Juancito Colibrí

por Frank Thomas Smith

Traducido por María Teresa Gutiérrez



Lo que más orgullo le daba a Juancito era su pelo. Protestaba tanto cada vez que su mamá quería llevarlo al peluquero, que ella finalmente se dio por vencida, y Juancito se dejó crecer el pelo casi hasta a la cintura. Era un pelo rubio, rizado y brillante, y Juancito a veces se lo dejaba suelto sobre la espalda y, otras veces, se lo ataba atrás con una banda elástica. Hasta las niñas se lo envidiaban.

Un día ocurrió algo extraordinario que lo llenó de horror: el pelo se le empezó a caer. Un compañero del colegio le dijo en broma: –Eh, Juancito, ¿qué le pasa a tu pelo? Pronto te vas a parecer a Michael Jordan.

Pero Juancito no quería parecerse a Michael Jordan. Lo único que quería era volver a tener el pelo como antes. Su madre lo llevó a muchos médicos, incluidos los especialistas más renombrados y caros del país. Le recetaron remedios alopáticos y homeopáticos, ungüentos, flores de Bach, acupuntura e hidroterapia, y muchas cosas más, pero nada sirvió. En tres semanas se quedó completamente calvo.

Sentía tanta vergüenza que se negó a ir a la escuela, al club y a la iglesia, y no se juntó más a jugar con sus amigos. Se quedaba en su casa leyendo, jugando video-juegos o mirando televisión. Ni sus padres ni sus maestros sabían qué hacer.

***

Un día Juancito estaba mirando la tele cuando apareció en la pantalla el aviso de una loción mágica para hacer crecer el pelo. Un hombre de amplia sonrisa y dientes que parecían algo puntiagudos aseguraba que la loción hacía crecer el pelo en tres días. Su cabellera era abundante y le cubría los hombros. Al final del aviso, se anunciaba un número de teléfono que empezaba con 800, es decir que se podía llamar gratis.

Juancito saltó de su silla y corrió a llamar por teléfono. Una grabación con suave voz de mujer le indicó la dirección de un sitio donde podía obtener una muestra gratis de la loción mágica. Juancito tomó el subterráneo hasta el centro y luego un colectivo para ir al barrio de San Telmo, donde quedaba la dirección señalada por la voz del teléfono.

Era una casa antigua de una sola planta. Juancito tocó el timbre y la misma voz suave de mujer le preguntó quién era.

Soy Juancito y vengo por la loción mágica.

La puerta se abrió lentamente y Juancito entró a un vestíbulo oscuro. No vio a nadie. Esperó…hasta que, por fin:

Buenos días –resonó una voz grave que Juancito reconoció como la del hombre del aviso–. Pasa a la primera habitación a la derecha, por favor.

Juancito sintió miedo y decidió irse, pero cuando trató de abrir la puerta de calle, la encontró trabada.

Buenos días –repitió la voz–. Pasa a la primera habitación a la derecha  –esta vez sin "por favor".

Temblando desde las orejas hasta los dedos de los pies, Juancito se acercó a la puerta indicada y la abrió. Adentro, el único mueble era un televisor con una enorme pantalla desde la que la cara del hombre del aviso le sonreía. La imagen mostraba que sus dientes eran efectivamente puntiagudos.

¿Qué deseas? –preguntó el hombre.

Mi p-p-pelo –balbuceó Juancito.

¿Nada más que eso?

Es mucho. Yo haría cualquier cosa para recuperar mi pelo.

¿Quieres el mismo cabello de antes o uno mejor?

La pregunta sorprendió a Juancito porque, hasta ese momento, sólo quería recuperar el cabello perdido y nunca se le había ocurrido la posibilidad de tener un pelo aún mejor que el que tenía antes.

Bueno –dijo–, si fuera posible tener un pelo mejor, supongo que lo preferiría.

Eso requiere un tratamiento especial que es más costoso que el normal.

Juancito se ruborizó: –No tengo dinero –dijo.

El hombre del aviso se sonrió: –No se trata de dinero. Ve a la caja fuerte y ábrela.

Juancito miró a su alrededor y vio una caja fuerte empotrada en la pared. Se acercó, tomó la manija y tiró, pero la puerta no se abrió.

Está  con llave –dijo.

La cara de la pantalla lanzó una carcajada: –Desde luego que está con llave, contiene algo de mucho valor.

¿La loción mágica? –preguntó Juancito.

Exactamente. La combinación es siete-siete-tres-siete.

Juancito tenía una cerradura de combinación en la cadena de su bici, así que sabía cómo funcionan. Giró el dial a la derecha hasta el siete, le dio una vuelta entera hasta el siete nuevamente, luego lo giró hasta el tres y, por último, de nuevo hasta el siete.

Bien hecho –dijo la cara–. Ahora ábrela.

Esta vez, la caja fuerte se abrió. Adentro, sobre un estante, Juancito vio suna botella negra apoyada sobre un papel amarillento.

Saca la botella y el papel –le indicó la cara.

Juancito sacó las dos cosas de la caja fuerte.

Ahora ponlos sobre la mesa.

¿Mesa? Juancito no había visto ninguna mesa. Y sin embargo, al darse vuelta, vio que ahora había una mesa y una silla en el mismo lugar en el que antes se había parado al entrar a la habitación. Colocó la botella negra y el papel amarillento sobre la mesa.

Siéntate y firma el contrato.

Juancito se sentó a la mesa y tomó el papel, que en realidad era un pergamino, e intentó leerlo. Sólo reconoció algunas palabras.

Pero está en inglés –dijo. Olvidé mencionar que Juancito vivía en Buenos Aires, Argentina, y sólo hablaba español.

Naturalmente –dijo la voz de la cara, desde la pantalla–. Hoy en día todos los documentos de importancia están en inglés. ¡Fírmalo!

¿Pero qué dice? –preguntó Juancito, con voz temblorosa.

Dice que vas a tener un pelo más hermoso que el que tenías antes de que se te empezara a caer.

Pero hay muchas más palabras que esas escritas aquí –insistió Juancito.

¿Qué importa lo que está escrito? ¿No dijiste que harías cualquier cosa para recuperar tu cabello? Fírmalo ya y verás.

La voz era tan imperiosa que Juancito no tuvo fuerzas para desobedecerla. Firmó.

Muy bien. Ahora sácate la ropa.

¿La ropa? Pero…

Es sólo por un momento para aplicar la loción mágica. No quieres ensuciarte la ropa, ¿no?

Juancito tuvo que obedecer todo que la voz le decía. Se sacó la ropa.

Ahora vacía la botella sobre tu cabeza.

Como un robot, Juancito siguió las instrucciones. Un líquido espeso le cayó sobre la cabeza y la cara, y se le desparramó por todo el cuerpo. Cuando la botella estuvo vacía, Juancito abrió los ojos y se sorprendió al observar que su cabeza y el resto de su cuerpo estaban completamente secos, sin señales del líquido.

Ahora vete a tu casa y no vuelvas más por aquí –le ordenó la cara.

Juancito miró la pantalla pero estaba vacía. Se vistió, salió de la habitación sintiéndose más tranquilo, y abrió la puerta de calle sin problemas.

***

Una vez en su casa, sintió mucho sueño y, aunque era temprano y no había cenado todavía, se preparó para ir a la cama. Pero primero se bañó con mucha agua y jabón, porque se sentía sucio. Se miró al espejo y vio que le habían empezado a crecer algunos pelitos en la cabeza. Los tocó y eran suaves como los de un bebé. Con una sonrisa, se metió a la cama y se quedó dormido enseguida, sin haber rezado sus oraciones.

A la medianoche, Juancito se despertó de un sueño que no podía recordar. Se llevó la mano a la cabeza y sintió mucho más pelo que antes. Nunca había tocado un cabello tan suave.

Debe ser muy bello –pensó y se levantó para mirarse al espejo. Pero se sorprendió al notar que alguien había levantado el espejo, porque estaba demasiado alto para verse en él. Se subió a una silla y miró al espejo. Casi se desmaya al ver que su cabeza estaba cubierta de plumas verdes y amarillas. Incluso le habían empezado a crecer plumas en las mejillas. Miró hacia abajo y vio plumas también en sus extremidades, que eran más cortas que lo normal. Juancito concluyó que se trataba de una pesadilla y se volvió a la cama con la intención de despertarse como un chico normal sin plumas.

Se volvió a dormir y, cuando se despertó al amanecer, comprobó que se había convertido totalmente en pájaro. Todo su cuerpo cabía ahora sobre la almohada. Quiso llamar a su mamá, pero los únicos sonidos que salieron de su boca fueron: pío-pío.

Movió los brazos. ¿Brazos? ¡Eran alas, por supuesto! Subió volando desde la almohada y se chocó contra el techo. Luego voló en círculos, para acostumbrarse a su nuevo estado. Pasó frente al espejo y se detuvo en el aire para mirarse. ¡Era un hermoso colibrí!

¿Qué hacer ahora? ¿Qué dirían sus padres si se enteraran? Decidió escapar, por miedo a que lo metieran en una jaula. La ventana estaba entreabierta y Juancito mejor dicho Juancito Colibrí salió volando a la ciudad. Después de volar un rato entre los altos edificios y los postes de teléfono, se dio cuenta de que la ciudad no era un buen lugar para los pájaros. Así que se fue hacia el parque de Palermo, que no quedaba lejos de su casa. Muchas veces había ido allí con su papá para jugar al fútbol o alquilar un bote o simplemente para pasear.

Le había empezado a dar hambre y sed, y se preguntó cómo iba a encontrar algo para comer y beber. Felizmente vio a una colibrí suspendida en el aire libando agua y néctar de una flor. Juancito Colibrí se detuvo junto a ella y le dijo: –Pío. Ella respondió:

Pío, píí-píí-pío –que quiere decir: Hola, ¿cómo te llamas?

Juancito –contestó él, en el idioma de los colibríes.

¡Qué nombre extraño para un colibrí!

Bueno, en realidad no soy un colibrí.

Ella giró la cabeza y lo miró con un ojo: –¿Qué eres entonces, un niño? –dijo riendo.

Juancito se dio cuenta de que ella iba a pensar que estaba loco si insistía en que era un niño. Así que también se rio, como si hubiera sido una broma.

¿Y tú, cómo te llamas? –preguntó.

Delicia –contestó ella–. Estas flores están deliciosas –agregó y continuó libando.

Juancito eligió una flor, introdujo su largo pico y chupó. Oh, ¡qué delicioso! Luego pasó a otra flor y a otra, hasta que hubo satisfecho tanto su sed como su hambre. Entonces Delicia y él se elevaron alto sobre el lago, y desde allí Juancito pudo ver la ciudad entera.

Ven –lo llamó Delicia, y se lanzó en picada hasta casi tocar el agua del lago. A último momento frenó y se quedó aleteando suspendida en el aire sobre el agua. Juancito la siguió y pudo frenar a tiempo, pero no antes de mojarse el pecho. Así jugaron toda la tarde, hasta que se puso el sol y se durmieron sobre la rama alta de un árbol.

***

Durante la primera semana, Juancito disfrutó mucho de ser colibrí. Volaba adonde quería y jugaba con Delicia y otras aves. Entendía los idiomas de todos los pájaros del parque, pero la verdad es que lo que decían era bastante limitado. Hablaban de sus plumajes, de los insectos, de las flores más apetitosas y del vuelo. Nada más. Cuando Juancito intentaba introducir otros temas no lo entendían. A él le gustaba acercarse a las personas y escucharlas hablar de cosas más interesantes. Delicia no lo acompañaba porque les tenía miedo a las personas. Juancito sabía que algunos niños malos les tiraban piedras a los pájaros y, peor aún, que hombres malos los cazaban para ponerlos en jaulas y venderlos.

Un día llegaron al parque algunos coches grandes, de los que descendieron unos hombres vestidos de traje. Juancito se acercó y reconoció a uno de ellos por haberlo visto en la tele. Era el intendente de la ciudad. Recorrió el parque acompañado por un general del ejército y seguido por su comitiva. Se detuvieron ante el monumento a un prócer. Pipi Paloma estaba posado sobre su cabeza.

¡Es una vergüenza! –gritó el general–. Estas palomas no tienen ningún respeto por nuestros próceres.

La verdad es que a Pipi y a las demás palomas les gustaba posarse sobre los monumentos para hacer su caca blanca.

Mmm –dijo el intendente– ¿pero qué puedo hacer? No tengo presupuesto para andar lavándolos a cada rato.

Hay una alternativa –le dijo el general.

¿Cuál?

Fumigar el parque. Yo tengo el avión y el veneno.

Pero eso mataría a todos los pájaros, no sólo a las palomas –objetó el intendente.

¿Qué es más importante, algunos pájaros o nuestros próceres? –gritó el general.

Al intendente, que era un hombre bueno pero débil, no se le ocurrió otra cosa que decir: –Los próceres, supongo.

Acordaron que al día siguiente a las cinco de la mañana, cuando no hubiera nadie en el parque, pasaría el avión y fumigaría todo.

Juancito Colibrí estaba horrorizado. Sabía que no tenía tiempo que perder. Voló velozmente por entre los árboles avisándoles a los pájaros que tenían que huir, que el parque iba a ser fumigado. Algunos pájaros sabían lo que esto significaba, porque alguna vez habían vivido en campos fumigados. Cuando le preguntaron a Juancito por qué los hombres iban a fumigar el parque y Juancito les dijo que era porque las palomas hacían caca sobre los monumentos de los próceres, no lo podían entender, ya que siempre habían creído que las palomas debían ser libres de hacer caca donde quisieran. No obstante, sabían que los hombres eran capaces de hacer cosas sin sentido –así que huyeron.

El parque era grande y había muchas especies de pájaros, de modo que Juancito Colibrí tuvo que volar por todas partes y repetir su mensaje muchas veces hasta que finalmente todos los pájaros se hubieron ido. Él se quedó hasta que partió el último. Entonces, exhausto, se posó sobre la cabeza de un prócer para descansar.

Cuando Juancito Colibrí oyó el motor del avión acercándose, levantó vuelo para escapar. Cruzó el lago y estaba en el límite del parque cuando el avión pasó emitiendo una nube de veneno blanco. Juancito no pudo evitar inhalar un poco del veneno y cayó al suelo, muerto.

***

Cuando los Amigos del Lago, una agrupación de vecinos, se enteraron sobre la fumigación del parque, organizaron una protesta y juntaron un millón de firmas en un petitorio que presentaron al intendente. Éste tuvo que prometer no volver a fumigar el parque nunca más. Y el general fue pasado a retiro por orden del Presidente de la Nación.

Nadie se pudo explicar por qué los pájaros habían escapado antes de la fumigación, evitando así una muerte segura. Algunos pensaban que había sido un milagro. Pasó mucho tiempo antes de que los pájaros volvieran al parque, porque la fumigación había matado a los insectos que les servían de alimento y tuvieron que esperar hasta que llegaran o nacieran otros.

***

El día después de la fumigación, el ángel que se ocupa de recoger los cuerpos de los pájaros muertos y llevarlos al cielo (muy raras veces encontramos el cuerpo de un pájaro muerto, porque el ángel los recoge enseguida), pasaba sobre el parque y vio el cuerpo de Juancito Colibrí. Descendió, y ya estaba por llevárselo, cuando el ángel guardián de Juancito, el niño, extendió su mano y exclamó: –¡Deténte!

¿Qué pasa, compañero? –preguntó el ángel de los pájaros.

Este no es un pájaro, es un niño –respondió el ángel guardián.

Pero firmó un contrato con el diablo y, en consecuencia, perdió su alma de niño.

Es verdad –dijo el ángel guardián con tristeza–, pero él no sabía que era el diablo y fue engañado y convertido en colibrí.

Debería haber leído el contrato –insistió el  ángel de los pájaros.

Pero estaba en inglés.

Eso no es excusa hoy en día.

–También es verdad. Pero fíjate, como colibrí salvó a todos los pájaros del parque, que también son criaturas de Dios, de una muerte terrible –dijo el ángel guardián, y relató cómo Juancito Colibrí les había avisado a los pájaros sobre el peligro que los esperaba.

Entonces es un héroe –dijo el ángel de los pájaros.

Eso también es verdad.

Bien, ¿qué quieres que haga? –preguntó el ángel de los pájaros, que es de un rango angélico más alto que un ángel guardián.

Conviértelo de nuevo en Juancito, el niño.

Pero está muerto.

No importa. El poco veneno que inhaló no es suficiente para matar a un niño.

Bueno, está bien –aceptó el ángel de los pájaros, y tocó el cuerpo de Juancito Colibrí con su ala derecha. Enseguida el cuerpo de pájaro empezó a crecer hasta llegar al tamaño de un niño, y luego las plumas cayeron.

Los dos ángeles se quedaron mirando el cuerpo de Juancito, el niño.

Ahora depende de ti –dijo el ángel de los pájaros.

El ángel guardián se arrodilló y sopló en la boca de Juancito, volviéndolo así a la vida.

***

Juancito regresó a su casa, donde sus padres lo abrazaron con gran alegría. Pensaron que había huido de la casa porque se le había caído el pelo. Juancito dejó que siguieran con esa idea, porque sabía que jamás le creerían que se había convertido en colibrí. Volvió a asistir al colegio y al club y nunca más se quejó de su calvicie. No obstante, se puso muy contento cuando, al cumplir catorce años, le creció de nuevo el pelo.

Lo único que lamentaba era no haber tenido tiempo para despedirse de Delicia.


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