  Poco a poco, el Tío me fue regalando uno y otro libro que estimulaban mi imaginación y mi creciente vocabulario. Me compenetraba tanto con aquello que leía que literalmente fui Robin Hood y hasta imagine nuevas aventuras que siempre terminaban con la derrota del Sheriff de Nottingham. Y en el ultimo capitulo, morí de pena cuando sabiendo su destino próximo, Robin con lo último que le queda de fuerzas tensa su arco y lanza esa flecha que apuntando al corazón de Sherwood Forest, indica en un gesto inolvidable que allí, donde cayera su flecha debían enterrarlo. Como quizás muchos otros chicos, nunca me resigné a la muerte de Robin, y tal vez para compensar, seguí inventando aventuras que siempre terminaban con la derrota del infame Sheriff. Ahora que lo pienso, esos libros influenciaron, en parte, mi conducta a través de los años y el resultado de muchas batallas que he perdido creyendo que se podía pelear honorablemente.

 Casi sin que me diera cuenta, esperaba nuevos libros, y ellos llegaron, y en abundancia. El tío siempre traía un libro y cada libro era un nuevo salto, un nuevo camino. Esperaba mis cumpleaños con gran anticipación sabiendo que todos sabían que yo solo quería libros. Lobsang Rampa, allí con el Tercer ojo, viajé a través del mundo desde mi pequeño cuarto, para regresar en las mañanas a desayunar e ir al colegio como los otros chicos. Pero, por las noches, yo sabía que mi espíritu navegaba por el mundo, elevándose y contemplando, aprendiendo, tejiendo nuevas historias y siendo parte de la historia del mundo. Navegué también, como muchos de mis compañeros de juego en los mares de Sandokán. Viajé a la luna con JulioVerne, mucho antes que Armstrong diera su gran paso para la humanidad. Y cuando vi en la tele lo que para otros parecía imposible, reviví con júbilo lo que ya sabía posible gracias a ese librito de Julio Verne donde todo había sido imaginado y que leí sin parar en la biblioteca Mentruyt en Lomas de Zamora, donde un solo bibliotecario sabía todo, y todo lo conseguía.  Con el mismo autor, que era brujo y hablaba con los científicos explore los secretos del mar muchísimo antes de verlos en una televisión que entonces no existía. Después, con Bradbury, descubrí que los marcianos eran más humanos que los humanos, y ya bastante mas grande, compartí con el Tío a poderosos cuenteros como Calvino, Cortazar, Márquez, Borges, y entonces un universo sutil y precioso se abrió ante mis ojos, y sentí que no había fuerza en el mundo que pudiera detenerme hasta que escribiera aunque solo fuese una línea como las que yo leía de esos maestros exploradores del alma humana.

 

El Tío siempre quiso tener un lugar especial donde anotar sus ideas, poemas y relatos, y ahora, ya casi a los setenta, se había enrolado como alumno en un taller literario donde más enseñaba que aprendía, pero por sobre todas las cosas, se divertía como loco.

Hoy hicimos un vino literario” decía. “Las chicas leyeron algunos de sus relatos, y yo leí algunos poemitas”. La profe nos dijo que esta pensando en editar un libro con lo mejorcito que hayamos escrito nosotros, sus alumnos.”

Daba gusto escucharlo con tanta alegría aunque yo sospechara que sus motivaciones para atender al curso estuvieran más conectadas con las curvas de la profesora que con lo que él pudiera aprender de ella.

"Siempre se aprende" me dijo, “aún cuando uno enseña”. Se había enamorado perdidamente de esa que contrariamente a las alumnas, sí era una chica, treinta años menor que él. Y ella lo hubiera seguido al fin del mundo, y como toda mujer enamorada hubiera dado vuelta el universo y desafiado lo que fuere para seguir a su lado. Pero él, sabiendo aquello que ninguno de  nosotros intuía, cortó la relación. Nos hizo creer que borraba de su mente las caderas más sinuosas, el amor más fragante, para envejecer en paz. Nunca me convencieron sus explicaciones, porque desechaban el amor por una tranquilidad que le hubiera parecido absurda en otros tiempos. Nunca le habían importado las diferencias de edad, o para el caso, ninguna diferencia, siempre y cuando la alucinación del amor, estuviera presente. El tiempo, con su paciencia para desatar enredos, me confirmó que algo más serio e intimo operaba en su alma y que lamentablemente no descubrí hasta el final.



Cuatro años atrás

Había estado enfermo, una de esas enfermedades que nadie pudo diagnosticar y de la que se salvó milagrosamente cuando ya le habían dado la extremaunción. Pasó más de un año hasta que pude visitarlo en su departamentito de La Lucila. Cuando lo vi, comprobé que la recuperación iba lenta; el mal había dejado sus marcas. Estaba delgadísimo, la voz temblorosa y por momentos afónica. Solo su sonrisa y sus ojos vivaces denunciaban al hombre de siempre. Nunca supe que hacer en estas situaciones así que disimulé mi ansiedad lo mejor que pude y como blandiendo un gran tesoro, casi ceremoniosamente, le entregue el Tacuino.

  “Para que escribas las cosas que te quemen en la vida,” le dije, mientras le entregaba esa libretita que por si sola no decía nada pero que hubo de cobrar un significado mas íntimo y profundo de lo que parecía transmitir. Se emocionó y me dio un abrazo interminable que me devolvió a la niñez y a la difícil despedida de mi exilio. Aunque el tema era el encuentro, la indeseable anticipación de una nueva despedida que sospeché ominosa, desvió de nuevo nuestra atención hacia la libretita.

Sabía que existían estas libretitas, pero nunca había visto una,”  dijo con seguridad. “Tu Tía, que como sabés era florentina, gran lectora y fabulista empedernida, me había hablado de ellas. Decía que quienes las poseen, guardan en ellas sus más profundos secretos.”

Lo dejé vagar por su memoria y apenas pude dije: “Hagamos un trato. Yo me compré una para mí. Así de tanto en tanto, cada vez que viaje a Buenos Aires, nos encontramos y nos leemos lo que escribimos… Quién te dice, por ahí, logramos el sueño quimérico de escribir un libro juntos.

Esta libretita,” dijo con una ceremonia desacostumbrada en él, siempre dispuesto a las bromas, “me permitirá destilar lo fundamental, lo imprescindible. Como ahora estoy todavía recuperándome y sin mucha energía, trataré de sintetizar, de reflejar en una sola oración, o unas pocas frases toda la esencia de una novela o un relato. Los poetas son grandes para eso, y te crean un mundo con un verso. De manera tal que yo lo intentaré, aunque más no sea, para mantenerme en forma, para no morir por dentro, para que lo que me quede por decir no desparezca conmigo. Cuando me de el aliento, entonces, cuando me mejore, tendré aun la mano para seguir adelante.”

Esa noche, con mano temblorosa inauguró su libretita: “Los cuentos nos mantienen perversamente vivos preservando al mismo tiempo lo que fuimos, un pasado reinventado, con proyección hacia un futuro volátil pero necesario. Las palabras, mantienen viva nuestra identidad. Y aunque el futuro no exista, la ilusión es lo que cuenta.”

 

Tres años atrás

 Al año siguiente, volví a visitarlo.  Había escrito un par de poemas, el comienzo de un cuento, tres párrafos de una muy difunta novela, y frases de otros autores.

Se que parece raro,” dijo, “pero aquí anoto todo lo que me resulta fundamental, importante para mí, sea de quien sea. Ves aquí tengo cosas de Vargas Llosa, de Fuentes, de nuestro amigo Pope, reflexiones sobre la memoria, cosas de Giardinelli, fragmentos del cuento de Borges, de ese tipo, Funes, que no se podía olvidar nada.”

Yo por mi parte, le leí El Hacedor de Barriletes, un cuentito que había publicado tímidamente, y en el que él era unos de los personajes centrales. Escuchó con atención, como si todo aflorara a su memoria. Sonriendo, por momentos, parecía disfrutar la historia. Cuando terminé el cuento me dijo: “Sobrino, no te demores. El tiempo con que nacemos, es ya demasiado corto y hay tanto por contar,  hay tanto por entender.” A su manera me instaba a que me dedicara a lo importante, que abandonara lo adventicio y fácil, que ser escritor acarreaba una responsabilidad. Y esa responsabilidad era ahora, ayer, hoy.

¿Quién va a interpretar nuestros sueños, nuestra angustia y equivocaciones y nuestros fantasmas sino...?” Agregó con una sonrisa que iluminó la habitación. No tuve respuestas a sus preguntas que desde hacía mucho no tenían nada de teóricas. Pero me fui contento, imaginando que aunque despacio, estaba curándose.

 

Un año atrás

Cuando volví a verlo, supe al instante que era otra persona. El hombre que yo conocía se había ido desintegrando poco a poco, y aunque ocultó por un tiempo bastante largo su mal, hubo un momento en el que cruzó ese umbral del que ya no se puede volver atrás. Se cerró su puerta, dejando atrás la identidad, ese conjunto de características sutiles que nos definen como uno mismo y que aunque nos mantienen en el conjunto de todos los humanos, también nos distinguen, nos separan del resto y nos definen como José, el hijo del almacenero, o Carlos, el gallego loco. En fin como uno mismo. Esos atributos, que residen en algún lugar del alma, y que a su vez se alojan en algún conjunto de neuronas, tal vez, y porque no en alguna que otra víscera, nos definen e identifican, y por los cuales somos vistos como lo que somos, o creemos que somos, y que resultan también de la íntima colaboración entre los que nos ven y aquellos a los que vemos. Esos atributos se habían disipado me  encontraba ahora con una fotografía en negativo, un bosquejo elemental del Tío, una reproducción sin el brillo de los ojos- que instantáneamente nos dice no solo con quien estamos, pero también cómo estamos-. Sus ojos, se habían perdido, navegaban otros mares y delataban su ausencia en la conversación, y en el lenguaje del cuerpo.

Ese Tío, no era el Tío, al menos no era mi Tío, era ahora el Tío genérico, un organismo con todas sus funciones pero incapaz de transmitir su única y particular humanidad y quizás, y tal vez por eso, ya mas allá de sentir angustia y o alegría. Debió haber un momento, sin embargo,  en el que quizás tuvo pánico, al darse cuenta que su memoria lo estaba abandonando. Imagino que sería como estar en un túnel, o ya enterrado vivo pero solo y despojado de toda ayuda, frió, y sin posibilidad de retorno, con un miedo más grande por no saber que iría a pasar, que llegaría a sentir cuando las cosas cambien tanto que ya no quede una conexión con el mundo reconocible. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo defenderse? Tal vez, escribiendo para recordar, en un ejercicio que aunque condenado, le llevaría a leer y releer o mejor dicho releerse, porque al final de él se trataba.

Escribir para escribirse y recordarse y tratar de recordar cuales eran las cosas que le permiten a uno funcionar más o menos normalmente o ignorar quizás que las cosas están verdaderamente mal. Que cada vez uno es menos quien es, o se supone que es, y que la falta de memoria lo torna a uno como en una piedra, eso, un mineral que todavía siente pero que cada vez es más mineral y menos humano, que es necesario que a uno lo rescaten, lo mantengan para no olvidarse, y lo mejor que pueden hacer los demás es recordar, y venir a visitarlo, y hablarle de las cosas, sobre todo de las cosas de uno, y de los hijos y la familia y los amigos, sí de las cosas de todos los días y también de las cosas que siempre nos hicieron sentir único.

Lo tenía enfrente, y me miraba como si no me viera, todo racional, Hablando con tremendas pausas, midiendo, lo que decía, calculando donde podría cometer un error, un desliz que lo delatara. Quizás pensando que no, que todavía no era el momento de dejarnos que nos demos cuenta. Todavía soy yo –diría-, y seguiré funcionando como yo mismo, hasta el fin. Pero ¿cual será el fin? Y escrutaba buscando una respuesta para saber que podía proseguir, que nos había engañado, que no nos habíamos dado cuenta. Que por unos días más, tal vez, estaría a salvo. Me miraba como a través de un vidrio. Éramos los dos, pero ya no éramos los dos, porque de alguna manera, por como estaban ocurriendo las cosas, la interacción ya no era la misma y me estaba cambiando a mí, en una de esas plasticidades perversas con que nos adaptamos a las peores circunstancias, pretendiendo ignorar para poder proseguir, como si proseguir nos tranquilizara, porque proseguir era no admitir que estamos ya cambiados, y porque proseguir era olvidarse, ignorar, o pretender ignorar que ya no éramos los mismos. Los dos lo sabíamos pero a un nivel distinto, a un nivel donde la sabiduría nace de algún recoveco del alma y nos dice por donde andar, algo así como un olfato del conocimiento, algo primitivo y eficaz que nos habrá permitido, en los albores de la especie, reconocernos uno al otro.

Me miraba como desde otro mar, buscándome en el horizonte, no en los ojos, en el horizonte, insinuando una sonrisa extemporánea, caricaturesca, llenando las profundidades de su memoria con elementos y frases genéricas que daban una sensación de irrealidad a lo que estaba ocurriendo. Lo supe perdido en ese mar tan blanco como extraño, sin miedo o preocupación, excepto tal vez por una deliberada intención de ocultar y evitar su desconcierto. Al no reconocerme a mi, el perdía un cachito de su identidad, como una pequeña muerte. Con el alma en las manos, le di la pista de mi nombre. Entonces, ya sin disimulo, buscó en su libretita aquellos indicios que capturaban la esencia de mi identidad:

Hijo de la negrita, mi hermana. Te enseñe el arte de la barriletería y la magia de las palabras... ahora tengo que apurarme para que vos no olvides lo más importante...antes que se me olvide a mi”. Me quedé helado, porque nunca hubiera esperado que ‘me anotara”, nunca sospeché hasta que grado el venia olvidando las cosas. Y me dio bronca por lo que le pasaba y también porque se había olvidado de mí, hasta entonces su sobrino preferido. En el avión de vuelta no pude pegar los ojos, la perdida era demasiado grande. Y la última oración era insistente. ¿Que se le había olvidado?

 

Ayer

En mi departamento de Madrid me esperaba un sobre marrón con la libretita adentro y una carta sin estampilla dirigida a mí. La letra temblorosa, casi ilegible denotaba el enorme esfuerzo con que la había escrito.

 

                                                                                     La Lucila, 19 de Septiembre, 2004

 “ Querido Sobrino,

 Ha llegado el momento de dejarte este mensaje antes de que este mal me lo impida. Pronto ya no podremos hablar de nada, porque hasta el lenguaje habré olvidado. Andaré, tal vez, prisionero de mis propias sombras, deambulando en los propios vericuetos de mi cuerpo, sin saber donde estoy, quien soy, y a quien pertenezco.

Te dejo la libretita para que continúes lo que empezamos un tiempo tan atrás que solo un cuento podría trastocar el hoy en ayer. Ojalá cuentes mi historia, los cuentos que yo te conté, todos los que te imaginás y los cuentos que hacen la historia del mundo, y que inventaron mi vida, así como la tuya. Cuéntalos sin importarte si los hechos fueron exactamente tales o cuales, y cuando los cuentes, diviértete.  Lo que importa es la historia. Si además tiene mensaje en hora buena.  No sé si las ficciones pueden salvarnos, pero por las dudas, sigamos, en una de esas, quien sabe.

 El cuentero de tu Tío.”


 * De Platero y yo, por Juan Ramón Jiménez

© 2010 R. Ariel Gómez

Me críe en un pequeño pueblo al Sur de Buenos Aires. Siendo niño, estaba convencido de que nada pasaba allí, y deseaba - mágicamente- ser transportado hacia donde las verdaderas aventuras ocurrían. Incapaz de convencer a mis padres que se escaparan conmigo a algún lugar exótico, me escapé leyendo e imaginando relatos que en algún momento comencé a escribir. Ahora, en mis viajes verdaderos, descubro a mi pequeño pueblo por todas partes. Soy científico y pediatra y tengo la fortuna de dirigir un grupo de talentosos investigadores en la Universidad de Virginia, donde estudiamos como las células conocen su identidad. Aunque aun me estremezco cuando descubrimos los asombrosos secretos de una célula, la ciencia, a veces no es suficiente, y tengo esta necesidad imperiosa de entender aquello que no es posible comprender con las herramientas de que dispongo como científico. Es entonces, cuando un cuento aparece irresistible, e inevitablemente toma los controles, transportándome de nuevo, protegiendo mi día. Mis cuentos han aparecido en Street Light, Hospital Drive y Puro Cuento. Vivo en Charlottesville con mi mujer y mis tres maravillosos hijos.

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