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La Libertad y la Iglesia Católica

por Rudolf Steiner

Conferencia 1 de 3 para los miembros de la Sociedad Antroposófica
Dornach, mayo 30, 1920, GA 198

Para llevar nuestra comprensión espiritual de las cosas un poco más lejos, necesitaremos, cada vez más, dirigir nuestra atención hacia ciertos hechos históricos. Durante las últimas décadas nuestros miembros han llevado una vida placentera, dedicados enteramente a la adquisición de conocimiento a través de las conferencias y los debates que se han llevado a cabo en distintos lugares. Sin embargo, esto a creado un muro impenetrable, detrás del cual ha habido, en muchos casos, una gran reticencia a dirigir la mirada hacia fuera, hacia lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior. Pero, si queremos ver lo que pasa en el mundo con la mirada correcta, si no deseamos fundar una secta sino un movimiento histórico –que es lo único que nuestro movimiento puede ser- entonces necesitamos conocer los antecedentes históricos de lo que está a nuestro alrededor, por todas partes, en el mundo. Y la manera en que nosotros mismos somos tratados, especialmente aquí en este lugar, donde nunca hemos hecho nada que fuera en lo más mínimo agresivo, hace que sea doblemente necesario que miremos realmente por encima del muro y que comprendamos algo de lo que está ocurriendo en el mundo. Por ello, quisiera combinar lo que voy a decir en los próximos días con algunos comentarios sobre la historia, para señalar ciertos hechos sin cuyo conocimiento no podremos realmente avanzar ahora.

Hoy quiero, ante todo, señalar una cosa. Ustedes saben que hacia el comienzo del último tercio del siglo XIX algo tomó cuerpo en los diferentes países civilizados de Europa y América, algo que se conoció como una concepción realista de la vida, una concepción de la vida que estaba basada esencialmente en los logros del siglo XIX y en los que habían preparado el camino para dicho siglo. A comienzos del último tercio del siglo XIX la gente, en todos lados, hablaba de manera totalmente diferente, el tono subyacente era diferente de lo que llegó a ser en las décadas finales, y más aún en las décadas del siglo XX. Las formas de pensamiento que dominaban amplios círculos se volvieron, en ese momento, esencialmente diferentes. Hoy voy a mencionar sólo un ejemplo. A comienzos del último tercio del siglo XIX prevalecía entre la gente ilustrada la creencia de que el ser humano debía formar sus propias convicciones a partir de su propio ser interior, sobre los temas más importantes de la vida; y que aún si, ayudado por los descubrimientos de la ciencia, así lo hace, una vida social en común es, no obstante, posible en el mundo civilizado. Existía, por decirlo así, una especie de dogma, pero un dogma libremente reconocido en los más amplios círculos, de que, entre las personas que habían alcanzado un cierto grado de cultura, la libertad de conciencia era posible. Es cierto que en las décadas siguientes nadie tuvo el valor de atacar este dogma abiertamente; pero había una oposición más o menos inconsciente hacia el mismo. Y en la época actual, luego de la gran catástrofe mundial [la Primera Guerra Mundial], este dogma es algo que rápidamente está siendo reprimido en los más amplios círculos, está siendo anulado, aunque, por supuesto, se lo disimule más o menos. En la década de los sesenta, durante el siglo XIX, prevalecía, en los más amplios círculos, la creencia de que el ser humano debe tener libertad de conciencia así como de religión. Naturalmente, el surgimiento de dicha creencia fue advertido en ciertos ámbitos, y ya he señalado cómo, el 8 de diciembre de 1864, Roma lanzó un ataque contra la misma. Me he referido, con frecuencia, a la manera en que Roma procedió con todo este movimiento, cómo en la Encíclica Papal de 1864, que apareció al mismo tiempo que el Syllabus, se dice expresamente que la idea de que la libertad de conciencia y de religión le es conferida a cada ser humano como derecho propio es un delirio, un disparate. En momentos en que Europa experimentaba el apogeo, un apogeo provisorio, de esta concepción de la libertad de conciencia y de religión, Roma declaró oficialmente que se trataba de un disparate.

Quiero señalarles esto sólo como hecho histórico; y al hacerlo, quiero llamarles la atención sobre lo que sucedió en momentos en que, para un gran número de personas, había surgido esta pregunta que requería una respuesta desde las fuentes mismas de la conciencia humana –la pregunta: “Cómo avanzamos nosotros como seres humanos en nuestra vida religiosa?” Esta pregunta, planteada con la mayor seriedad y realmente de tal manera que demostraba la participación de las conciencias, era una pregunta de mucho peso en la época. Me gustaría leerles algo que ilustra cómo desvelaba a la gente culta de la época.

Existen discursos de Rumelin, -a quien mencioné recientemente en relación con Julius Robert Mayer y la Ley de la Conservación de la Energía -pronunciados en el año de 1875, es decir, en este mismo período al que me estoy refiriendo. En ellos analiza las dificultades que experimenta la humanidad en esta mismísima cuestión de avanzar en el estudio de los temas religiosos. Señala también cuán necesario es observar estas dificultades con una visión clara. Cualquiera que tenga un conocimiento íntimo de este período sabe que las siguientes palabras de Rumelin expresaban la convicción de muchos. Desde luego no tenemos que propugnar la forma particular de ciencia que surgió en esa época; en tanto somos antropósofos, estamos equipados para desarrollar más allá esos caminos científicos, con una clara percepción de sus errores relativos; y también estamos equipados para reconocer que si la ciencia permanece estacionaria en ese punto, no podemos, en absoluto, avanzar con ella más allá. En los más amplios círculos surgieron ideas sobre muchos puntos relacionados con la religión, y debemos hoy recordar estas ideas. Los pensamientos de miles de personas de esa época fueron expresados por Rumelin en 1875 con las siguientes palabras: “En todos los tiempos ha existido, por cierto, una línea de demarcación entre el conocimiento y la creencia, pero nunca ha existido entre ellos un abismo tan insalvable como el que hoy constituye el concepto de milagro. La ciencia se ha vuelto tan fuerte en su propio desarrollo, tan consistente en sus diversas ramas y tendencias, que, de plano y sin más preámbulos, echa a la calle a los milagros de todo tipo y forma. Reconoce solamente al milagro de todos los milagros, que existe un mundo y sólo ese mundo. Pero, dentro del cosmos, rechaza absolutamente toda aseveración de que la interrupción de su orden o de sus leyes sea concebible o de algún modo deseable por sobre su inmutable validez. Y es que para todas las ciencias naturales-históricas y filosóficas, el milagro con todas sus implicancias es un disparate, un atropello liso y llano contra toda razón y contra las bases más elementales del conocimiento humano. La ciencia y el milagro son tan contradictorios como la racionalidad y la irracionalidad.”

Cuando, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, comencé a hablar sobre ciertas cuestiones antroposóficas en conferencias públicas, existía todavía un último eco del clima que acabo de describir. No sé si hay muchos aquí que siguieron estas primeras conferencias mías, pero en muchas de ellas señalé los problemas de las repetidas vidas terrenales y del destino de los seres humanos en su paso por una vida tras otra. Ahora, ustedes notarán que, al tratar sobre estos problemas, yo siempre señalaba justo al final de la conferencia que si uno cree en la vieja idea aristotélica de que cada vez que una persona nace se crea una nueva alma que tiene que ser implantada en el embrión humano, hay ahí un milagro predestinado para cada vida humana. El concepto de milagro sólo puede ser superado en un sentido que sea justificado, si uno acepta que hay repetidas vidas sobre la tierra, con lo cual cada vida individual puede ser conectada con la anterior vida terrena sin milagro alguno. Todavía recuerdo bien que concluí una de mis conferencias de Berlín con estas palabras: “Vamos a superar de manera correcta esa cosa tan importante, el concepto de milagro.”

Desde entonces, por supuesto, las cosas han cambiado en todo el mundo civilizado. Eso es ante todo un hecho histórico, pero encierra algo que es para nosotros del mayor interés. Y es que, en la medida en que el hombre pierde la capacidad de ver lo espiritual en el mundo, de explicar el mundo de la naturaleza que lo rodea a través del espíritu, en esa misma medida debe colocar un mundo especial junto al de la naturaleza y al mundo ordinario, es decir, el mundo del milagro. Cuanto más se base la ciencia natural en la mera causalidad, más será empujado el sentimiento humano, por una reacción absolutamente natural, a aceptar el concepto de milagro. Cuanto más continúe la ciencia natural con su línea actual, más numerosos serán los que busquen refugio en una religión que incluya los milagros. Por eso es que hoy tantas personas abrazan al catolicismo, porque simplemente no pueden soportar la visión natural-científica del mundo.

Tomen la oración que acabo de leer y compárenla con lo que se ha dicho aquí en conferencias recientes, y verán de inmediato cuál es la cuestión. En esta exposición de Rumelin aparece esta oración: “Reconoce solamente al milagro de todos los milagros, que existe un mundo y sólo ese mundo. Pero, dentro del cosmos, rechaza absolutamente toda aseveración de que la interrupción de su orden o de sus leyes sea concebible o de algún modo deseable por sobre su inmutable validez.” Así uno concibe el milagro primigenio, que el cosmos haya surgido, pero luego, dentro de ese cosmos, uno estudia las leyes de indestructibilidad de la materia y de la conservación de la energía, y entonces todo se sucede fatalmente, con cierta inevitabilidad.

Esa concepción del mundo es insostenible, pero sólo puede ser superada a través del conocimiento que me atreví a presentarles la semana pasada, cuando les señalé que las leyes de indestructibilidad de la materia y de la conservación de la energía constituyen un error, y ese error es lo que, por sobre todo, debe ser combatido enérgicamente en nuestro tiempo. No se trata meramente de una continua conservación del universo, sino de su continua destrucción y renacimiento. Y si no establecemos la idea de un continuo surgimiento y deceso en el universo, nos vemos obligados, puesto que somos humanos, a postular un mundo especial a la par del universo, un mundo que no tiene nada que ver con las leyes de la naturaleza postuladas con tanta parcialidad y que tiene que incluir a los milagros.

Ese concepto injustificado del milagro solamente será superado en la medida en que comprendamos que todo en el mundo está ubicado dentro de un orden espiritual que no involucra únicamente la férrea inevitabilidad de la naturaleza sino también una guía cósmica plena de sabiduría. Cuanto más fijamos la mirada en el mundo espiritual como tal y en lo que adquirimos a través de la ciencia espiritual, más nos damos cuenta de que lo que hoy nos presenta la ciencia natural necesita ser impregnado por el conocimiento espiritual. Debe pues ser nuestra tarea dirigir la atención más y más hacia todas las ciencias y hacia todas las ramas de la vida de tal forma que ellas se impregnen de lo que sólo la ciencia espiritual puede ofrecer. La medicina, la jurisprudencia y la sociología deben todas ser impregnadas por lo que se puede conocer y ver a través de la ciencia espiritual. La ciencia espiritual no necesita ninguna organización similar a la de las viejas iglesias, puesto que apela a cada individuo; y cada individuo, desde su propia conciencia interior, por medio de su propio vigoroso entendimiento, puede corroborar los resultados de la investigación científico-espiritual, y puede en este sentido abrazar la ciencia espiritual. La ciencia espiritual ofrece algo que apela directamente a cada individuo en la búsqueda de la verdad. Es la verdadera realización de lo que las personas estaban buscando en el último tercio del siglo XIX –la verdadera libertad –libertad en su concepción del mundo, en su investigación e incluso en sus opiniones. Esa es la tarea de la ciencia espiritual –respetar los reclamos genuinos y justificables de la humanidad actual. De ahí que, para la ciencia espiritual, no existan para nada los dogmas, sólo la investigación sin restricciones que no se amilana ante las fronteras del mundo espiritual ni las del mundo de la naturaleza, sino que hace uso de aquellos poderes humanos de cognición que deben ser primero extraídos de las profundidades de la sensibilidad humana, así como también utiliza las fuerzas que nos vienen a través de la herencia y la educación.

La tendencia básica de la ciencia espiritual es lógicamente una espina clavada para aquellos que están obligados a enseñar según un objetivo fijo, dogmático y restringido. Y esto nos refiere a un hecho de considerable preocupación para la ciencia espiritual, y que es una de las circunstancias que hacen posible el combate desleal contra nosotros en la actualidad. Nos refiere a algo que es el resultado de lo que comenzó en 1864 con la Encíclica y el Syllabus de ese momento; nos refiere al hecho de que, por edicto papal y la Encíclica del 8 de septiembre de 1907: Pascendi Dominici gregis, la totalidad del clero católico y especialmente el clero docente están obligados a hacer el así llamado juramento contra el modernismo. El juramento consiste en lo siguiente –que todo sacerdote o teólogo católico que enseñe desde el púlpito o desde el estrado está obligado a aceptar la opinión de que ningún conocimiento de cualquier tipo puede contradecir lo que ha sido establecido como doctrina por la Iglesia de Roma. Eso significa que todo sacerdote católico que enseña o predica ha hecho el juramento de que toda verdad que pueda echar raíces en la humanidad debe concordar con lo que Roma convalida como verdad. Fue fuerte el movimiento que sacudió al clero católico cuando apareció esta Encíclica, ya que todo el mundo civilizado, inclusive el clero, había sido influenciado en alguna medida por el clima que he descrito como característico del último tercio del siglo XIX. Siempre hubo cierto clero que trató de llevar libertad al catolicismo.

Digo abiertamente que durante la década del sesenta en el siglo XIX existían, en un amplio sector del clero católico, semillas de desarrollo del principio católico que, si se hubieran trasladado a una ciencia libre, podrían haber conducido, en gran medida, a una liberación de la humanidad actual. Habían semillas muy promisorias en lo que se intentó hacer en diversas esferas del clero católico. (Algún día tenemos que ocuparnos de esto en mayor detalle. Hoy sólo quiero llamarles la atención sobre el tema.) Y fue directamente contra esta tendencia dentro de la Iglesia que se promulgó la Encíclica de 1864 junto con su Syllabus, y comenzó así aquel conflicto que terminó con el juramento anti-modernista. Me permito decir que, aún hasta 1910 había, en el subconsciente de muchos miembros del clero católico, indicios de una rebelión interior, pero dentro de la Iglesia Católica la rebelión no existe. Ahí la cuestión era machacar incesantemente el axioma de que lo que Roma promulga como doctrina debe ser aceptado. Entonces los que estaban obligados a seguir enseñando tuvieron que llegar a un compromiso con aquello que no tenían el coraje de negar: la libertad científica. Bajo la influencia de lo que había surgido en el último tercio del siglo XIX, la libertad científica se había convertido en un lema, lema que, incluso en círculos liberales, a menudo no llegó a ser más que eso; pero así y todo era un lema y hasta los católicos ilustrados carecían del coraje de decir que romperían definitivamente con la libertad científica. Así pues, tuvieron la tarea de probar que sólo se puede enseñar lo que Roma reconoce como doctrinalmente válido (sobre esto tenían que hacer un juramento) y que la libertad de la ciencia es compatible con esto. Quisiera leerles algunas líneas que ilustran este método de comprobación, pertenecientes al teólogo católico Weber de Friburgo, que aparecen en este libro titulado La teología como ciencia libre y los verdaderos enemigos de la libertad científica. Específicamente trata allí de probar que aunque alguien esté obligado por juramento a enseñar sólo el contenido de lo que Roma le ordena enseñar, puede no obstante conservar su libertad como académico y científico. Luego de alegar extensamente que incluso las matemáticas son algo que nos es dado y que uno no renuncia a la libertad de la ciencia por el hecho de estar sujeto a las verdades de las matemáticas, pasa a demostrar que uno no renuncia a su libertad por estar obligado a enseñar como verdad lo que le es dado por Roma; y dice lo siguiente: “Un científico está sujeto a métodos específicos de explicación y comprobación; así como la obligación de reintegrarse a su regimiento a determinada hora no le quita al soldado su libertad, puesto que puede hacerlo a pie o en carruaje, por tren lento o expreso, de la misma manera el profesor sigue siendo libre en su tarea científica a pesar de su juramento.”

Esto significa que uno está obligado a enseñar un cuerpo de doctrina determinado y a probar sólo ese cuerpo de doctrina; en cuanto a cómo lo hace, uno es libre. Tan libre como el soldado que ha jurado presentarse a su regimiento a cierta hora y que puede viajar a pie o en carruaje, por tren lento o expreso. Uno se debería preguntar en qué termina ese ir a pie o en carruaje, en tren lento o expreso. En todos los casos termina necesariamente con el reintegro al regimiento. No estoy haciendo polémica, simplemente estoy citando un hecho histórico.

En el transcurso de los siglos anteriores y culminando en el último tercio del siglo XIX, se había ido desarrollando gradualmente en amplios círculos del mundo ilustrado un clima que parecía muy prometedor. Pero todo eso está ahora adormecido; las almas se han dormido. Los que comparten la tendencia de esa época son ahora obviamente muy viejos, están entre los viejos liberales descartados, y los que fueron jóvenes durante las últimas décadas no han estado atentos a los importantísimos reclamos de la humanidad. De allí que, para que la declinación no vaya más lejos, tenemos que incitar a la juventud de hoy a que actúe de manera distinta. La generación que vivió en la década del sesenta durante el siglo XIX pudo convertirse en una generación de liberales pero no fue capaz de proporcionar una educación liberal. Para ello habría tenido que dominar el concepto del milagro de una manera totalmente diferente a la adoptada por la ciencia natural. Para ello el concepto del milagro tendría que estar bajo el dominio del el espíritu y no por el ordenamiento mecánico de la naturaleza. Y así, mientras que ese clima descendió sobre la humanidad como una suerte de sueño, quienes obraron en su contra estaban bien despiertos, y fue de su conciencia despierta que nacieron cosas tales como la Encíclica y el Syllabus del año 1864, con sus ochenta errores numerados en los que ningún católico debe creer. En estos ochenta errores se encuentra todo lo que implica una concepción moderna del mundo. Ahora surge nuevamente de la conciencia absolutamente despierta el último inevitable logro, la Encíclica del año 1907, que culmina en el juramento anti-modernista. Esta gente no solo ha estado despierta desde el ultimo tercio del siglo XIX, sino que desde mucho tiempo antes han obrado de manera radical, vigorosa e intensiva, y lo que han logrado es lo que yo llamaría la concentración de todo el catolicismo en Roma –la supresión de la libertad en el catolicismo; pues en su naturaleza esencial la Iglesia Católica es capaz de la mayor de las libertades. Ustedes tal vez se sorprendan de que diga tal cosa. Pero vayamos un poco hacia atrás desde nuestra ilustrada liberación de la autoridad hasta el siglo XIII, que hemos abordado recientemente en conferencias públicas. Quisiera recordarles, en relación con esto, un documento del siglo XIII, cuando el catolicismo en Europa estaba en pleno florecimiento.

Tiene que ver con la cuestión del nombramiento por parte de Roma de Albertus Magnus, uno de los fundadores del escolasticismo, como Obispo de Regensburg. No necesito decir que en la Iglesia Católica de hoy no podrían haber dos opiniones pero que este nombramiento a uno de los obispados más importantes exaltó de gran manera la dignidad de un Dominico que hasta ese entonces había apenas sentado las bases de su reputación por medio de numerosos escritos de importancia y de una vida piadosa dedicada a los asuntos de su Orden. Hoy la Iglesia Católica es un organismo compacto, y ha llegado a serlo por medio de una transformación en sentido absoluto. Cuando Albertus Magnus estaba por ser nombrado Obispo de Regensburg, el Superior de su Orden le envió una carta que decía algo así como: “El Superior de la Orden le suplica a Albertus Magnus que no acepte el obispado, que no cauce tal mancha a su buen nombre

ni a la reputación de su Orden. No debe someterse a los deseos de la Corte Romana, donde las cosas no se toman en serio. Todos los buenos servicios que hasta ahora ha prestado a través de su vida piadosa y de sus escritos estarían en peligro si se convirtiera en obispo y estuviese involucrado en los asuntos que como obispo tendría que manejar; no debe empujar a su Orden a tan profunda pena.”

En esa época habían voces en la Iglesia que hablaban de esa manera. En esos tiempos las Iglesia Católica no era una masa compacta; dentro de la Iglesia era posible verse sumido en una profunda pena si alguien era elegido para un cargo que estaba seguro que Roma no tomaba en serio. En las biografías de Tomás de Aquino se menciona una y otra vez que rechazó el cargo de Cardenal. Hoy les estoy dando algunos de los motivos reales por los que lo hizo; en las biografías encontrarán sólo la mención del rechazo. ¡No es fácil mencionar los motivos después de haberlo convertido en el filósofo oficial de la Iglesia!

Pero me gustaría traducir literalmente una frase de la carta del Superior de la Orden a Albertus Magnus, a la que me he referido: “Preferiría saber que mi querido hijo está en la tumba antes de que en el trono Episcopal de Regensburg.”

No basta con hablar de la edad de las tinieblas y compararla con nuestra propia época, en la que se supone que hemos alcanzado tan magnífico progreso; más bien, si queremos elaborar ideas, debemos conocer algunos de los hechos históricos sobre cómo se han desarrollado las cosas en el curso del tiempo. Sin duda ustedes sabrán que la influencia jesuita está detrás de muchos de los ataques en nuestra contra. Saben, por ejemplo, que las mentiras más flagrantes provinieron de los Jesuitas; por ejemplo, la acusación de que yo había sido sacerdote alguna vez y que había dejado los hábitos. Y saben también que unos años después la persona que había dicho esta mentira no pudo pensar en otra cosa que decir salvo que esta hipótesis ya no era válida. En el parlamento austriaco una vez un legislador llamado Walterkirchen le gritó a un ministro: “Si un hombre ha mentido una vez, después nadie le cree aunque diga la verdad.” Pero el jesuitismo está detrás de todas estas cosas; se pueden señalar muchas cosas que crecen en el suelo del jesuitismo, pero también sobre esto quiero hoy sólo referirme a un hecho histórico.

Es un punto fundamental de las reglas jesuitas rendir absoluta obediencia al Papa. Ahora bien, en el siglo XVIII vivió un Papa que suprimió a la Orden Jesuita irrevocablemente para toda la eternidad –literalmente para toda la eternidad. Si los Jesuitas se hubieran mantenidos fieles a su propia regla, no habrían, por supuesto, vuelto a aparecer en escena nunca más. Sin embargo, no desaparecieron sino que buscaron refugio en países donde había en esos tiempos soberanos menos favorables a Roma, soberanos que pensaban que ayudando al jesuitismo podrían ayudar al futuro, no el de la humanidad sino a su propio futuro y el de sus sucesores. Así pues, la Orden Jesuita fue salvada por dos monarcas, Federico II de Prusia y Catalina de Rusia. En los países católicos romanos, la existencia de la Orden Jesuita no era reconocida como válida. Los jesuitas de hoy le deben a Federico de Prusia y a Catalina de Rusia el haber podido sobrevivir a ese período en el que fueron perseguidos por Roma. No estoy haciendo polémica, simplemente estoy exponiendo hechos históricos. Pero estos hechos históricos son completamente desconocidos para la mayoría de la gente, y es necesario tenerlos presentes, puesto que no debemos más seguir siendo una secta que ha levantado un muro a su alrededor. Debemos mirar a lo que nos rodea y aprender a entenderlo. Ese es nuestro indudable deber si deseamos ser fieles al movimiento en el que manifestamos vivir.

Uno de los peores y más dañinos signos de esta época es que la gente se preocupe tan poco de los hechos y que no tenga interés por preguntar cómo han llegado a suceder, a preguntar de dónde viene la actual oposición en nuestra contra, desde qué fuente se la está alimentando. Hoy se oyen cada vez menos ideas como las que nacían del clima que caractericé como el clima del último tercio del siglo XIX. Es realmente increíble lo poco que los seres humanos de hoy saben sobre lo que sucede en el mundo. Y es que permanecieron dormidos durante el suceso de la Encíclica “Pascendi Dominici gregis” del 8 de septiembre de 1907, por la cual el juramento contra el modernismo le fue impuesto al clero católico. Voces como las que con seguridad hubiera levantado un hombre como el Superior de los Dominicos que prefería ver a su amado hijo en la tumba antes que en el trono episcopal de Regensburg, ya no se oyen. En su lugar, la gente escucha hoy en día voces que explican que alguien puede continuar siendo un científico libre si jura que puede usar cualquier método que quiera para probar lo que enseña; no importa si viaja por tren expreso o lento, en carruaje o a pie.

¡Qué saltos tiene que dar la lógica si tales pruebas son tenidas en cuenta! No es necesario explayarme sobre esto. Pero la mayoría de la gente no tiene idea del poder que subyace en lo que va dirigido contra nosotros en la actualidad, nosotros que jamás hemos atacado a nadie, y de lo que ese poder significa. No basta con decir que estas cosas son en verdad demasiado estúpidas para ser tenidas en cuenta. Pues en las afirmaciones que constantemente se hacen sobre nosotros, podrán encontrar sólo dos cosas que se pueden afirmar con verdad. Por ejemplo, cuando se le reprochó a “Spectator” [el periodista] que hubiera dicho que su fuente era un libro, el “Registro Akáshico”, y se le dijo que seguramente se había tratado de una mentira deliberada ya que él debía haber sabido que no podía tener el “Registro Akáshico” en su biblioteca, él trató de salir del paso de la siguiente manera: “Primero, permítanme decir que un error de imprenta se deslizó en nuestro segundo artículo. Registro Akáskico en lugar de Registro Akáshico. El Dr. Boos ha advertido este error con regocijo. Parece que se preocupa por los granos de arena pero pasa por alto las montañas. En el mismo artículo hay otro error de impresión: ¡donde dice Apollinaris debe leerse, por supuesto, Apollonius de Ryana! Esto el Dr. Boos lo ha pasado por alto–¡quizás intencionalmente!”

Ahora, si se hubiera dejado Registro Akáskico, yo no hubiera objetado, ¡puesto que se podía tratar de un error de imprenta! E incluso podría llegar a aceptar que un hombre del calibre intelectual que el artículo demuestra pudiera escribir Apollinaris en lugar de Apollonius de Tyana. ¡Ni siquiera tomo a mal que cite como una de nuestras fuentes a alguien que él apoda con el nombre de Apollinaris! Pero se debe señalar como una mentira descarada que se sostenga que el Registro Akáshico es algo de lo que injustificadamente se hace provenir a la Antroposofía como si se tratara de un libro antiguo. ¿Cómo se zafa de esto el caballero? No admite que haya algo que reprocharle. Dice: “Este Registro Akáshico es un legendario escrito secreto que contiene rastros de las verdades eternas de todas las sabidurías ancestrales; tiene una función similar a la del críptico libro “The Stanzas of Dzyan” que Madame Blavatsky dice haber encontrado en una cueva del Tibet, etc., etc.” De esa manera da a entender a sus acólitos que él puede hablar sobre este Registro Akáshico como sobre cualquier otro registro que se haya escrito; y naturalmente ellos le creen. Pero quiero señalarles dos cosas. Una es su afirmación: “Steiner considera que ha brindado un gran servicio al rejuvenecer al Budismo y enriquecerlo con la introducción de las doctrinas de la reencarnación y el karma, sus propias especialidades.”

No hace falta decir que jamás hice tal afirmación, ni una sola oración de lo que se ha publicado hasta ahora es cierta, o a lo sumo una cosa sí lo es, una cosa que tal vez siempre les causará dolor de cabeza a los que escriben en esta veta. La única cosa que puede ser considerada de alguna manera cierta se encuentra en el párrafo donde dice: “Los gnósticos también profesaban una doctrina esotérica y dividían a los hombres en los Hyliker (la gente común) y los Pneumatiker (teósofos) en los que se encontraba la plenitud del espíritu y entre los que, por lo tanto, prevalecía un conocimiento (una iniciación) superior. Los últimos se abstenían de la carne y del vino.”

Esta frase: “se abstenían de la carne y del vino” es la única de la que se puede decir que, en la forma en que aquí aparece, es estrictamente cierta; y la doctrina que ella representa es para muchos incómoda. Pero entonces este caballero (pues parece que quiere ser considerado un caballero) dice más adelante: “Eso, sin embargo, no es cierto.” ¿Qué no es cierto? “El budismo habla de la migración de las almas; Steiner, de la reencarnación; ambas son lo mismo. Según esta teoría, Cristo no es otro que el Buda reencarnado, o Buda reaparecido. Ya se diga que una persona se reencarna o bien que su vida terrenal se repite, se trata de la misma cosa. Todos estos largos argumentos revelan la sofistería de Steiner y su así llamada mente científica.”

Les ruego que noten que bajo esta forma “respetable” en realidad se ha incurrido en uno de los casos más arteros de deshonestidad que puedan existir. Se ha eliminado toda posibilidad que pudiera permitir a los lectores juzgar por sí mismos cuál es la verdad. Hasta el presente, en todos estos largos artículos, no se ha tenido para nada en cuenta la respuesta del Dr. Boos al primer ataque, en la que menciona, creo, veintitrés mentiras. El otro caso de deshonestidad se encuentra en la siguiente oración: “Este camino es, sin embargo, no falso sino correcto.” Previamente había dicho un montón de tonterías sobre la voluntad, y luego continúa diciendo: “Este camino es, sin embargo, no falso sino correcto, pues las afirmaciones de Cristo están basadas en la voluntad. Cristo mismo dice: He venido al mundo para hacer la voluntad de mi Padre.”

Por lo tanto, ya no es lícito decir que se trata de una cuestión de iniciativa espiritual ni nada por el estilo. Luego continúa: “Este pequeño ejemplo demuestra lo apartado que está Steiner del verdadero impulso cristiano, y prueba que para él Cristo no puede ser el Soberano Divino (el Camino, la Verdad y la Vida) sino tan sólo el 'hombre sabio de Nazaret', o en lenguaje teosófico, Jesu ben Pandira o Gautama Buda.”

Comparen ahora eso con todo lo que aquí se ha dicho para refutar la opinión teológica actual de que uno tiene que ver a Cristo Jesús sólo como al hombre sabio de Nazaret. ¡Piensen en todo lo que se ha dicho en este lugar contra esta teoría materialista! No obstante, somos calumniados aquí, por nuestros vecinos más próximos, y lo que he incesantemente refutado afuera es divulgado como mi propia opinión. Les pregunto, ¿es posible mayor falsedad? ¿Puede existir método más deshonesto que este? No basta con reconocer la estupidez de estas cosas pues más y más se darán cuenta de los efectos reales de tales tácticas. Por ello, es esencial que nosotros aquí no permanezcamos dormidos ante estas cosas, sino que las comprendamos con toda seriedad, ya que hoy realmente no se trata de una pequeña comunidad aquí, sino que es una gran cuestión humana; y esta gran cuestión humana debe ser claramente advertida. Es una cuestión de la verdad y la falsedad. Estas cosas deben ser tomadas con seriedad.

Estas observaciones han de continuar aquí el próximo jueves a la misma hora, y como ha ocurrido hoy, algunos ejercicios de euritmia han de preceder a la conferencia. Luego quiero aprovechar la oportunidad, tal vez el próximo sábado, de dar una conferencia pública desde esta plataforma, sin polémica, una conferencia puramente histórica que muestre la base histórica de todo lo que precedió y condujo a la Encíclica papal “Pascendi Dominici gregis” de septiembre de 1907, y los resultados que derivaron de ella. Así pues, de ser posible, trataremos de organizar una conferencia pública aquí el próximo sábado. El próximo jueves habrá una suerte de continuación del tema de hoy, en la que profundizaremos y veremos en particular lo que la misma vida espiritual tiene para decir ante lo que está sucediendo hoy en día.


Traducción del inglés: María Teresa Gutiérrez

Continuará en la próxima edición de SCR.

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