Una espada cae sobre la montaña

Por Frank Thomas Smith



¿Jugamos a sumar, Pa? –dijo Nicolás.

Bueno, –le contestó el papá.– ¿Querés jugar también, César?

César no sabía de qué juego se trataba, pero igual contestó que sí, que quería jugar.

Nico! –dijo el papá– nueve más seis.

Quince –dijo Nicolás casi sin dudar.

Ahora, César! Tres más tres.

César miró a Nicolás que viajaba a su lado en el asiento trasero del Ford Falcon, que más que un auto le parecía un palacio. En básquet César andaba a la par de Nicolás, incluso quizás un poco mejor, pero cuando le llegó el turno a las sumas, la cosa se puso bastante difícil.

Iban en el coche del papá de Nicolás por un camino de tierra arenosa en la provincia de San Luis al oeste de Argentina, donde vivía César con sus padres, que eran caseros de una estancia. La estancia andaba mal debido a las sequías y a la enfermedad del dueño, y éste, siguiendo el consejo de un amigo, había empezado a alquilar habitaciones a turistas de Buenos Aires deseosos de disfrutar de la tranquilidad y la hermosura que la zona ofrece en abundancia.

Nicolás, que tenía siete años como César, y sus padres eran los primeros en llegar. Los dos muchachos se hicieron amigos enseguida. El papá de César había clavado un viejo arco de básquet en un árbol de la estancia y cuando Nicolás llegó con su pelota azul y amarilla fue como un golpe de buena suerte porque la vieja pelota de César se había pinchado hacía mucho.

Tres más tres, César, –repitió el papá de Nicolás.

¡Dale! –insistió Nicolás.

Con el corazón latiéndole tan fuerte que tuvo miedo de que los otros lo oyeran, César contó los cinco dedos de su mano izquierda, añadió el dedo gordo de su mano derecha, y anunció tímidamente:

Seis.

¡Muy bien, César! –dijo el papá de Nicolás–. Ahora Nico: nueve más ocho.

Así siguieron con el juego. El papá de Nicolás les daba sumas cada vez más difíciles, aunque las de César eran siempre más fáciles que las de Nicolás.

Finalmente llegaron a destino, un pueblo donde el papá de Nicolás, que era arquitecto, iba a construir casas económicas para la gente pobre de la zona. Allí se encontró con un constructor, con el que hablaron sobre las casas, de qué materiales iban a ser y cuánto iban a costar.

¿Vamos a jugar al básquet? –le dijo César a Nicolás, que había llevado la pelota amarilla y azul.

El problema es que no hay arco.

Bueno, juguemos al fútbol entonces.

Nicolás meneó la cabeza. –No, esta es una pelota de básquet. No es para jugar al fútbol. ¿Entendés?

César no estaba muy convencido, pero no era su pelota. Pensó un momento y dijo: –Bueno, podemos imaginar un arco entonces.

Nicolás se rió. –¿Cómo vamos a jugar con un arco imaginario, tonto?

¡Allí! –César señaló con el dedo el muro manchado de un viejo almacén abandonado–. ¡Vamos!

Corrieron hasta el almacén y César tiró la pelota contra el muro a la altura de un arco. –¡Allí está el arco! –señaló.

Nicolás miraba el muro dudando. Luego tomó un pedazo de ladrillo roto del suelo y pidió a César que se agachara para sentarse sobre sus hombros.

¿Qué vas a hacer? –le preguntó César.

Ya vas a ver. Acercate al muro.

Nicolás estiró la mano tan alto como pudo y dibujó un círculo rojizo en el muro a la altura del arco imaginario.

Ahora sí podemos jugar al básquet –dijo.

Mientras los dos hombres conversaban y estudiaban los planos y el terreno, Nicolás y César jugaron al básquet como si hubieran estado en la cancha más perfecta del mundo. Cuando se cansaron de jugar, se sentaron juntos sobre un viejo tronco.

Yo voy a ser arquitecto como mi papá cuando sea grande –dijo Nicolás s.

¿Cómo se hace arquitectro? –le preguntó César, para quien la palabra era nueva.

Arquitecto –lo corrigió su nuevo amigo–. Bueno, tenés que estudiar mucho.

Y saber sumar bien, supongo.

Claro que sí.

A mí me gustaría ser arquitecto también –le dijo César, y se ruborizó.

Nicolás lo miró sorprendido, luego sonrío. –Eso sería fantástico, César. Podemos hacer cosas juntos.

¿Qué cosas?

Yo quiero construir edificios altísimos, como en Nueva York. ¿Vos también?

Claro que sí –le contestó César, que había visto Nueva York en televisión y sabía que los edificios allí eran muy grandes de verdad.

Bueno, los haremos juntos.

está bien.

Con su futuro decidido, César se levantó del tronco y picó la pelota en la tierra arenosa. Nicolás se levantó también y le robó la pelota cuando César no lo esperaba. En ese momento el papá de Nicolás se despidió del constructor y llamó a los muchachos. Todos subieron al coche y emprendieron el regreso.

Durante el viaje continuaron con el juego de sumar.

Nueve y medio más tres y medio, Nico, –dijo su papá.

César se asombró. ¿Cómo se podía sumar números tan difíciles?

Nicolás pensó un largo rato y finalmente dijo: –Doce y medio.

¿Cómo doce y medio? –preguntó el papá con una sonrisa–. ¿Estás seguro?

Nicolás frunció la frente. –Esperá...trece!

Muy bien, te felicito. Nueve más cinco, César.

César sintió alivio que no le hubiera preguntado nada con medios. Contó hasta nueve con sus dedos y le sobró sólo uno. El resto lo tuvo que calcular con la cabeza por primera vez. Al fin, con voz insegura, dijo: –¿Catorce?

Bravo, César! –exclamó el papá de Nicolás y César se sintió orgulloso.

César quiere ser arquitecto también cuando sea grande, –dijo Nicolás–. Tendrás que estudiar mucho y sumar bien, ¿no es cierto, Papá?

Sí. Y restar y multiplicar y dividir.

Por supuesto –dijo Nicolás.

Los muchachos guardaron silencio un rato, pensando en la enorme tarea que los aguardaba.

¡Miren! –exclamó el papá de Nicolás de repente y señaló con el dedo hacia el oeste donde el sol gigante estaba colgado sobre la montaña–. Pronto caerá detrás de la montaña.

Sí –dijo César– como una espada.

¿Qué espada? –le preguntó Nicolás.

De repente el sol dio un saltito y cayó rápidamente detrás de la montaña dejando manchas de rojo sobre ella.

Tenías razón, César –dijo el papá de Nicolás–, cayó como una espada.

Yo no vi ninguna espada –insistió Nicolás.

Como una espada, dije, –le explicó César.

Ah, sí, claro –asintió Nicolás y miró a su amigo con nuevo respeto.

Quizás serás poeta cuando seas grande, César –dijo el papá  de Nicolás.

Quiero ser arquitectro como Nico, –le respondió César.

¡Arquitecto! –volvió a corregirlo Nicolás.

¿Quién sabe? –dijo el papá de Nicolás.

Pronto las últimas manchas del sol desaparecieron de la montaña y los dos muchachos se quedaron medio dormidos hombro con hombro durante el resto del viaje.

* * *

Ni César ni Nicolás fueron arquitectos. Nicolás cambió de idea y estudió ingeniería. Construyó el maravilloso puente sobre el Rio de la Plata entre Buenos Aires y Colonia en el Uruguay – el puente más largo del mundo.

César descubrió que tenía el don de traducir en palabras las imágenes hermosas que nacían en su alma – como aquel día cuando viajaba con Nicolás y su papá y vio una espada caer sobre la montaña. Se acordó de las palabras del papá: "Quizás serás poeta cuando seas grande, César".

Después de estudiar en Buenos Aires, donde vivía en la casa de Nicolás, César viajó por América Latina y se fue a Nueva York por un tiempo. Escribió un poema sobre el puente de Nicolás que tituló El Arco del Plata, y fue traducido a muchos idiomas.

Finalmente‚ César volvió a su provincia natal de San Luis, donde se asombró al enterarse de la popularidad que habían adquirido allí sus poemas, aunque la mayoría de la gente no podía leerlos. Se organizaban peñas y recitales en los que las poesías de César eran el número favorito y hasta los más humildes acudían a escucharlas. Fue en esa época que escribió su más famoso libro de poemas, Una espada cae sobre la montaña, dedicado a Nicolás, su amigo de toda la vida.


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