El inquisidor oculto


Arte original por Elena Herb�n

Parábola moderna de Shirley Locke-Holmes

editada por Frank Thomas Smith

traducida del inglés por María Teresa Gutiérrez


Nadie sabe de dónde salió la mujer; simplemente aparece un día en el pequeño pueblo suizo. Es primavera y lleva puesto un bonito vestido que apenas le cubre las rodillas. Al pasar por el restaurante vegetariano de la esquina, la gente que está almorzando en el jardín se queda mirándola, después se acercan a ella para saludarla, primero tímidamente y luego en avalancha: estudiantes con sus notebooks, ancianos de boina, hasta las camareras, y el cocinero con una sartén en la mano. Ella les sonríe afectuosamente, luego gira hacia la izquierda y sube la colina en direcci�n al templo. La gente va tras ella. Los pocos moradores de la casa a mitad de camino entre el restaurante y el templo se unen a la multitud, al igual que los que están en la pequeña galería de arte que allí funciona. Con rapidez se corre la voz y, desde las casas de la colina y sus alrededores, llega gente que se une a la columna que la sigue. Lo extraño es que todos, sin haberla visto antes, la reconocen.

Se detiene un momento frente al templo y menea la cabeza con aire triste; luego, continúa subiendo y se interna en el bosque que hay más allá. Cuando llega a un claro, interrumpe la marcha, se quita la mochila y la coloca sobre el suelo, sacude la larga cabellera negra y sonríe a la gente. Con un gesto les indica que se sienten y ellos lo hacen, y se forma a su alrededor un círculo que llega casi hasta el templo. Comienza a hablar con voz bellamente modulada. La gente la escucha con avidez, pues se trata de verdadero conocimiento espiritual.

Al día siguiente, regresa al mismo lugar y la multitud ha crecido enormemente. Al tercer día, el Presidente de la Sociedad, que se ha enterado de su presencia, llega al lugar acompañado de otros funcionarios de la Sociedad y de un policía. Se abren camino hasta adelante utilizando los codos, las rodillas y la autoridad. Luego de escucharla un rato, el Presidente frunce sus cejas grises e hirsutas, los ojos le relampaguean y, de repente, le grita que se calle. Los oyentes no protestan, pues están acostumbrados a bajar la cabeza ante la autoridad. El Presidente le ordena al policía que la aprehenda por violación de propiedad privada, pero que la lleve a su despacho en el templo, donde él se ocupará del asunto.

La hace esperar en la antesala durante una hora antes de recibirla en su oficina de líneas orgánicas, decoraciones color púrpura y ventanales alargados que van desde el piso al techo. Se sienta a su enorme escritorio con forma de hígado y le hace señas para que tome asiento frente a él.

–¿Quién es usted? –le pregunta con tono airado, pero ella no le responde. Mira hacia afuera por la ventana, al granito gris de las montañas del Jura.

Está bien, quédese callada. No quiero saber quién es usted. Pero si usted es él, debo informarle que su llegada aquí en este momento particular es inoportuna, indeseada, incluso peligrosa. Vea, la tarea de la Sociedad tiene su centro en la Junta Directiva [Vorstand] aquí en el templo. Es la organización centralizada que usted mismo creó durante la Asamblea de Fundación hace años, en 1923.

Ella arquea levemente las cejas, gesto que a él no se le escapa.

–Ah, supongo que usted dirá que no era así como usted lo proponía, que usted tenía en mente una organización totalmente distinta –dice el Presidente y la boca se le tuerce en una sonrisa cínica.

–¿Creyó usted seriamente que algo así, tan confuso, caótico y anárquico podría funcionar? Mi querido señor –digo, señora–, ¿cómo pudo usted ser tan ingenuo? Nosotros sabíamos que eso no iba a funcionar y nos ocupamos de que los miembros no se enteraran nunca de su insensatez. Como usted probablemente sabe, todos los miembros fueron incorporados a la Sociedad General en 1925 y ni siquiera se dieron cuenta. ¿Son esas las ovejas que usted suponía que iban a actuar con libertad? ¡No me haga reír! Nada más piense en esto: usted formuló los estatutos de la Sociedad, a la que llamó la sociedad más moderna del mundo, y luego dijo que no eran estatutos, sino una realidad. ¿Quién puede encontrarle sentido a tal embrollo? Pero nosotros solucionamos el problema –después de su muerte, por supuesto, para que usted no pudiera enmarañar aún más el asunto– designando a los estatutos originales como “principios”, y absorbiendo todo y a todos dentro de la Sociedad General, una corporación legalmente constituida y no lucrativa –eh, quiero decir, sin fines de lucro – provista de estatutos apropiados que cualquiera puede entender y en la que se le confiere el poder a la Junta Directiva.

La mujer sigue mirando por la ventana. El Presidente sonríe aviesamente y continúa.

–En caso de que se esté preguntando por qué digo “nosotros” cuando yo, en esa época, ni siquiera había nacido, le pido que recuerde que la sucesión apostólica –bueno, la sucesión, al menos– es una tradición esotérica que hemos mantenido desde que usted traspasó el umbral, pese a que usted no nombró sucesor.

La mujer gira la cabeza para mirarlo y parece a punto de decir algo, pero permanece callada.

–Probablemente usted se sintió molesto con todas esas expulsiones de la década del treinta –continuó diciendo el Presidente–. Después de todo, se trataba de sus amigos y colaboradores. Fue un hecho desafortunado si bien necesario, aunque yo quizás lo habría manejado de manera diferente. Esos amigos suyos que fueron expulsados se negaban a reconocer la autoridad del Presidente. Y usted mismo ha de reconocer lo peligroso que eso era. Sociedades independientes que surgían por todos lados, ausencia total de claridad, ausencia de una autoridad central. Oh, sí, se hizo todo con mucha habilidad. Mis predecesores lo llamaron “auto-expulsión”, una ocurrencia genial. Entre usted y yo, creo que los soviéticos nos copiaron la idea. Todo lo que la Asamblea General tuvo que hacer fue aprobar sus peticiones (por cierto, no expresadas) de auto-expulsión. Ahora, dígame, por favor, ¿cómo podría haberse hecho eso bajo sus estatutos amorfos, que ni siquiera contienen una cláusula para la expulsión? Nos debería agradecer por hacernos cargo y reparar el estropicio. Si no lo hubiéramos hecho, no quedaría nada de su obra. ¿Es que no se da cuenta de eso? –se le pone la cara roja– ¿No se da cuenta? ¡Contésteme! –grita descargando el puño sobre el escritorio, y el retrato del fundador del templo, que cuelga en la pared detrás de él, cae al suelo. La mujer no le responde. Él se calma de a poco, se pone de pie, recoge el retrato y lo vuelve a colgar en la pared. El sólido marco de formas orgánicas tallado en madera lo había salvado de romperse. –No es la primera vez que sucede. Esta cosa es indestructible –murmura el Presidente.

Cuando vuelve a sentarse, continúa: –También ocurrió ese desagradable incidente con su esposa. No pudimos convencer a los jueces suizos de que su patrimonio literario nos pertenece, le pertenece a la Sociedad, y no a un individuo, con o sin testamento. Perdimos ese round (dos rounds, en realidad) y ahora ellos han publicado todo lo que usted escribió o dijo, casi todo tan confuso como siempre. Nosotros hubiéramos sido más selectivos, reservándonos para nosotros los temas más espinosos. Pero ha habido muchos cambios: ahora hasta vendemos sus obras en la librería del templo. ¡Imagínese!

–Hablando de temas espinosos las conferencias esotéricas de la primera clase. Durante mucho tiempo conseguimos protegerlas, exactamente como usted quería. Ahora hasta eso ha sido publicado por los así-llamados herederos de su patrimonio literario. Pero esta vez fue con nuestro beneplácito. ¿Y por qué no? ¿Por qué pelear una batalla perdida? Las habrían publicado de todos modos. Nos birlaron un tanto, sin duda, pero aún controlamos la Escuela Esot�rica, incluyendo el ingreso y la expulsión de miembros. Es mucho más fácil expulsar a alguien de la Escuela que de la Sociedad, como usted sabe. Ningún problema. Y eso nos da mucho poder. Los miembros de la Escuela han aumentado enormemente, dicho sea de paso, gracias a nosotros. Eso no quiere decir que sean todos iniciados…ja, ja. Hemos lanzado exitosas campañas de reclutamiento de miembros y pronto casi todos los miembros de la Sociedad también lo serán de la Escuela. Si uno quiere estar en el “grupo selecto”, eso es lo que hay que hacer, créame.

La mujer frunce el ceño.

–Ah, por fin una reacción. Supongo que estará preocupado por el desarrollo esotérico de todas esas personas. Olvídelo. Todo eso que usted dijo y escribió sobre la iniciación no funciona. Yo lo sé, hice la prueba.

–Hay quienes nos critican, por supuesto. Hace un tiempo, un anciano, probablemente uno de sus amigos, se refirió a los Lectores de la Escuela como “la curia”. Pensó que era ingenioso; yo lo llamaría impertinente.

           Incluso ha habido críticas por el hecho de que, en mis viajes, yo vuele en primera clase y me aloje en hoteles cinco estrellas. Eso prueba lo tacaños que son, o quizás sólo se trate de celos. La gente no se da cuenta de que necesitamos llegar frescos después de un largo viaje, dormir en una buena cama y contar con todas las comodidades: teléfono, TV, FAX, e-mail, piscina, masajista, peluquero… para poder llevar su mensaje a las antípodas con total fidelidad. ¿Dónde se ha visto que el ejecutivo de una organización de más de 50.000 miembros viaje en clase turista y viva en una pocilga?

–Aunque el número de socios de la Escuela Esotérica ha aumentado –continúa el Presidente–, parece que no podemos pasar de cierto límite en cuanto al número de socios de la Sociedad. En 1924 usted esperaba llegar a los 50.000 miembros en pocos años. Bueno, han pasado muchos años y se ha logrado esa cantidad, pero no más. Sus ideas son aprovechadas por miles de personas, quizás cientos de miles, para sus propios fines egoístas, pero esas personas no se hacen miembros de la Sociedad. Debo confesar que me desconcierta. Este rechazo… –Se pasa la mano por la cara y se seca el sudor de la frente con un pañuelo violeta.– Es necesario mucho dinero para administrar esta organización, como usted bien sabe. Así que cuantos más miembros haya que paguen sus cuotas, mejor.

–Pero todo eso es sólo anecdótico. Como usted puede ver, todo está bajo control y no queremos que ande por ahí creando conmoción y confundiendo a los miembros. Nadie está preparado todavía para el camino de conocimiento que usted propone, para sus mundos superiores y su libertad. Todavía estamos lidiando con lo que dijo antes, sin tener que digerir nuevas revelaciones. La gente, en realidad, no quiere la libertad si es que tiene que esforzarse personalmente para lograrla y usted nunca les ofreció servírsela en fuente de plata. Ni siquiera entienden de qué se trata; yo, por lo menos, no, ¿y quién en mejor posición que yo para entender? Conozco de memoria prácticamente cada palabra que usted dijo. De hecho, me gusta mucho citarlo, como a todos, y tiene un gran efecto. Debería sentirse halagado.

El Presidente enciende un cigarillo y le ofrece uno a la mujer. Ella le indica que no con la cabeza.

–Dicen que usted usaba rapé en su época…qué humano –el Presidente vuelve a sonreír con su mueca irónica, que luego se esfuma.

–Mire, les ofrecemos la ilusión de libertad y experiencia espiritual a través de la participación en la Escuela Esotérica y en las Lecturas de las Clases. ¡Es mejor que ir a la iglesia! Nosotros sabemos mejor que usted lo que les viene bien. La ilusión los hace felices y les da un sentido de pertenencia.

La mujer está ahora mirándolo fijamente y él baja los ojos.

–Me gustaría saber lo que está pensando. No, no me importa lo que esté pensando, si es que está pensando en algo. Usted mismo abandonó eso de la Sociedad Trimembrada. Pero allí está, en sus Obras Completas, así que no podemos ignorarla del todo. Cada tanto alguien da una conferencia sobre el tema, y los jóvenes que leen sobre ello por primera vez con frecuencia se entusiasman. Pero nos aseguramos de que no vayan demasiado lejos y ofendan a algún político, empresario, o algún grupo de miembros con poder. La idea de una Sociedad Tripartita es absolutamente peligrosa, para nuestra Sociedad y para el mundo. Supone que las personas son inteligentes, que tienen coraje y voluntad de ser libres, lo cual, como ya lo he explicado, es una presunción errónea. Además, ¿qué pasaría con nuestras donaciones si anduviéramos pregonando a los cuatro vientos en contra de la cobardía política, la injusticia, el capitalismo, el materialismo y el poder económico? Eso sí, hablamos mucho sobre lo que usted dijo hace cien años, pues, de tan histórico, hoy ya no hiere los sentimientos de nadie.

El Presidente apaga el cigarillo en un cenicero de roble con forma de riñón y tose.

–Y siempre podemos contrarrestar las críticas sacando a relucir la teoría de la conspiración, que usted tan generosamente nos legó. La recuerda, ¿no? ¿El mapa que dividía a Europa? Cada vez que algo anda mal, le echamos la culpa a las sociedades secretas angloamericanas –sonríe, con una expresión casi de felicidad–. Siempre funciona. Nadie ha visto jamás ninguna de las sociedades secretas, pero igual se lo tragan. Y es bueno que así sea, pues, de lo contrario, esto de la libertad que usted siempre pregonaba, podría salirse de madre. Hace poco llegó hasta el extremo de que los editores de la publicación semanal de la Sociedad, que usted mismo inauguró, se pusieron a cantar loas a la libertad de prensa, luego de insultar a los miembros que más pagan. ¿No ve lo peligroso que es? Los echamos, por supuesto, y se produjo un gran escándalo. El “Templo-gate” lo llamó un periodista que se cree muy listo. Pero ya va a pasar al olvido, es lo que siempre sucede con estas cosas. Usted debería estar agradecido con nosotros, pero veo que no lo está. Una prueba más de que nosotros sabemos lo que le conviene al movimiento y usted, no. ¡Estamos en el siglo veintiuno, por amor de Dios! El ciberespacio y todo lo demás. Pero no, probablemente usted jamás ni siquiera oyó hablar de eso.

Se quedan los dos ahí sentados, en silencio, durante algunos momentos, como un matrimonio que lleva muchos años de casados y han terminado por aburrirse el uno del otro.

–Pero tengo algunas ideas –dice, por fin, el Presidente y enciende otro cigarrillo–. Me gustaría oír su opinión sobre ellas –exhala un anillo de humo que se detiene un momento sobre la cabeza de la mujer, como un halo. Esto lo sobresalta, pero en cuanto desaparece, se olvida de ello y continúa: –Estoy pensando en declararme…quiero decir, al Presidente, quienquiera que sea, estoy pensando en declarar al Presidente infalible, pero únicamente en lo que concierne al pensar, el sentir y la voluntad, por supuesto . –El Presidente sonríe. La mujer suspira y vuelve a mirar hacia afuera por la ventana.

–Creo que eso tendría un efecto excelente sobre la disciplina de la Sociedad. ¿Pero sabe usted lo que realmente necesitamos? ¿Lo que le pondría la cereza al postre? ¿No? Bueno, yo se lo digo: una inmaculada concepción. El problema es que nuestras líderes de la Sección Femenina están un poco viejas para eso… –el Presidente tamborilea con sus largas uñas sobre el escritorio y murmura, meditativo: –Tal vez alguna euritmista… –de repente, su mirada se enciende como cuando se le ocurre una idea –O quizás incluso… –la luz de sus ojos se apaga– No, no, usted no estaría interesada. Bueno, ya veremos. A veces ocurren milagros.

La conversación se está poniendo demasiado unipersonal, hasta para el Presidente, que está acostumbrado a las discusiones unipersonales, así que decide ir al grano.

–Bien, para demostrarle mi magnanimidad, voy a hacerle una oferta.

La mujer sonríe por primera vez.

–No sé qué significa esa sonrisa de Mona Lisa y no me importa. Soy administrador esotérico, no psiquiatra. Esta es mi oferta, tómela o déjela: a cambio de su cooperación, lo nombraremos Lector en… ¿De dónde es que viene ahora? ¿De Austria otra vez? ¿O de Sudamérica? Dicen que andaba arengando sobre los pobres en Brasil o África o algún otro sitio.

            El Presidente se detiene y espera, pensando que quizás esta vez la mujer le va a responder, dado el disparate que ha dicho. Pero ella permanece callada.

–Usted puede ser Lector Oficial de las Clases Esotéricas, pero únicamente con la condición de que no agregue nada a lo que dijo con anterioridad y que ya está impreso. Usted lee, pero no comenta. ¿Está claro?

–Bueno, ¿qué me dice?

La mujer sacude la cabeza con aire triste.

–Eso lo que yo pensaba. Mejor así.

El Presidente levanta el auricular de su teléfono violeta y le indica a su secretaria que lo comunique con la Fremdenpolizei. Su interlocutor lo atiende casi de inmediato.

–Aquí hay un extranjero que está causando problemas. Lo…eh…no, La arrestaron, pero quise ser compasivo y ayudarla. ¡Lamentablemente, debo admitir que me equivoqué! Se trata de una agitadora y es probable que esté en el país ilegalmente…No, no sé de dónde es, probablemente de algún lugar del Cuarto Mundo… No, no, era sólo un chiste, no se preocupe. Lo que importa es que manifiesta ideas antidemocráticas y contrarias al espíritu suizo, y no cuenta con permiso de trabajo…Sí, atestiguaré sobre ello. Por favor vengan inmediatamente y expúlsenla del país (si corresponde hacerlo, yo supongo que sí)… ¿Adónde? ¿Qué se yo? Lo más lejos posible, a Júpiter, me da igual. Pero háganlo rápido, antes de que comience la Conferencia de Verano y nos inunde una multitud de gente ingenua, peligrosamente susceptible a sus encantos.

El Presidente cuelga el teléfono y mira a la mujer casi con bondad, aunque no del todo.

–Créame, es mejor así. Yo sé lo que hago. Su mensaje es demasiado importante para ponerlo en peligro con prédicas incendiarias. Nosotros podemos proteger al movimiento y a la Sociedad (que ahora son Uno, por si lo ha olvidado) y usted, no. Si le permitiéramos cumplir lo que se propone, sea lo que fuere, todo se derrumbaría y tendríamos que empezar de nuevo.

El Presidente se pone de pie.

–Puede esperar en la antesala. La Fremdenpolizei llegará enseguida –dice y mira su reloj–. En realidad, es probable que ya estén allí. Los suizos son increíblemente eficientes cuando de expulsar extranjeros se trata. Le deseo un buen viaje, donde sea que la envíen.

Ella se pone de pie, lo mira por última vez y se da vuelta para marcharse.

–Espere –la llama el Presidente –Dígame, ¿por qué fue que no nombró sucesor?

–Usted lo ha dicho –le responde ella y atraviesa el portal de madera tallado a mano que da a la antesala, donde los policías de Migraciones la están esperando. Uno tiene en su mano las esposas, el otro, un boleto de ida a Júpiter.


Shirley Locke-Holmes es sobrina nieta del gran detective victoriano – personaje influenciado por el gran autor ruso Fi�dor Dostoievski. No tiene parentesco alguno con el editor de SouthernCrossReview.org , quien está tan escandalizado como ustedes por el contenido de esta historia.

Doorknob, Switzerland, 2001

English



Home